Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1622, 1 de Junio de 1952, páginas 322 a 338.


CARTA PASTORAL DE SU EMCIA. REVERENDÍSIMA

Sobre el espantoso confusionismo moderno, causa de tantos males

EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
AL CLERO Y FIELES DEL ARZOBISPADO



Venerables Hermanos y muy amados Hijos:

Si dirigimos una mirada por el universo mundo, en los actuales momentos, no podremos menos de retirar espantados la vista ante el espectáculo que se nos ofrece.

Puede decirse con mucho fundamento que, en esta perturbación general que conmueve a los pueblos todos de la tierra, han fracasado todas las conquistas que a través de los siglos había ido logrando la civilización cristiana.

Antes se conceptuaba al mundo civilizado como el refugio de la paz y del bienestar de la humanidad y se tenía como región inhabitable el país de los salvajes. Salvo lo que respecta al estado tristísimo de las almas de estos infieles, puede afirmarse que es precisamente el país inaccesible de los salvajes el mundo que disfruta, al menos, de aparente paz.

Triste es el espectáculo que el mundo actual nos ofrece a la vista; pero es mucho más triste y espantoso el que ofrece la contemplación del porvenir del mundo civilizado.

Son muchos, comenzando por el Vicario de Jesucristo en la tierra, los que han tratado de investigar las causas de esta situación turbulenta del mundo y de aplicar los remedios más oportunos; pero la experiencia ha venido a demostrar la ineficacia de los recursos humanos, no quedándonos más solución que la que proviene del cielo.

No poco ha venido a agravar la situación el espantoso confusionismo de nuestros días, causa de tan graves males en los pueblos.


El castigo de las tinieblas

Este confusionismo que todos están contestes en reconocer, no cabe dudar que es un castigo terrible del cielo del cual tenemos precedentes en la Historia Sagrada. Dios ha enviado, en repetidas ocasiones, el castigo de las tinieblas.

Hay dos clases de tinieblas que conviene perfectamente distinguir: las tinieblas físicas y las tinieblas morales. Y ambas clases de tinieblas han sido y son terribles azotes de la pobre humanidad.

Las tinieblas que paralizan la vida física fueron el castigo que Dios envió a Egipto por medio de la «novena plaga» que consistió en unas tinieblas tales, que se podían palpar con la mano (Exod. 10, 21-23; Ps. 105). Según afirman los intérpretes, estas tinieblas pudieron ser el Khamsin, formidable huracán que duró tres días y cubrió el país de los egipcios de tinieblas tan espesas que los desgraciados no se veían los unos a los otros y tenía que quedarse inmovilizados en el sitio. Fue tan terrible este castigo que hace expresa mención de él el sagrado Libro de la Sabiduría (Sab. 12, 2 y sig.), describiéndole con estas palabras: «Cuando los inicuos egipcios se persuadían poder oprimir al pueblo santo, fueron ligados con cadenas de tinieblas y de una larga noche, encerrados dentro de sus casas y yaciendo en ellas como excluidos de la eterna Providencia; y, mientras creían poder quedar escondidos con sus negras maldades, fueron separados unos de otros, con el velo tenebroso del olvido, llenos de horrendo pavor y perturbados con grandísimo asombro».

Las tinieblas que paralizan la vida física son la imagen de todo aquello que hace sufrir a la humanidad. Es necesario hacer nacer la luz en las almas en lugar de las tinieblas, es decir: que en ellas sustituya la verdad al error o a la mentira (cfr. Job. 29). Y en el Profeta Isaías (2, 60) se dice: «El Mesías alumbrará a aquéllos que están en las tinieblas que cubren la tierra».

El día en que Dios ejecutará su juicio «será un día de tinieblas y de oscuridad» (Joel. 22). «Ese día el sol se cambiará en tinieblas» (Ibid. 11, 31). Nuestro Divino Salvador dejó dicho que «los malditos serán echados en las tinieblas exteriores» (Math. 8, 12).

