3º- La fuerza real de los vascos separatistas
En las elecciones de 1936 volcaron en las urnas Navarra y las tres provincias Vascongadas el censo electoral casi íntegro. Estaban convencidos sus habitantes, inspirados por motivos racionales opuestos, de la trascendencia de la jornada.
Querían unos, con la más noble aspiración, apuntalar y sostener la Patria que se hundía; maquinaban otros, indiferentes al hundimiento, construir otra patria con materiales sustraídos a los escombros.
De un total de 555.000 votos emitidos, obtuvieron los nacionalistas vascos 153.000, contra 402.000 de todas las organizaciones contrarias. Ese resultado para los nacionalistas no era un triunfo envanecedor, pues equivalía a un 28% escaso del censo.
Las derechas sacaron 236.000 votos y 165.000 las izquierdas. Con todas sus pretensiones y con todo su estruendo eran los nacionalistas la minoría en el conjunto de las cuatro provincias vascas, pero sumando sus votos con los de la izquierda, en vez de haberlos sumado con las derechas, como era su obligación moral, reunieron unos 320.000 votos, fuerza suficiente para prescindir de las derechas y alzarse unidos a la hez de la comarca con la hegemonía en el país.
¡Pero a qué precio tan subido y con cuan indigna esclavitud pagaron su predominio!
Agrupados en un haz los nacionalistas y las derechas hubiesen constituido una fuerza invencible, y el curso ulterior de los acontecimientos hubiera sido muy otro.
El resultado de las elecciones ponía a la vez de resalto que los grupos más densos nacionalistas radicaban en Vizcaya y en Guipúzcoa, donde habían tenido 79.000 y 50.000 votos, respectivamente, contra 55.000 y 45.000 de las derechas. La mayoría de éstas en Álava y en Navarra era aplastante: 25.000 y 112.000 frente a 10.000 y 15.000 escasos de los nacionalistas.
Extraemos estas cifras del cuadro inserto por el escritor vasco Sierra Bustamante en su obra, digna de reposada lectura “Euzkadi” (Editora Nacional, Madrid, 1941). Este mismo escritor indica otro medio ingenioso menos expuesto al fraude que el de los votos para descubrir la fuerza real de los nacionalistas, consistente en computar la cantidad de papel consumida al año por la prensa diaria de los partidos.
Según datos bien aquilatados en su poder, muy próximos sin duda a la realidad, la prensa nacionalista consumía en 1933 y 1935, un millón dieciséis mil kilogramos, y la no nacionalista dos millones doscientos veintiséis mil.
“Es evidente, añade con razón, que más de dos tercios del país rechazaban la prensa nacionalista y que, por consiguiente, solo una tercera parte del pueblo vasco aceptaba atentados contra la unidad nacional. No era lo mismo, por tanto, hablar en nombre de Euzkadi que en nombre del pueblo vasco” (pág. 218).
Esa pretensión en el aspecto territorial, en su relación con el terruño y el caserío contrapuestos a la vida urbana, tan exaltados por el nacionalismo, hubiera sido no menos inadmisible. De 17.621 kilómetros de territorio vasco español, 13.550 pertenecen a Navarra y Álava, y sólo 4.050, poco terreno para experimentos de nuevas naciones, a Vizcaya y Guipúzcoa, sede principal del nacionalismo. Si a éste se le hubiesen restado los contingentes seducidos en la zona industrial donde circulaba con profusión la sangre maketa, hubiera aparecido menos vasco todavía.
Pero si se soñaba de veras, y no sólo de palabra, con la incorporación a Euzkadi del suelo y de los vascos franceses, entonces el sueño de Euzkadi se convertiría en delirio de proporciones más complicadas... la empresa no era tan fácil como pudiera juzgarse en un merendero de Archanda o de Monte Igueldo, sino que era preciso sacudir el yugo unitario y centralista francés.
