Fuente: Tiempos Críticos. Monarquía Popular, Número 12, Diciembre de 1948, páginas 2 y 7.
LA ENTREVISTA FRANCO – DON JUAN
Sobre un claroscuro de diversos acontecimientos, cuya resonancia, al correr de los días, se advierte meramente episódica, la entrevista –o entrevistas– Franco-D. Juan resalta con caracteres de permanencia en el primer plano de la actualidad política nacional.
¿Qué piensan, qué dicen los tradicionalistas?, preguntan muchos. Siquiera para satisfacer la natural curiosidad de los que preguntan, diremos algo de lo que sentimos sobre el particular. Algo tan sólo, porque el tema es de por sí fecundo y capaz de llenar las páginas de un libro, cuánto más las de un modesto periódico como es “Monarquía Popular”.
La entrevista Franco-D. Juan nos ha colmado de íntimo regocijo. Nosotros, señores, somos cristianos ante todo, y, como a tales, experimentamos profunda satisfacción cada vez que la paz y la amistad recobran su imperio allí en donde se había enseñoreado la discordia. A lo que parece, entre el Generalísimo y D. Juan de Borbón medió la discordia. Y ¡qué discordia!, señores. Una discordia que degeneró en sañuda y enconadísima pelea. Como que los pacíficos observadores mentales llegamos a temer con serio, finalmente, por la vida de los contendientes, si, por un imposible, acaso se topan en mitad de la calle. Porque, ¡hay qué ver las flores que se echaron mutuamente los representantes de ambos bandos! Del lado de allá, que yo no quiero saber nada con las consecuencias de una guerra, de la que tú fuiste el culpable. (Lo cual, dicho sea de paso, y en honor a la verdad, no es cierto, porque el jefe supremo del Alzamiento fue el General Sanjurjo). Del lado de acá, que si te crees tú que vas a venir ahora a recoger el fruto de nuestro trabajo. En fin, señores, que renunciamos a transcribirles los textos de los respectivos obsequios, particularmente los del lado de acá, porque, a Dios gracias, pretendemos ser personas decentes, y, sobre no estar dispuestas a contaminar las presentes páginas con frases de mal tono, aborrecemos, a fuer de selectos, toda suerte de chismorreos, aunque provengan de sitios tan escogidos como pueden ser los palacios o residencias oficiales. Fuera de que no ha faltado quien –en este mundo hay gente para todo– haya reunido en un solo número de un semanario –“El Español”, de Madrid– toda la “silva de varia lección” a que dio motivo la contienda, con la poca caritativa idea de proporcionar un rato de solaz esparcimiento a gente desaprensiva y malintencionada.
En este tan lamentable estado de cosas, imagínense ustedes nuestro gozo cuando, una mañana de verano, nos trae la aurora, junto con el anuncio de un nuevo día, la grata, la inesperada noticia de la entrevista Franco-D. Juan. Y cuando, más tarde, por conductos semi-oficiosos, nos llegaron informes fidedignos que transmitían pormenores del hecho, entonces el gozo subió a términos de paroxismo. Sí, no había duda: la reconciliación se había efectuado; el ejemplo deprimente para el pueblo sencillo había desaparecido. Figúrense ustedes, decían los informes, que la emoción fue tan intensa, que hasta por parte de una de las ídem se derramaron copiosas lágrimas. ¿Quieren ustedes indicio más elocuente de que se trata de una sincera reconciliación? Por parte de la otra ídem no sabemos si hubo tanto; no es aventurado suponer, sin embargo, que no faltaría en ella, por lo menos, el clásico temblor de mentón, prenuncio de lloriqueo. En cuanto a saludos, apretones (de manos, se entiende), excusas (había que ver), ofrecimientos, etc., eche usted y no se derrame. ¿Tienen ustedes algún vislumbre ahora de la magnitud del Océano de alegría en que se inundó nuestra alma?
¡Y que tenga que aguantar uno, no digo ya la comentación, pero la presencia siquiera, de personas que, sin acertar a ver que lo esencial del caso está en que han hecho las paces dos cristianos, todavía le andan buscando peros con reparos de poca monta!. Pero, hombre, dicen algunos, entonces quienes se han lucido de verdad hemos sido nosotros, los que perdimos cargos y empleos por haber puesto nuestra firma al pie de un manifiesto en favor de D. Juan. Y comentan otros guasones: para ese viaje no eran menester alforjas, es decir, para acabar comiendo juntos, estaba de más echarse primero los platos por la cabeza. Ahora que, decimos nosotros, si de guasones se trata, ninguno como los que afirman que la actitud en este punto de nuestros gobernantes [es] de una inconsecuencia sencillamente vergonzosa. Pero, ¡hombre de Dios!, eso de que la inconsecuencia consista en decir una cosa y luego hacer su contraria, es algo que queda para las gentes de otras épocas o para los habitantes de países atrasados como, por ejemplo, Estados Unidos o Inglaterra. Hoy es cosa sabida de propios y extraños que el centro de gravedad de algunos conceptos morales ha sufrido en España cierto desplazamiento. Así, la verdad ya no es lo que es, según San Agustín, ni la conformidad de la mente con la cosa, si nos atenemos a la definición de Santo Tomás: la verdad es… lo que en un momento determinado establece la Dirección General de Propaganda. Por lo tanto, no es inconsecuencia prometer lumbre y pan blanco a todos los hogares, y darles luego pan negro y quitarles la lumbre; ni decir que la Religión Católica es vital para la grandeza de la Patria, y permitir a los Protestantes una labor de captación progresiva; ni mucho menos afirmar que se cortarán de raíz los abusos administrativos, y engordar después a costa del Presupuesto. Estas cosas son pruebas evidentes de la sana y ortodoxa política que sigue el Gobierno para retornar a España al buen camino, del que le apartan, según la propaganda oficial, unos estadistas que vivían del enchufismo, que no iban a Misa más que para guardar las apariencias, y que –eso no lo dice la susodicha propaganda, pero se supone– no tenían cuenta con que los ciudadanos comieran pan negro –cosa muy saludable– y se vieran de vez en cuando privados de lumbre –cosa sumamente provechosa para la economía doméstica–.
Hasta aquí la expresión del inefable gozo que ha inundado nuestro espíritu por efecto de una consideración meramente espiritual y, un si es o no es, romántica del asunto… Para otra ocasión reservamos, Dios mediante, dedicar unos cuantos párrafos al aspecto político que aquél presenta.
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