Estas indicaciones bastarán, Hermanos e Hijos muy amados, para darnos a conocer que las tinieblas morales que envuelven al mundo son verdadero castigo de Dios Nuestro Señor por las terribles prevaricaciones del mundo actual. Estamos en medio de ellas, y es tan grande nuestra obcecación, que apenas sí nos damos cuenta del castigo y de sus funestísimas consecuencias.


Confusionismo de la época, mediante el modernismo

Cuantos autores escriben en nuestros tiempos sobre la situación actual del mundo, señalan expresamente el confusionismo como una de las causas más principales de la perturbación de las cosas.

Dice un insigne apologista de nuestros días (P. T. Rodríguez, «Leg. y Leyes», 1936, p. 120 y ss.): «Las causas de haber sido combatida la existencia del derecho natural en los tiempos modernos son variadas… Comencemos por consignar que en algunos la causa es, aunque parezca mentira, el desconocimiento de la cuestión… Vamos a transcribir las palabras del defensor más saliente de la escuela histórica, Ihering, citadas por el Eminentísimo Cardenal Mercier en su libro «Orígenes de la Psicología contemporánea»: «Me demuestra –dice noblemente Ihering, refiriéndose a Hohoff, que había hecho la crítica de su obra «Der Zweck im Recht»– por citas de Santo Tomás de Aquino, que este gran espíritu había ya reconocido, con una justeza perfecta, lo mismo el elemento realista, práctico y social, que el elemento histórico de la moralidad. Y me reprocha, con razón, mi ignorancia. Pero tal acusación se dirige, con infinita más razón, a los filósofos modernos y a los teólogos protestantes que no han sabido o querido aprovecharse de pensamientos tan grandiosos como los de este hombre. Ahora que conozco este vigoroso espíritu, me pregunto cómo es posible que verdades como las que él ha expuesto, hayan podido caer en nuestros sabios protestantes en un completo olvido. Qué de errores se hubieran evitado, si se hubieran guardado fielmente sus doctrinas. Por mi parte, creo que de haberlas conocido a tiempo, no hubiera escrito mi libro, porque las ideas fundamentales que yo había de publicar se encuentran ya expresadas, con una claridad perfecta y una relevante fecundidad de concepción, en este potente pensador… Desgraciadamente no me hallo ya en condiciones de ocuparme de la Escolástica medioeval y de la moral católica contemporánea, y de reparar mi inteligencia».».

El ilustre profesor alemán noblemente confiesa su desconocimiento del catolicismo, y que de haberlo conocido no hubiera escrito su libro por hallarse sus ideas madres en uno de sus grandes pensadores y que sentía no estar en condiciones ya de ponerse a estudiarlas.

Examina a continuación la segunda causa de combatir la existencia del derecho natural y la fija en el confusionismo moderno. Dice así: «Otra de las causas del craso error que combatimos es el confusionismo, que en esto, como en todo, ocasiona gravísimos males a la causa de la verdad. Creen algunos que el derecho natural es el derecho abstracto forjado por ciertos ideólogos que han creído poder establecer un derecho deducido de ciertas verdades generales y principios abstractos, unificándolo todo y prescindiendo de todas las circunstancias de tiempo, lugar, posiciones relativas… convirtiendo la ciencia social y jurídica en una especie de ciencia geométrica que prescinde de la materia… es decir, un derecho abstracto sin contacto con las realidades de la vida… Esta utopía racionalista con toda razón puede impugnarse, pues es un verdadero despropósito, y audaz y desmedido orgullo pretender la débil y limitada razón humana abarcar el plan concebido y ejecutado por la razón infinita de Dios en la obra inmensa de la creación, y formular las leyes por las cuales ésta ha de regirse en la sucesión de los siglos, no estudiándolas en la misma naturaleza, sino deduciéndolas «a priori» de principios abstractos, cual si la naturaleza y la vida fueran meras abstracciones y no realidades concretas, variadas hasta lo infinito, poseyendo cada ser características particulares que los distinguen e individualizan, colocándoles fuera de las fórmulas abstractas. Así, por ejemplo, siendo los millones de millones de hombres que han existido y existirán, todos completamente iguales en abstracto, no se encuentran dos que lo sean en concreto».

