Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1626, 10 de Septiembre de 1952, páginas 510 a 520.
INSTRUCCIÓN PASTORAL DE SU EMCIA. REVERENDÍSIMA
Sobre la libertad de cultos
EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
AL CLERO Y FIELES DEL ARZOBISPADO
Venerables Hermanos y muy amados Hijos:
La aspiración universal del mundo, en los actuales momentos, puede compendiarse en una palabra mágica que ha llegado a seducir los pueblos: la libertad. Liberad sin trabas, libertad sin límites, libertad universal, libertad que acabe con todo género de opresión que coarte los instintos más bajos de nuestra naturaleza caída.
Bien puede denominarse el siglo XX, el siglo de la libertad, o mejor dicho, de las libertades.
No es fácil dar una idea completa de las aspiraciones del mundo moderno respecto a la libertad. Se proclama en todos los tonos, como conquista de nuestros días, la más desenfrenada libertad. La libertad de pensamiento, la libertad de cátedra, la libertad de prensa.
Todas estas libertades se consideran inviolables, y se proclama el derecho a ellas, como una conquista de los últimos tiempos.
Reciben el nombre tan significativo de libertades de perdición, y son origen y fuente emponzoñada de las que se derivan gravísimos males al mundo.
Entre estas libertades figura, en primer término, la libertad de cultos.
La libertad de cultos, reprobada de suyo por la Iglesia
En la multitud de cartas y de artículos de prensa que hemos recibido recientemente, provenientes de países protestantes, la libertad de cultos se conceptúa como un privilegio y prerrogativa del mundo moderno que es necesario respetar y proclamar.
Mas, la Iglesia siempre vigilante por la pureza de la doctrina, no ha cesado de hablar con toda claridad a sus hijos, condenando en los términos más enérgicos la libertad de cultos.
El Soberano Pontífice Pío IX, de santa memoria, condenó manifiestamente la libertad de cultos, en la proposición LXXIX, del Syllabus, con estas palabras: «Es sin duda falso que la libertad civil de cualquier culto, y lo mismo la amplia facultad concedida a todos de manifestar abiertamente y en público cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y los ánimos, y a propagar la peste del indiferentismo». Proposición condenada en virtud de la Alocución «Numquam fore» de 15 de Diciembre de 1856, en la que el Soberano Pontífice enseña que «para más fácilmente corromper las costumbres y los corazones de los pueblos, para propagar la detestable y destructora peste del indiferentismo y acabar con nuestra sacratísima Religión, se admite el libro ejercicio de todos los cultos y se concede a todos la plena facultad de manifestar pública y abiertamente todo linaje de opiniones y pensamientos».
Nos haríamos interminable, si quisiéramos aducir todos los testimonios hermosísimos que demuestran la ilicitud grave de la libertad de cultos.
Nuestro insigne apologista Balmes, en su Antología, define la libertad diciendo: «La libertad consiste en ser esclavo de la ley». «Definición que diera Cicerón, y partiendo de la cual puede decirse que la libertad del entendimiento consiste en ser esclavo de la verdad, y la libertad de la voluntad en ser esclavo de la virtud; y tan es así, que si trastornáis ese orden, matáis la libertad. Quitad la ley, entronizáis la fuerza; quitad la verdad, entronizáis el error; quitad la virtud, entronizáis el vicio».
Para llegar a este error gravísimo de la proclamación de la licitud de la libertad de cultos, ha sido preciso destruir el concepto de la verdadera libertad.
Un insigne apologista moderno, a este propósito, hace observar que «la libertad, en el trato civil, no consiste en hacer los ciudadanos cuanto les place, sino en seguir, mediante las leyes civiles, las prescripciones de la ley eterna».
»De manera que ora se considere la libertad humana en los individuos o en las sociedades, en los superiores o en los súbditos, en todos los casos está sometida a la suprema autoridad de Dios, que no menoscaba, antes dignifica y protege la libertad de los hombres.
