Racionalidad II: Arqueologismo.



Si de verdad queremos que la Iglesia salga renovada y fortalecida de la crisis por la que está atravesando, debemos hacer las cosas seriamente, y nuestras observaciones y críticas, para que sean realmente efectivas, deben ser racionales. Si nos vamos en declaraciones rimbombantes, alegatos firmados por centenares de buenos católicos y rosarios con aparato frente al Castel Sant’Angelo, la verdad es que mucho no vamos a conseguir. Y las pruebas están a la vista. En definitiva, se trata de enfrentar la realidad tal como es y sin interponer nuestros prejuicios y los diktaten emanados de autoridades muchas veces autoconstituidas.

Hace unos días publiqué un breve y sintético repaso histórico sobre la evolución del tema del celibato eclesiástico en la iglesia latina, con el fin explícito de mostrar que los sacerdotes célibes siempre fueron el deseo de los concilios, papas y doctores pero que la norma fue resistida y sólo recientemente —luego de Trento—, pudo ser aplicada de modo permanente y universal. Con lo que, si la posibilidad de ordenar hombres casados se había discutido en el sínodo de la Amazonia, eso no significaba el acabose de la Iglesia, pues era ésta una agitación por la que había pasado muchas veces en la historia.

Junto a varias y valiosas reacciones racionales a la entrada, hubo otras que no lo fueron. Muchos aseguraron que el elenco histórico propuesto no hacía más que avivar la posibilidad de eliminar el celibato. Eliminemos la historia, entonces, y construyamos un relato, parece ser la solución que proponen. Otros señalaron que el problema es que yo soy un encubierto defensor de Bergoglio; cualquier cosa que diga, entonces, estará viciada. Frente a semejante argumento, no tengo otra respuesta más que lo que he escrito en esta misma página desde 2013 a esta parte. Otro, con una agudeza destacable, constató que yo no digo en el post que el concilio de Trullo no ha sido aceptado por la iglesia romana lo cual, como queda claro, cambia completamente la situación… En fin, que si esta es la resistencia que ofrecemos a los enemigos de la Iglesia que se han enquistado dentro de ella, me temo que la victoria no será nuestra.
Una de la objeciones que recibí y que más me sorprendió es la que aseguraba que el abandono del celibato significaría un error de arqueologismo. Esto terminó de fastidiarme porque se trata de un sanbenito que de tanto en tanto aparece en los comentarios. “Arqueologismo”, espetan, y con ese rótulo ya dan por solucionado el problema. Y yo me temo que muchos han escuchado esa palabreja a algún curita que se la leyó a Bonneterre, autoridad suprema e indiscutible, y de ahí en más la usan para fijar a cualquier cosa que les huela a viejo y no les gusta. Veamos entonces, qué es el arqueologismo, cuándo debe ser aplicado y también, los peligros que trae el andar meneándolo.

El término aparece en la encíclica Mediator Dei del Papa Pío XII, de 1947. Se trata de un documento en el que el Papa Pacelli salió a “marcarle la cancha” al Movimiento Litúrgico que había comenzado ya con sus experimentos y sus presiones para reformar la misa, lo que obtuvieron en parte durante ese mismo pontificado, y en parte luego del Vaticano II. En el nº 82 dice: “Tal manera de pensar y de obrar hace revivir, efectivamente, el excesivo e insano arqueologismo despertado por el ilegítimo concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar los múltiples errores que un día provocaron aquel conciliábulo y los que de él se siguieron,…” (Haec enim cogitandi agendique ratio nimiam illam reviviscere iubet atque insanam antiquitatum cupidinem.)… El sínodo al que hace referencia tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVIII y fue condenado por el Papa Pío VI. En él se proponían una serie de reformas de la Iglesia, muchas de las cuales estaban falsamente basadas en un supuesto retorno a las costumbres y organización primitiva de la Iglesia. En el fondo, se trató de un intento galicano de volver a las iglesias nacionales más o menos independientes de Roma.



Para nuestro interés, lo primero que observamos es que el texto latino habla de un “insano deseo por lo antiguo —insanam antiquitatum cupidinem— que el traductor simplificó por “arqueologismo” dado a luz la bendita palabrita. Pío XII condena un “excesivo e insano arqueologismo” por lo que, en buena lógica, existiría un “deseo por las cosas antiguas” o una vuelta a las fuentes litúrgicas primitivas, que no sería insano en tanto no fuera excesivo y que, consecuentemente, no sería arqueologismo y ni siquiera tendría que ver con la arqueología. Esto lo había explicitado ya en el nº 79, donde dice: “Es en verdad cosa prudente y digna de toda alabanza volver de nuevo, con la inteligencia y el espíritu, a las fuentes de la sagrada liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye mucho a comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor profundidad y exactitud en el sentido de las ceremonias” (Ad sacrae Liturgiae fontes mente animoque redire sapiens profecto ac laudabilissima res est,…). Es decir, no está condenado de ninguna manera el empeño y la voluntad de muchos de retornar al estudio de los antiguos ritos de la Iglesia e incluso de restaurar aquello que puede ser lícitamente —es decir, con la autorización de la Santa Sede— restaurado. Y me refiero, por ejemplo, a la restauración de los ritos de Semana Santa previos a la reforma de Pío XII, que muchos consideran un intento “arqueologista”.