Este confusionismo universal fue fomentado por la gran herejía de nuestros tiempos que condenó en su Encíclica «Pascendi» de 8 de Septiembre de 1907, el Beato Pontífice Pío X, y que denominó el «modernismo». «Si alguien se hubiese propuesto –dice el Soberano Pontífice– reunir en uno, el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca hubieran podido obtenerlo más perfectamente de lo que [lo] han hecho los modernistas».

Se pregunta el sabio Cardenal Arzobispo de Malinas, Emmo. Cardenal Mercier, en su Carta pastoral «La condenación del modernismo» del año 1908: «¿Qué es, pues, el modernismo? O mejor dicho –puesto que no vamos a entrar en detalles sin interés para la mayoría de vosotros– ¿cuál es la idea madre, cuál es el alma del modernismo?». Y se contesta:

«El modernismo no es, en manera alguna, la expresión moderna de la ciencia; y, por consiguiente, su condenación no es la condenación de la ciencia, de la que todos nos sentimos justamente orgullosos, ni la reprobación de sus métodos, que los sabios católicos tienen y deben tener a mucha honra el practicar y enseñar.

»El modernismo consiste esencialmente en afirmar que el alma religiosa debe sacar de sí misma, y nada más que de sí misma, el objeto y el motivo de su fe. Rechaza toda comunicación revelada que pretenda imponerse de fuera a la conciencia y llega a ser de este modo, por una consecuencia necesaria, la negación de la Autoridad doctrinal de la Iglesia, establecida por Jesucristo, y el desconocimiento de la jerarquía, establecida por mandato divino para regir la sociedad cristiana.

»Para mejor comprender la significación de este error fundamental, recordemos las enseñanzas del catecismo acerca de la constitución y misión de la Iglesia católica.

»Jesucristo no se presentó a los ojos del mundo, como el jefe de una escuela de filosofía, inseguro de Sí mismo, abandonando a la libre discusión de sus discípulos un sistema de opiniones reformables. Seguro de su sabiduría divina y de su poder soberano, impuso a los hombres, al mismo tiempo que se la proponía, la palabra revelada que les ensañaba su salvación eterna y la única ruta que a ella conducía.

»Ha promulgado para ellos un código de moral y con él ofrece los auxilios, sin los cuales es imposible su práctica. La gracia y los sacramentos que nos la confieren o restituyen, cuando, una vez perdida, tratamos de recobrarla, forman el conjunto de estos auxilios, la economía de nuestra salvación.

»Instituyó, además, una Iglesia. Como no debía pasar entre nosotros más que un corto número de años, antes de abandonarnos confió sus poderes a sus Apóstoles, con la facultad de transmitirlos a sus Sucesores, el Papa y los obispos. De este modo, el Episcopado, en unión con el Soberano Pontífice, ha recibido y posee, con exclusión de todo otro organismo, la misión de exponer oficialmente y comentar auténticamente las doctrinas reveladas por Cristo; él solo, tiene el derecho de denunciar con autoridad los errores incompatibles con ellas.

»Cristiano es aquél que, confiando en la autoridad de la Iglesia, acepta sinceramente las doctrinas que ésta propone a su fe. Aquél que rechaza o pone en duda su autoridad y, como consecuencia, alguna de las verdades que ésta le obliga a creer, se excluye a sí mismo de la sociedad eclesiástica».


