Fuente: Misión, Número 310, 22 de Septiembre de 1945. Páginas 3 y 11.


EN LA ENCRUCIJADA DECISIVA


Por LUIS ORTIZ Y ESTRADA


Con nuestros artículos a propósito de la pastoral de nuestro Primado, nos hemos propuesto subrayar con el ejemplo de la historia, maestra de la vida, la importancia trascendental del momento en que nos encontramos y ha determinado a tan sabio prelado a escribir que cese nuestra interinidad política para afrontar resueltamente la restauración. “Creemos –dice la pastoral– que la terminación de la guerra mundial y las circunstancias internacionales aconsejan con urgencia la total y definitiva estructuración del Estado español”, asentado “sobre firmes e inconmovibles bases institucionales conformes a la tradición histórica española”.

Hoy, como cuando Balmes escribía, se encuentra España en una encrucijada en la que se ofrece un camino de salvación, pero en la que también se abren vías que conducen al abismo. La experiencia, harto dura, de un siglo de historia, demuestra con evidencia deslumbradora que, al despreciar entonces las sabias lecciones del gran Balmes, se hizo perder a España una maravillosa oportunidad de regeneración política sobre la base de la verdadera restauración monárquica, hecha con monárquicos de pura cepa y de raíces firmes en el país, con lo que se habría logrado la paz y la prosperidad tan ansiadas, base del verdadero y sólido esplendor de las naciones. Porque no se siguió el camino que se debía, ha sufrido nuestra patria un calvario de verdaderos desastres que han culminado en las dos fatales etapas republicanas.

Escribía en aquel entonces la pluma del gran Balmes: “Es necedad el mecerse en vanas esperanzas, es temeridad querer estrellarse contra la fuerza de las cosas, es cobardía el abatirse en presencia del infortunio, y postrarse, y llorar. La España se salvará si ella propia se salva; si no, no; la España recobrará su aplomo si ella trabaja por recobrarle; si no, no; la España tendrá gobierno si ella emplea sus medios para que se funde, y se afirme, y se arraigue; si no, no; la España verá cesar ese sistema, que ya lleva algunos años, de gobernar intrigando y perturbando y explotando, si ella procura que cese; si no, no. Y lo repetimos: si no, no; si la España no piensa en sí misma, si no recuerda lo pasado, si no atiende a lo presente, si no mira al porvenir, si, descuidada como la buena fe, floja como el cansancio, deja que unos pocos lo digan y lo hagan todo a nombre de ella, entonces ni tendrá gobierno, ni paz, ni sosiego, ni esperanza de prosperidad, y será víctima de turbulentas pandillas, de camarillas miserables, de intrigas extranjeras; será la befa y el escarnio de las demás naciones; se la verá apenas en una extremidad de Europa, como aquellas plantas mustias y descoloridas que vegetan en una roca junto a un lozado jardín” (O. C.; t. XXVIII; página 27). La perspectiva que se ofrecería hoy a los ojos de aquel gran hombre, caso de seguir emperrado en el error, serían mucho más terribles. Hoy los fermentos del mal tienen muchísima más virulencia y hay en lo internacional una atmósfera que les es más favorable, por más que haya en ella ventanas que, debidamente aprovechadas, puedan sanearla. El camino de perdición hoy conduce a abismos más negros entre convulsiones mucho más tremendas que las que ya hemos sufrido. Y añadía en la página siguiente: “Que en las grandes crisis de los pueblos, en esos momentos solemnes en que la sociedad se transforma, y saliendo de un caos espantoso demanda un nuevo elemento para recobrar sus fuerzas, para vivir, indignos serán [de] acaudillarla quienes piensen en otra cosa que en el grande objeto en que se envuelve la suerte de millones de sus semejantes; quien busque el incienso de la adulación en vez de la gloria; quien prefiera los melosos acentos de la lisonja al atronador estrépito de los aplausos de los pueblos”.