Incluso, por qué no pensar en restaurar los ritos latinos que no fueron abolidos por San Píos V puesto que tenía más de dos siglos de antigüedad, y que estaban en igualdad de condiciones de algunos ritos vigentes aún hoy como el mozárabe en Toledo, el bracarense en Braga o el ambrosiano en Milán. Recordemos que la iglesia latina tenía variedad de ritos que, sin ser demasiado diferentes entre sí, eran una muestra de su riqueza y diversidad de origen. La leyenda piadosa dice que estos ritos cayeron en desuso debido a que reconocieron la superioridad del rito romano. Lo cierto es que las razones fueron bastante más prosaicas. Que una diócesis francesa, por ejemplo, conservara su rito propio implicaba que el obispo debía proveer misales y breviarios para sus sacerdotes, e imprimirlos era muy caro. Antes de la aparición de la imprenta, copiar un misal del rito parisino o un misal del rito romano, tenía el mismo precio puesto que significaba el mismo trabajo para el copista. Pero mandar a imprimir cien misales para las parroquias de París no es lo mismo que mandar a imprimir diez mil ejemplares para todas las parroquias del mundo. Una cuestión práctica y económica fue una de las razones -no la única claro-, por la que se adoptó de modo casi masivo el rito romano, perdiéndose en el camino ritos legítimos y venerables por su antigüedad.

Y sigue el Papa Pío XII en el mismo párrafo: “… pero, ciertamente, no es prudente y loable reducirlo todo, y de todas las maneras, a lo antiguo”. El error arqueologista sería considerar que es lícito volver a todo lo que es antiguo por el sólo hecho de serlo. Y pone ejemplos: “Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien quiere hacer desaparecer en las imágenes del Redentor Crucificado los dolores acerbísimos que Él ha sufrido; quien repudia y reprueba el canto polifónico, aunque esté conforme con las normas promulgadas por la Santa Sede” (80). Mucho me temo que, según el criterio del Papa Pacelli, gran parte de la reforma litúrgica del Vaticano II está condenada por arqueologista.
Como vemos, ser o no ser arqueologista o albergar un deseo ordenado o insano por las antigüedades, es una cuestión de equilibrio, hazaña que que no cualquiera puede acometer. Dicho de otro modo, el mote “arqueologismo” empuñado por manos equivocadas constituye un arma peligrosa que puede provocar daños irreparables. Nunca es buena idea proveer a un mono de navaja.



Un modernista podría utilizar el argumento en contra de nosotros. El propio Pío XII dice en el nº 81: “…cuando se trata de la sagrada liturgia, no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las circunstancias”. ¿No caerían en esta condenada la FSSPX, o la FSSP o cualquiera de los otros institutos que conservan la liturgia tradicional? De hecho, ellos “desean los antiguos ritos” y “repudian las nuevas normas”. Claro que el entuerto puede resolverse rápidamente, pero un modernista sin demasiados escrúpulos y sin ganas de pensar, podría acusarlos —y acusarme— de arqueologista.

Algunos tradicionalistas que blanden el arqueologismo con demasiada facilidad, podrían verse en aprietos si leen lo siguiente: “En la edad primitiva acudían más numerosos los fieles a estas horas litúrgicas [vísperas]; pero tal costumbre se perdió poco a poco, y, como acabamos de decir, al presente su rezo es obligatorio sólo para el clero y para los religiosos. […] …procurad que [el rezo de vísperas por parte de los fieles] se instaure de nuevo dentro de lo posible”. Fácilmente dirían que se trata de una propuesta arqueologista ya que se pretende de un modo declarado hacer revivir una costumbre primitiva. El problema es que quien pide tal restauración es el mismo Pío XII en la misma Mediator Dei (nº 184-185).

Y esos mismos tradicionalistas podrían verse también en problemas si nos enfocamos en la cuestión eucarística. Uno de los argumentos con los cuales se obtuvo la posibilidad de comulgar en la mano es, ciertamente, arqueologista, pues se pretende volver a la costumbre que tenían los primeros cristianos para recibir la eucaristía según lo relata San Cirilo de Jerusalén. Pero, podríamos preguntarnos, ¿por qué no es arqueologista el retorno a la comunión diaria? Sabemos, porque nos los dice San Basilio, que los fieles comulgaban diariamente durante los primeros siglos, pero luego este uso desapareció y la costumbre que se mantuvo en la iglesia durante mil quinientos años fue la de comulgar pocas veces al años (dos o tres; a lo sumo, todos los domingos en algunos pocos lugares o comunidades) pero jamás todos los días. Y esto fue así hasta fines del siglo XIX (recordemos la alegría de Santa Teresita cuando su confesor le permite comulgar extraordinariamente en todas las fiestas importantes). Bien podríamos argüir que el decreto Sacra tridentina synodus de 1905, por el que la Sagrada Congregación de Ritos alentó la comunión frecuente e incluso diaria, fue una disposición arqueologista, pues se proponía volver a una costumbre de los primeros cristianos que había sido descartada durante quince siglos.

En fin, vuelvo al comienzo. Los problemas de la Iglesia no se resuelven con discusiones de bloggers, y tampoco se resuelven en cafés filosóficos o teológicos. Las cosas hay que hacerlas aplicando la razón y estudiando seriamente. Ya tuvimos la experiencia de lo que sucede cuando se improvisa y cuando se deja todo librado a la buena voluntad e iniciativa de piadosos personajes: perdemos. Y eso fue lo que ocurrió en el Vaticano II, como bien lo demuestra el libro del Prof. Roberto de Mattei en su libro.

Qué no nos ocurra lo mismo cuando haya que arremangarse para reconstruir las ruinas que nos deja este pontificado.

The Wanderer: Racionalidad II: Arqueologismo