Finalmente, por no extendernos en demasía, queremos aducir el testimonio del mismo Papa Beato Pío X, tal como le refiere el P. Lemius en su obra «Catecismo sobre el modernismo», que tantos elogios mereció del Soberano Pontífice debelador del modernismo (cfr. ed. 1908, pág. 94):

«Ponen –los modernistas– el objeto de la ciencia en la realidad de lo cognoscible, y el de la fe, por el contrario, en la de lo incognoscible. Pero la razón de que algo sea incognoscible no es otra, que la total falta de proporción entre la materia de que se trata y el entendimiento.

«Mas es así que este defecto de proporción nunca podría suprimirse, ni aun en la doctrina de los modernistas. Luego lo incognoscible no sería menos incognoscible para el creyente que para el filósofo, sin que haya medio de salir de ahí. Por donde si profesare alguna religión, ésta mirará a una [realidad] incognoscible, la cual no vemos, en verdad, por qué no podría ser el alma del mundo, como algunos racionalistas admiten».


Y sobre las consecuencias que se derivan de la confusión espantosa y errores gravísimos del modernismo afirma: «Por ahora, baste lo dicho para mostrar claramente por cuántos caminos la doctrina de los modernistas conduce al ateísmo y a suprimir toda religión».

Táctica fue de todas las herejías el de inducir la confusión, cambiando el sentido de las palabras y de los conceptos de las cosas, valiéndose de esta táctica para engendrar la confusión en el ánimo de los fieles y extender sus doctrinas perversas. Y esto mismo aconteció con el modernismo.


Confusionismo de las ideas, mediante la ignorancia religiosa

No cabe duda alguna, venerables Hermanos y amados Hijos, acerca del problema del confusionismo, de que, entre todas las causas, la más importante que lo determina y produce es la ignorancia religiosa.

No obstante la predicación constante del santo Evangelio y de la doctrina toda revelada, es lo cierto que la ignorancia religiosa lo ha invadido todo. Se lamentan de esto todos los Soberanos Pontífices de los tiempos modernos, como de un mal gravísimo de la época.

«De una maneral general, dice el P. T. Rodríguez (Caus. y caus. p. 374), y en síntesis, si se penetra en el fondo de la cuestión se ve que todo el mal de la sociedad moderna radica en un desorden fundamental, en una falsa y desatinada colocación de los puntos cardinales que han de servir para la recta orientación de la vida humana. Se ha negado a Dios, o se ha prescindido de Él, o se le ha considerado como un extranjero en el mundo… De este inmenso y monstruoso desatino fundamental… se deriva lógicamente el desquiciamiento general del mundo moral presente».

Y el P. Lemius, agrega: «Si de las causas morales pasamos a las que proceden de la inteligencia, se nos ofrece, primero y principalmente: la ignorancia».

Y esta ignorancia, principalmente religiosa, envuelve actualmente al mundo como las tinieblas de la «novena plaga» del pueblo egipcio. Ignorancia que se extiende a toda la Tierra, ignorancia que ha invadido todas las clases sociales, incluso las que se denominan cultas.

Así se explica el menosprecio constante de las prescripciones más fundamentales, no sólo de las leyes positivas humanas, sino de la misma ley natural.

«El hombre está ordenado por Dios –dice el citado autor– a la vida social, es decir, le ha dado tales condiciones que sólo en la vida social puede encontrar su cabal desarrollo y perfección. Mas en la sociedad, como todo ser organizado y armónico, cada elemento tiene trazado su camino y determinada actuación en la obra del conjunto, de la cual no puede separarse sin producir confusión y desorden».

Uno de los gravísimos males –el principal, por ser el fundamento y origen del estado caótico en que se encuentra el mundo actual– producido u ocasionado por las doctrinas imprecisas o falsas, respecto del origen de la ley, es indiscutiblemente el positivismo jurídico que, en cualquiera de las formas en que se presente, es gravísimo error… que acaba por destruir la sociedad. La sociedad es obra de Dios y, al crearla, puso leyes adecuadas, en conformidad con su naturaleza, para que realizase sus fines, y pretender darle otra, es monstruoso orgullo e insensatez suprema.