»¿Con qué sombra de razón echan en cara a la Iglesia, ser enemiga de la libertad personal y civil: Ella que desarraigó la esclavitud, baldón de las naciones paganas; Ella que estableció la fraternidad amorosa entre los hombres; Ella que resistió a los antojos de la tiranía, a los desmanes de la iniquidad, a las violencias del cesarismo, haciendo se respetase la autoridad del poder legítimo, [haciendo] se guardasen los derechos de los ciudadanos para que todos viviesen en libertad, conforme a las leyes mandadas, según los dictámenes de la recta razón?».
Este error perniciosísimo, como tantos otros, trae su origen del funesto protestantismo. «Levántase –dice Balmes– el pecho con generosa indignación al oír que se achaca a la religión de Jesucristo la tendencia a esclavizar. Cierto es que, si se confunde el espíritu de verdadera libertad, con el espíritu de los demagogos, no se le encuentra en el catolicismo; pero, si no se quiere trastocar monstruosamente los nombres, si se da a la palabra libertad su acepción más razonable, más justa, más provechosa, más dulce, entonces la religión católica puede reclamar la gratitud del humano linaje: ella ha civilizado las naciones que la han profesado, y la civilización es la verdadera libertad».
Sirve de base a esta doctrina tan perniciosa, el error gravísimo y funestísimo que afirma la igualdad de derecho de todos los cultos y la licitud de todas las religiones, cualesquiera que ellas sean.
Ha habido, en estos últimos tiempos, un empeño sectario en hermanar la verdad con el error, provocando conferencias entre las diversas religiones, que han sido siempre manifiestamente condenadas por la Iglesia.
El actual Soberano Pontífice, Pío XII, felizmente reinante, en 5 de Junio de 1948, ha prohibido a los católicos participar en el Congreso Mundial de las Iglesias, en Amsterdam:
«Como se ha podido comprobar –dice el decreto– que en varios países, contrariamente a lo que disponen las órdenes de los sagrados cánones y sin previa autorización de la Santa Sede, se han celebrado convenciones entre católicos y no católicos, en las que se han tratado cuestiones de fe, se recuerda, de conformidad con el párrafo 3.º de la ley canónica 1325, que está prohibido participar en tales asambleas, sin la previa autorización de la Santa Sede. Aún es menos permitido que los católicos convoquen y organicen tales congresos. Por lo tanto, la Sagrada Congregación impone el exacto cumplimiento de estas prescripciones. Deben ser especialmente observadas cuando éstas se refieren a los llamados Congresos Ecuménicos, en los que los católicos, tanto seglares como clérigos, no pueden de ninguna manera participar, sin la previa autorización de la Santa Sede».
La libertad de cultos, fuente emponzoñada de innumerables males morales
Nos lamentamos frecuentemente, venerables Hermanos y amadísimos Hijos, del diluvio de males que inunda el mundo en la época actual. Es cierto que no ha habido época en la historia, en que la Iglesia no se haya lamentado de esta perversión de las doctrinas y de las costumbres que pone en grave riesgo a la humanidad. Mas, no cabe duda alguna que la libertad de cultos, proclamada como conquista de la época moderna, en los sitios donde se ha implantado ha sido y es fuente emponzoñada del más repugnante libertinaje.
Con cuánta razón exclamaba San Agustín: «¡Qué peor muerte para el alma que la libertad del error!».
Pensamiento que desarrolla en su Encíclica «Libertas» de 20 de Junio de 1888, el Soberano Pontífice León XIII, diciendo: «La libertad degenera en vicio y aun en abierta licencia, cuando se usa destempladamente, postergando la verdad y la justicia».
Por sus maravillosas enseñanzas contenidas en sus admirables Encíclicas, bien puede denominarse el Papa León XIII, el Pontífice de la libertad.