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4º- La Religión y el nacionalismo vasco
Ente los “católicos nacionalistas vascos” y la España Nacional, puestos frente a frente como instituciones inconciliables, no había dudas para elegir, según el grupo Maritain. Los católicos nacionalistas vascos eran en España la sal de la tierra, la levadura que impide la corrupción. No podía obligarse a nadie a ir en contra de esa realidad.
La terquedad y la deficiente información de ese grupo obligan a detenerse en observaciones no pretendidas.
Con anterioridad a su unión con los bolcheviques no eran conocidos de los españoles como fenómeno memorable los méritos y dones específicos de los católicos nacionalistas vascos. Nadie sentía la necesidad de imaginarse una tribu aparte para representarse la elevación del catolicismo nacionalista, consagrado con un etéreo desinterés al servicio de Dios. No había empresas, monumentos, sistemas ni conductas del catolicismo nacionalista vasco que le distinguiesen y colocasen a un más alto nivel que el catolicismo de los demás.
Una agrupación política dista por naturaleza de una cofradía piadosa. Por eso, el afán de mezclar la política y la religión en contiendas terrestres, sin causas y circunstancias muy graves, resulta cosa tan repulsiva.
No la evitó siempre en su táctica partidista el nacionalismo vasco para sostenerse y abrirse camino por el país. Después de unirse ese catolicismo nacionalista a los bolcheviques, es cuando empezó la gente a tamizar con atención muy circunspecta todos estos pormenores.
Había razón para el empleo del tamiz. Era verdaderamente escandaloso que un partido, con lema de católico, se uniese, habiendo presenciado los horrores de España, al gobierno aborrecido perpetrador de tantos crímenes, contra el cual se había levantado para no perecer del todo lo más sano y noble de la nación.
La conducta de los nacionalistas era doblemente execrable por meter con engaño en una guerra deshonrosa al país, que no les dio sus 150.000 votos para fines bélicos en apoyo de comunistas y masones, sino para la gestión recta de asuntos puramente administrativos.
Ante hecho tan absurdo y tan bochornoso, los nacionalistas de más seso, los seducidos por sentimentalismos regionales en quienes no estaban todavía extintos el respeto y el amor a España, desaprobaron, no sin peligros, la actitud de los dirigentes y se eliminaron como pudieron.
Veían entonces esas personas, durante tanto tiempo ofuscadas, las consecuencias de una actuación disolvente, monopolizada para colmo de males, en los momentos más críticos por hombres sin solvencia y sin sentido común.
Esos dirigentes, estadistas en miniatura, con ansias ingenuas de figurar, no curtidos por los años y la experiencia, eran en su mentalidad inextensible y visionaria terriblemente lógicos. Obedecían con instinto ciego a la dañina esencia depositada por el fundador del partido nacionalista en el plasma originario. Eran ante todo y sobre todo saltando por la religión y la ley moral furiosos separatistas.
Como tales, al creer llegada su hora, se conducían. ¿No les había dicho su fundador que lo más terrible para el País vasco sería el engrandecimiento y la prosperidad de España? Por eso se fundían con gentes detritus de la civilización, y peleaban contra la España señoril, legendaria y caballeresca.
Trasladados del ambiente de la oficina o del chacolí al pináculo del gobierno, ¿qué sabían ellos de todos esos grandes valores de la historia y del alma?
Muy pocos, el núcleo de abogados a lo sumo, podrían dar razón de la vida secular y de la cultura de la Península Ibérica. Abominaban de lo que no conocían. Encerrados en su egolatría, rústica y altanera, creían que el mundo se cifraba en las cuatro imágenes del almacén o de la mina aprisionadas en su cerebro.
Es preciso recordar en prueba de estos asertos cosas desagradables. El escritor al reproducirlas, pues andan divulgadas a los cuatro vientos, cumple una función penosa, pero la España Nacional, católica ante todo, tiene necesidad de dar una explicación sucinta y veraz a los extranjeros de cómo y por qué pelearon tan enconadamente contra ella masas del país que se gloriaban de ser y de llamarse católicas. Por haberle sido necesario sostener contra toda su voluntad esa pelea, fue calumniada y combatida y se hizo su tragedia más prolongada y dura.
(continúa)
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