En aquellas fechas a que nos hemos venido refiriendo, había quienes creían que era Narváez, el omnipotente espadón de Loja que salvó a España de las convulsiones en que se debatió Europa en 1848, quien salvaría a España de los peligros que la amenazaban, no siendo, por tanto, necesaria la restauración que Balmes y el pueblo español deseaban. Resueltamente afirma nuestro escritor que Narváez no es el hombre porque carece de grandes ambiciones y se apoya en una situación que no tiene cimientos estables: “el general Narváez se distingue por la energía de carácter y la celeridad y acierto de acción en los momentos críticos: de aquí su importancia. Este mismo hombre escasea de pensamiento político: de aquí su vacilación en el mando y sus caídas. Ve una España de salones y cuarteles: mientras está en ella, triunfa y domina; mas para el gobernante hay una España fuera de los cuarteles y de los salones; en ella Narváez yerra, y por este error, cuando llega el caso, es vencido en los salones y no le salvan los cuarteles. Se ha dicho que Narváez es hombre de grande ambición; mas no parece que sea de ambición grande. La ambición, cuando es grande, se encamina a cosas grandes. Soberbios palacios, espléndidos trenes, pomposos títulos, altas condecoraciones, todo esto puede hallarse junto a una ambición grande, mas no es el objeto de ella; sostener el orden y conservar en equilibrio las pequeñas fracciones de un partido pequeño, tampoco es digno de una ambición grande. La experiencia y las contrariedades parecen haber quebrantado un tanto las violencias de los ímpetus antiguos; esto es bueno; pero si el quebranto ha de producir flexibilidad para plegarse a ciertas personas y cosas diminutas, en vez de una mejora es un deterioro. La verdadera flexibilidad, digna de un hombre de Estado, es el saber plegarse a las grandes cosas. El general Narváez se considerará necesario para la situación actual; quizá otros no lo crean así; pero sea necesario en buen hora: la situación actual ¿qué cimientos tiene? ¿Se han curado los males en su raíz? Narváez sabe bien que no; y no lo sabe él solo”. (O. C.; t. XXXII; págs. 382 y 383).

Volviendo al momento presente, es evidente que España puede salvarse de los peligros que la acechan y emprender con resuelta marcha el camino de regeneración política que borre dos siglos de continuos infortunios. Pero ha de quererlo con la voluntad firme con que se quieren las cosas grandes y de mucho empeño. No se trata de un grado más o menos de prosperidad, sino de la vida misma de la nación, que no sucumbiría sin tremendas convulsiones que a todos nos alcanzarían. Nos ha de mover a hacer el esfuerzo necesario, no sólo una razón de patriotismo, sino el egoísmo individual de quien defiende la hacienda y la vida propias y el honor de las madres, esposas e hijas. Todo hace creer que, si se repitieran las circunstancias pasadas, los horrores aumentarán en grado sumo.

Se puede salvar, se ha de salvar, porque tiene los elementos necesarios para salvarse. Aquellos principios sociales que Balmes proclamó “únicos que, aplicados con discreción y oportunidad, pueden cerrar el cráter de las revoluciones y restablecer la tranquilidad y sosiego” siguen viviendo en el campo político español defendidos abnegadamente, heroicamente, por el organismo político único que en Europa cuenta con un siglo de existencia, en el curso del cual, como dijo Balmes, ha dado pruebas de lo mucho que vale y del vigor con que está arraigado en las entrañas de la nación. Este hecho, en cierta manera maravilloso, porque es único en la historia contemporánea, da la robusta base en que ha de fundarse el poder político capaz de guiar con fuerza bastante a la nación por las revueltas aguas de la política moderna.

Ni ha de confiar en vanas esperanzas, ni ha de entregarse a catastróficos pesimismos, con los que se quiere tantas veces excusar lo trabajoso del esfuerzo que se ha de hacer. Tampoco hemos de fiar en el vano mesianismo que confía en el hombre excepcional que nos saque del atolladero. Para salvarse España, es España quien ha de quererlo, quien ha de poner en tensión los más firmes resortes de su voluntad y obrar con la decisión que exigen las grandes empresas. En suma, la salvación de España será, si se la hace, una obra nacional, porque será la nación quien la emprenda para el fin más caracterizadamente nacional.

Este sentido damos a la frase de la pastoral de nuestro Primado, que dice: “Ábranse sólidos cauces a la manifestación de las opiniones legítimas por órganos naturales de expresión”. Porque, como dijo Balmes, en una empresa tan sustancial no se concibe una España que no piense en sí misma, que no atienda a las lecciones del pasado, que viva en el descuido de la buena fe o la flojera del cansancio. La obra de una camarilla más o menos atenta a los vientos que soplan más allá de las fronteras, no tardaría en derrumbarse abriendo la puerta a nuevos horrores, en los que todo estaría a punto de perecer.