En su Encíclica «Immortale Dei» de 1 de Noviembre de 1885, proclama el Soberano Pontífice la doctrina de que «ésas que llaman libertades, bastante ha enseñado la experiencia a qué resultado conducen en el gobierno del Estado, habiendo engendrado, en todas partes, tales efectos que justamente han traído el desengaño y el arrepentimiento a los hombres verdaderamente honrados y prudentes».
La llamada libertad de cultos es, tal vez, la más funesta entre todas las libertades de perdición, ya que quebranta todas las leyes que pueden contener los vicios y abre la puerta a todos los abusos morales.
Muchas veces se ha alegado el amor a la patria como justificante de esta libertad de cultos perniciosísima, error que combate el Papa Pío XI, en su Encíclica «Mit brennender Sorge» de 14 de Marzo de 1937: «No es lícito –dice– a quien canta el himno de la fidelidad a la patria terrena, convertirse en tránsfuga y traidor con la infidelidad a su Dios, a su Iglesia y a su Patria eterna».
Es verdad, Hermanos e Hijos muy amados, que entre nosotros todavía, por la misericordia de Dios, no se habla de libertad de cultos; pero es necesario vivir muy alerta. Lo advierte prudentemente un eminente escritor de nuestros días:
«En esto sí que han de levantar la voz todos los católicos españoles y exclamar y exigir que se reprima con mano fuerte, esa libertad de corromper las almas que va envuelta en la de emitir sus opiniones, tal como de hecho se ve tolerada, aunque según hemos visto, es abiertamente ilegal por ser opuesta a la misma Constitución».
Para conseguirlo es necesario revestirse, con espíritu de Dios, de fortaleza, en esta lucha entablada con el espíritu del mal, recordando las palabras de San León: «Es gran piedad patentizar los escondrijos de los impíos y vencer en ellos al mismo diablo».
La libertad de cultos es una de las libertades de perdición
No hemos dudado en calificar a la libertad de cultos de una de las libertades más funestas de perdición.
Es tan grande la ignorancia de nuestros tiempos que muchos se convierten en propagadores y defensores de estas libertades de perdición que no entienden.
Un apologista moderno, tratando de ellas, pone el dedo en la llaga al afirmar:
«¿Qué entienden por libertad de cultos los que la demandan? La de profesar la religión que les acomode o de no profesar alguna, si les parece. Quisieran también que por tal libertad, no se metiese la ley nunca en nada referente a la religión, ni se cuidase poco ni mucho de lo que hagan los particulares en este asunto.
»Para demostrar ahora el absurdo y la injusticia de semejante libertad, bastará despojarla de las frases con que viene confusamente manifestada y ponerla en claro, con otros términos, según la significación única que puede tener para nosotros.
»La libertad de cultos, en los países católicos, es el derecho de construir mezquitas, levantar sinagogas, hacer pagodas, erigir altares al sol, a la luna, al fuego, etc., y esto al lado de la Iglesia del único y verdadero Dios, en presencia de los altares de nuestro Salvador Jesucristo. Tal es la libertad de cultos.
»Ni diga nadie que se recurre a lo peor; y que los defensores de la libertad de cultos quieren librarse sólo de las pretensiones de la Iglesia; porque la libertad de cultos, en abstracto, reúne todos aquellos errores y, en concreto, hace peor aún, porque a proclamar llega el ateísmo, que es más funesto que la idolatría, por cuanto, si yerra el idólatra en suponer la divinidad en donde no existe, el ateo la desconoce absolutamente».
Con gran previsión, el celebérrimo P. Mariana, S.J. hacía esta observación que ponía en relieve que la libertad de cultos, que destruye la religión verdadera, es una funesta libertad de perdición:
«La religión –decía– es un fuerte vínculo para unir estrechamente los ciudadanos con el Estado, pues que sólo permaneciendo la religión incólume pueden subsistir las leyes nacionales, mientras que estando en decadencia la religión, decaen también y vienen a gran ruina todos los intereses de la patria».