Hemos podido comprobar, personalmente, esta ignorancia espantosa que ha invadido el mundo moderno, por el sinnúmero de cartas que hemos recibido del extranjero, con motivo de Nuestra reciente Carta pastoral (20-II-1952).

Se desconocen los principios más fundamentales de la constitución y organización de la obra divina de la Iglesia de Jesucristo, se niegan o se interpretan torcidamente las leyes más fundamentales del derecho público eclesiástico, se profieren los errores y herejías más inconcebibles con un aire de suficiencia que pone espanto. Con todo lo cual el confusionismo de las ideas aumenta de día en día, a medida que va creciendo la ignorancia religiosa de los pueblos.

El estado actual del mundo es comparable al confusionismo que ocasionó a los hombres el castigo de la confusión de lenguas, en la construcción de la torre de Babel.


El confusionismo en las costumbres, mediante el avance de las pasiones malsanas

Si del mundo de las inteligencias, oscurecido por las tinieblas del error, pasamos, venerables Hermanos y muy amados Hijos, al mundo de las costumbres, no tendremos más remedio que reconocer cuán conforme a la realidad está la descripción que se contiene en la Encíclica del Beato Pío X «Acerbo nimis» (15-IX-1905): «Estamos –dice el Santo Padre– con los que piensan que esta depresión y debilidad de las almas, de que resultan los mayores males, proviene principalmente de la ignorancia de las cosas divinas». Esta opinión concuerda con lo que Dios mismo declaró por su profeta Oseas (4, 1-3): «No hay conocimiento de Dios en la tierra. La maldición y la mentira y el homicidio y el robo y el adulterio lo han inundado todo: a la sangre se añade sangre, por cuya causa se cubrirá de luto la tierra y desfallecerán todos sus moradores».

Qué trastorno tan grave produzca esta ignorancia, en orden a las costumbres, se observa a ojos vistas, conforme afirma un piadoso autor de nuestros días: «El confusionismo, o sea, el embrollo, la ficción, la mentira, el engaño, organizados y buscados con objeto de que nadie se entienda ni se pueda confiar en nadie, y unos recelen de los otros, para que la vida social sea punto menos que imposible… y así se preparen los espíritus para toda innovación legal o revolucionaria».

Bien conocidos son, desgraciadamente, los efectos funestos de la corrupción de costumbres que se están palpando en los actuales momentos. «Haced corazones viciosos –decía Castellamare a Nubius en 1838– y dejaréis de tener católicos. El puñal para herir en el corazón a la Iglesia, es la difusión de la corrupción».

Digno de ser conocido y meditado es el precioso testimonio de Balmes a este propósito (El prot. t. II, c. XXX): «Las ideas que lisonjean nuestras pasiones, no puede negarse que tienen una fuerza expansiva inmensa: circulando con movimiento propio obran por todas partes, ejercen una acción rápida y violenta, no parece sino que están rebosando de actividad y de vida; las que las reprimen, progresan lentamente, necesitan apoyarse en alguna institución que les asegure estabilidad».

¿Qué institución humana, venerables Hermanos y amados Hijos, puede existir capaz de defender contra los ataques de las pasiones la verdad moral?

Ya decía el Beato Papa Pío X, en la citada Encíclica «Pascendi»: «Suprimid el entendimiento y el hombre se irá tras los sentidos exteriores con inclinación mayor aún que la que ya le arrastra».

Qué aterrador es el cuadro del confusionismo moral de las costumbres mediante el avance de las pasiones malsanas que ya en su tiempo nos trazaba el insigne apologista católico Sardá y Salvany: «La corrupción de costumbres… espectáculos, libros, cuadros, costumbres públicas y privadas, todo se procura saturar de obscenidad y lascivia; el resultado es infalible: de una generación inmunda, por necesidad saldrá una generación revolucionaria. Así se nota el empeño de dar rienda suelta a todo exceso de inmoralidad. Saben bien que ésta es su mejor propagandista».