Presentía ya los gravísimos estragos que había de producir en la Iglesia este libertinaje, el primer Papa, San Pedro, quien advertía a los católicos de todos los tiempos:
«Verdad es que hubo falsos profetas en el antiguo pueblo de Dios, así como se verán entre vosotros maestros embusteros que introducirán con disimulo sectas de perdición. Estos tales son fuentes sin agua y tinieblas que se mueven a todas partes, para los cuales está reservado el abismo de perdición. Porque profiriendo discursos pomposos, llenos de vanidad, atraen con cebos de apetitos carnales y prometen libertad cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción; pues, quien de otro es vencido, por lo mismo queda esclavo del que venció, y ellos han sido vencidos por el error y por el mal» (2 Pet. 2, 17 y ss.).
No debemos maravillarnos, Hermanos e Hijos muy amados, que tratándose de un riesgo tan grave para las almas, desde la Cátedra de la verdad, los Soberanos Pontífices insistan, una y muchas veces, en apercibirnos de este peligro gravísimo.
León XIII, en su Encíclica «Libertas» nos dice:
«No es lícito de ninguna manera pedir, defender, conceder la libertad de pensar, de escribir, de enseñar, ni tampoco la de cultos, como otros tantos derechos dados al hombre. Pues, si se los hubiera dado, en efecto, habría derecho para no reconocer el imperio de Dios, y ninguna ley podría moderar la libertad del hombre.
»Síguese también que, si hay justas causas, podrán tolerarse estas libertades, pero con determinada moderación, para que no degeneren en liviandad e insolencia. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas para el bien de los ciudadanos, pero sientan de ellas lo mismo que la Iglesia siente, porque toda libertad puede reputarse legítima, con tal que aumente la facilidad de obrar el bien: fuera de eso nunca».
Y el Papa del Syllabus, el inmortal Pío IX, en su Encíclica «Qui pluribus» de 9 de Noviembre de 1846, nos señalaba, con toda claridad, este peligro y nos exhortaba a precavernos de él diciendo:
«Con todo empeño se patenticen las insidias, errores, engaños y maquinaciones, ante el pueblo fiel, y se libre a éste de leer libros perniciosos, exhortándole con asiduidad a que, huyendo de la compañía de los impíos y sus sectas, como de la vista de la serpiente, evite con sumo cuidado todo aquello que vaya contra la fe, la religión y la integridad de las costumbres».
La libertad de cultos no es un derecho de los pueblos, ni un ideal de la civilización moderna
Parece mentira que muchos espíritus frívolos, no obstante gloriarse de católicos, se hayan dejado seducir por estas falsas ideas llamadas conquistas de la civilización.
Todavía es tolerable este lenguaje, en labios de los que están dominados por el error «y están sentados en las tinieblas y sombras de la muerte» (Ps. 106, 10). Por esto, juzgamos conveniente, antes de terminar esta Nuestra Instrucción pastoral sobre la libertad de cultos, llamaros la atención sobre la espantosa confusión que reina en nuestros días a este propósito.
Un notable apologista moderno expone diáfanamente esta doctrina fundamental de la Iglesia.
«Se dice –escribe este autor– que la libertad de cultos es una de las conquistas preciosas de la época moderna, y se añade «que la religión es un deber que todo individuo tiene para con la divinidad y que tócale, por tanto, a cada uno pensar en él». Esto es muy falso, porque, si bien la religión es un deber aun de cada individuo, lo es igualmente de la sociedad entera. Dios no es Señor sólo de los individuos, es Soberano y Autor también de la sociedad, por lo cual no se puede prescindir de un culto que se le preste a nombre de toda la sociedad y en el cual tome parte.
»Poner en duda esta verdad es proscribir lo que han confirmado, con su ejemplo, hasta los pueblos más incultos de la tierra.