Evidentemente, la única y verdadera causa del malestar, lo mismo en los individuos que en las colectividades, radica en el desorden del espíritu, en que la parte inferior del hombre quiere dominar e imponerse a la parte superior o racional, que es la llamada por naturaleza a dirigir los actos todos del hombre.

Queremos cerrar esta serie de pruebas con el testimonio irrecusable del hombre funesto, que es causa principal de la perturbación actual del mundo. El jefe de la Unión Soviética decía a sus propagandistas: «El camino, para llegar a la meta deseada, es difundir la corrupción por todas partes, en especial entre las mujeres y los niños; hecho esto, es fácil conseguir la apostasía y el ateísmo. Abierta esta gran brecha en la vida espiritual de los individuos, por ella entrarán, sin la menor dificultad, en el comunismo».


El confusionismo de los malos, provocado por el demonio

En estos tiempos de descreimiento universal, son muchos los que niegan la existencia del demonio y no creen en su influencia y en su eficacia para la perdición de las almas.

En su magistral obra «El liberalismo es pecado», Sardá y Salvany nos dice: «Es gran maestro Lucifer… y lo mejor de su diplomacia se ejerce en introducir en las ideas la confusión. La mitad de su poderío sobre los hombres perdería, con [tal] que las ideas buenas o malas apareciesen francas y deslindadas. El demonio, pues, en tiempos de cismas y herejías, lo primero que procuró fue que se barajasen y trastocasen los vocablos, medio seguro para traer, desde luego, mareadas y al retortero la mayor parte de las inteligencias».

Lucifer prosigue con tenacidad en el mundo su campaña para destruir el Reino de Cristo. Se propone hacer caer a los hombres en el pecado. Echa mano de toda su malicia, de todas las artes para seducir, engañar y hacer caer a los hombres, destinados a ocupar los asientos vacíos dejados por él y sus ángeles.

Adversario de Dios, querría reinar sobre la Tierra para reinar después eternamente, en el infierno, sobre los infelices que acá abajo con el pecado quedaron uncidos a su carro. Satanás y sus demonios tienen una consigna: disolver la sociedad de la que es cabeza Jesucristo, y sustituirla por una sociedad dominada por el príncipe de las tinieblas.

Sigue a través de los tiempos su táctica de envolver a los hombres, primero en redes, luego en maromas y, finalmente, en cadenas para arrastrarles al infierno. Valiéndose siempre de la confusión de las tinieblas y de la mentira.

Nos queda la seguridad de que, después de la redención, su imperio ha quedado quebrantado. San Agustín (De civitate Dei, lib. II, cap. 8) nos dice: «El diablo es un perro atado por Cristo a la cadena, puede ladrar, solicitar, infundir miedo, pero no puede morder sino al que quiere ser mordido: puede persuadir al hombre que se precipite en el abismo pero no puede precipitarle».

Mas son incontables los que se acercan a éste «león rugiente» que anda rodeando el mundo para devorar su presa (cfr. I Petr. 5, 8). Tiene, desgraciadamente, el demonio muchos seguidores que le secundan en su empresa. La obra nefasta de la masonería, tan extendida en los países dominados por la herejía, es obra de confusión que arrastra a los incautos al abismo de su perdición.


El confusionismo de los buenos, causa de tantos estragos

Con ser tan grave cuanto os llevamos dicho, venerables Hermanos y amadísimos Hijos, es indudablemente mucho más grave el confusionismo provocado por los buenos, y que es causa de tantos estragos.

El citado apologista (Caus. y caus., pág. 194) dice: «Algunos católicos han contribuido, sin darse cuenta, a la formación del caos actual. Ciertos confusionismos desorientadores, la falta de virilidad en la lucha, no exenta de todo egoísmo, debe ser conceptuada como una causa, verdadera y eficaz, aunque indirecta e inconsciente de tal actuación».

«Dicen algunos –escribe León XIII– que no se debe luchar al descubierto, de frente con la impiedad, cuando es poderosa, a fin de evitar el peligro de que se exaspere el enemigo. De quienes así se expresen, no será fácil decir si están con la Iglesia o en contra de ella…».

Lamentaba este confusionismo, provocado por los que se denominan buenos, el Papa Pío XI, con estas palabras: «Tal vez tengan la culpa del actual estado de cosas, la indolencia y cobardía de los buenos que no quieren hacer oposición o la hacen flojamente, por lo cual los enemigos de la Iglesia van cobrando más audacia cada día».

Estas suaves y discretas observaciones, hechas desde el Solio Pontificio, denuncian y censuran la grave desorientación de algunos católicos, que acarrea hondos males a la causa de la Religión.

Algunos católicos parece que se han olvidado de que la Iglesia, según su Fundador le anunció y la historia confirma, ha vivido siempre en medio de la lucha y, en vez de derramar la luz de la verdad católica que disipe las tinieblas del error e ilumine este caos espiritual ocasionado por el confusionismo, lo aumentan, con sus debilidades, tolerancias y concesiones inexplicables. Todo esto es un mal positivo y gravísimo, pues contribuye al sostenimiento y desarrollo del caos social en que está sumida la sociedad presente.

Tal vez éste sea uno de los males más graves que siempre ha lamentado la Santa Iglesia de Dios. Ya San Juan Crisóstomo en su tiempo decía: «Si queréis creer lo que la Iglesia cree, hablad siempre como la Iglesia habla, de otro modo las cosas no quedarán en su estado: una novedad producirá otra; y luego que uno ha comenzado a distraerse en la fe se extravía sin fin». Y San Paciano, obispo de Barcelona, hablando de los primeros cristianos, añade: «No sabían disputar de las cosas de la fe, pero sabían padecer y morir en defensa de la fe… Aquéllos sabían morir por la fe y nosotros nos llamamos cristianos y vivimos como paganos, y con la alianza que hacemos en nosotros mismos de un cierto paganismo de acción y de vida con un cristianismo de profesión y de creencias, formamos un monstruo peor que el paganismo, pues añade a todos los desórdenes de éste la profanación del otro».

Volvamos a recordar las enseñanzas del Papa Beato Pío X, en su admirable Encíclica «Acerbo nimis», en la que nos dice: «Cuán fundados son por desgracia estos lamentos, hoy que existe tan crecido número de personas cristianas que ignoran totalmente las cosas que han de conocer para conseguir la salvación eterna… ¡Difícil sería ponderar lo espeso de las tinieblas que los envuelven y –lo que es más triste– la tranquilidad con que permanecen en ellas! De Dios, Soberano Autor y Moderador de todas las cosas y de la sabiduría de la fe cristiana, nada se les da; de manera que nada saben de la Encarnación del Verbo de Dios, ni de la perfecta restauración del género humano consumada por Él, nada saben de la gracia, principal auxilio para alcanzar los eternos bienes, nada del Sacrificio augusto, ni de los Sacramentos, mediante los cuales conseguimos y conservamos la gracia. En cuanto al pecado, ni conocen su malicia ni el oprobio que trae consigo, de suerte que no ponen el menor cuidado en evitarlo ni en borrarlo, y llegan al día postrero en disposición tal que, para no dejarles sin ninguna esperanza de salvación, el sacerdote se ve en el caso de aprovechar aquellos últimos instantes de vida para enseñarles sumariamente la Religión, en vez de emplearlos, principalmente, según convendría, en moverles a efectos de caridad: esto si no ocurre que el moribundo padece tan culpable ignorancia que tenga por inútil el auxilio del sacerdote y se resuelva tranquilamente a traspasar los umbrales de la eternidad, sin haber satisfecho a Dios por sus pecados».

No hemos de terminar, venerables Hermanos y muy amados Hijos, esta ya larga Carta pastoral sobre el confusionismo, sin aludir a un peligro muy grave que podemos correr en nuestros tiempos, por diversos motivos especiosos e infundados.