»Pero, al menos, en lo que se refiere al deber individual, ¿no deberá intervenir la sociedad en nada? Si se trata de una sociedad pagana o heterodoxa que no posee la verdad infalible, ni hay quien se la enseña con autoridad, no tendrán más derecho los gobernantes que el de prescribir lo que lastima evidentemente las leyes mismas de la naturaleza. Pero, si se trata de una sociedad católica que infaliblemente posee la verdad, por tener el magisterio infalible de la Iglesia, no podrán indicar ellos mismos lo que se debe hacer y lo que se debe omitir, en materia de culto, por corresponder esto, esencialmente, a quien posee la autoridad de definir infaliblemente. La Iglesia tiene la obligación y el derecho de proteger exteriormente el tesoro de verdad que posee en su culto; y tiene este derecho porque se lo da la misma verdad infaliblemente conocida. Y no hay sobre la tierra quien lo tenga mayor que la verdad.
»Si tal culto, ciertamente verdadero, es por añadidura el único que se practica en un país, en un pueblo o en una nación, tanto más se le deberá defender, cuanto que, sobre constituir el bien espiritual y eterno de los individuos, es un bien temporal y grandísimo de toda la sociedad, en la que fomenta la unión y la concordia, que son los bienes más deseables de todos los terrenos.
»¿Quién no ve la gran injusticia y el absurdo, al sostener en nuestra patria la libertad de cultos?
»Es lo mismo que decir a quien posee la verdad, que tiene derecho a defender el error; a quien está unido por la caridad con sus hermanos, que tiene derecho a enemistarles; y sostener que la autoridad social no tiene derecho a garantir la unidad de su culto, equivale a decir que la autoridad establecida para el sostenimiento del orden, no tiene derecho a conservarlo».
Agudamente hace observar el meritísimo autor de «El liberalismo es pecado», el insigne sacerdote Sardá y Salvany:
«¿A qué decretar –se pregunta– la libertad de cultos, si en España no hay más culto que el verdadero? ¡Cómo ciega el odio contra la verdad! No podía haber libertad de cultos porque no había cultos que libertar; pero se hizo que vinieran del extranjero, para tener el gusto de mostrarles a la Europa como prueba de nuestros progresos».
No se trata tan sólo de una cuestión teórica y opinable; en el fondo se ventila una cuestión importantísima que los impíos pasan por alto y que a los católicos nos interesa hacer resaltar.
Es la doctrina que exponía, en su Alocución de 9 de Diciembre de 1854, el Papa Pío IX, diciendo:
«La fe obliga a creer que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Apostólica Romana, la cual es la única arca de salvación, fuera de la cual perecerá quien quiera que no entre».
Queremos terminar, venerables Hermanos y muy amados Hijos, como con broche de oro, esta Nuestra Instrucción pastoral, con unas palabras autorizadísimas del Santo Padre Pío XII, en su Exhortación de 10 de Febrero de 1952:
«Millones y millones de hombres claman por un cambio de ruta y miran a la Iglesia de Cristo como a poderoso y único timonel que, respetando la libertad humana, pueda ponerse a la cabeza de tan grande empresa (de rehacer al mundo) y suplican con palabras clarísimas que sea Ella su guía».
Quiera el Señor preservarnos de tantos males, como por doquier nos cercan, y conservarnos, como a nuestros padres, en la pureza de la santa fe y en la práctica de las doctrinas de la Santa Iglesia.
Gracia que no dudamos obtener de la mediación de la Omnipotencia suplicante, María Santísima, de la cual canta la Iglesia que aplastó todas las herejías en todo el mundo (Off. comm. fest. B.M.V. in III noct.).
Prenda de los divinos favores que para todos imploramos, sea la bendición que os damos en el Nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.
Sevilla, 8 de Septiembre de 1952.
† PEDRO CARDENAL SEGURA Y SAENZ
ARZOBISPO DE SEVILLA
(Esta Instrucción pastoral será leída al pueblo fiel, según costumbre).
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