Se habla de relaciones amistosas con países distanciados de nuestra Sacrosanta Religión, de sus creencias, de sus prácticas, de sus doctrinas. No hay en esto nada censurable, pero sí lo puede haber, y puede ser causa de escándalo y de confusionismo, en el orden de los espíritus.

La historia nos ha demostrado, frecuentemente, la conveniencia, por fines políticos, de estas alianzas; mas para que ellas no sean reprobables, es necesario que se mantengan dentro de los límites de la discreción y del respeto a los sacrosantos derechos de la Religión.

La alianza política o militar con un pueblo, no supone ni puede suponer la identificación con sus puntos de vista, morales o religiosos.

La prensa no ha reflexionado tal vez convenientemente al hablar de la alianza que se proyecta con los pueblos árabes, al extremar los conceptos en forma incompatible con la realidad.

«La espiritualidad, la tradición y el sentido religioso que siempre ha caracterizado vuestra vida y que conserváis como la más estimada joya en vuestros hogares, son comunes a los que, como nosotros, amantes de su fe y de sus tradiciones, venimos defendiendo, en este espolón occidental de la vieja Europa, la espiritualidad y el sentido religioso de la vida».


No debemos echar en olvido que no es posible cambiar el sentido de las palabras, sino que debemos respetar la significación que han tenido y tienen en el lenguaje de la Iglesia; y, asimismo, debemos tener presentes las enseñanzas de la Iglesia, que debemos acatar como buenos cristianos.

En el «Syllabus» de Pío IX, están condenadas estas tres proposiciones que tanto se han tergiversado y tan osadamente se han negado, en las publicaciones y cartas, con motivo de nuestra reciente Pastoral.

1.ª (XVI). «En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación». (Encíclica «Qui pluribus», Pío IX, 9 de noviembre, 1846).

2.ª (XVII). «Es bien, por lo menos, esperar la eterna salvación de todos aquéllos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo». (Alocución «Singulari quidem», Pío IX, 17 marzo 1856).

3.ª (XVIII). «El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios». (Encíclica «Noscitis et nobiscum», de 8 de diciembre 1849).

De donde se sigue que evidentemente traspasan los límites de lo lícito y lo permitido, los que de una alianza política o militar quieren deducir la legitimidad de cultos reprobados por la Iglesia.

No tenemos por qué reproducir las publicaciones de la prensa que, en abril de 1939, decía: «Durante la guerra de liberación se atendieron cuidadosamente las mezquitas, santuarios y centros religiosos musulmanes, respetándose las creencias religiosas y los usos y costumbres tradicionales».

Estamos próximos a celebrar el VII Centenario de la muerte del glorioso Rey San Fernando III; y queremos terminar con algunas palabras que pronunciamos en la última conferencia dada en la Universidad de Sevilla, en la cuaresma de 1948:

«Es necesario, Hijos muy amados, que imitando el alto ejemplo que recibimos de nuestro Santo Rey, Fernando III, augusto Soberano y guerrero, también nosotros procuremos sobrenaturalizar nuestros actos y elevar el espíritu a Dios Nuestro Señor, ya que éste es el distintivo de nuestras glorias todas: las obras sinceramente cristianas».


Según aquella sentencia de los Libros santos (Prov. 14, 34), «la justicia eleva a las gentes y lo que hace desgraciados a los pueblos es el pecado».

Prenda de las bendiciones del cielo sea, venerables Hermanos e Hijos muy amados, la que de corazón os enviamos en el Nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.

Sevilla, 8 de Mayo de 1952.

† PEDRO CARDENAL SEGURA Y SAENZ
ARZOBISPO DE SEVILLA

Por mandato de Su Emcia. Reverendísima
el Cardenal Arzobispo, mi Señor,
L. † S.
DR. BENITO MUÑOZ DE MORALES
Secretario-Canciller



(Esta Carta pastoral será leída al pueblo fiel, en la forma acostumbrada)