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Tema: Carlismo: ¿qué me recomendáis?

  1. #161
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    Re: Respuesta: Carlismo: ¿qué me recomendáis?

    El liberal Cabrinetti no era general, era brigadier inferior al general, y que actualmente ha desaparecido como mando militar. Por tanto debe decirse brigadier Cabrinetti.

  2. #162
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    Re: Respuesta: Carlismo: ¿qué me recomendáis?











    Ordóñez dio el Víctor.
    Militia est vita hominis super terram et sicut dies mercenarii dies ejus. (Job VII,1)

  3. #163
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    Re: Respuesta: Carlismo: ¿qué me recomendáis?

    Memorias de María de las Nieves de Braganza y Borbón, esposa de Don Alfonso Carlos I:

    http://www.carlismo.es/librosElectro...elasNieves.pdf
    Última edición por Rodrigo; 18/05/2013 a las 15:16
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  4. #164
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    Re: Respuesta: Carlismo: ¿qué me recomendáis?

    Carta de don Carlos de Borbón y Austria a su hermano Alfonso, 30 de junio de 1869

    Descargar versión en PDF Mi querido hermano: En folletos y periódicos se han dado a conocer bastante mis ideas y sentimientos de hombre y de Rey. Cediendo, sin embargo, al general vehementísimo deseo que ha llegado hasta mí desde todos los pueblos de la Península, escribo esta carta, en que no hablo sólo al hermano de mi corazón, sino a todos los españoles, sin excepción alguna, que también son mis hermanos.

    Yo no puedo, mi querido Alfonso, presentarme a España como pretendiente a la Corona; yo debo creer y creo que la Corona de España está ya puesta sobre mi frente por la santa mano de la ley. Con ese derecho nací, que es al propio tiempo obligación sagrada; mas deseo que ese derecho mío sea confirmado por el amor de mi pueblo. Mi obligación, por lo demás, es consagrar a este pueblo todos mis pensamientos y todas mis fuerzas; morir por él o salvarle.

    Decir que aspiro a ser Rey de España y no de un partido es casi vulgaridad; porque ¿qué hombre digno de ser Rey se contenta con serlo de un partido? Yo no debo ni quiero ser Rey sino de todos los españoles; a ninguno rechazo, ni a los que se digan mis enemigos, porque un Rey no puede tener enemigos; a todos llamo y les llamo afectuosamente en nombre de la patria, y si de todos no necesito para subir al trono de mis mayores, quizá necesite de todos para establecer sobre sólidas bases la gobernación del Estado y dar fecunda paz y libertad verdadera a mi amadísima patria.

    Cuando pienso en qué deberá hacerse para conseguir tan altos fines, pone miedo en mi corazón la magnitud de la empresa.
    Yo sé que tengo el deseo ardiente de acometerla y la resuelta voluntad de terminarla, mas no se me esconde que las dificultades son imponderables, y que no sería hacedero vencerlas sin el consejo de los varones más imparciales y probos del reino, congregados en Cortes que verdaderamente representen todas las fuerzas vivas y todos sus elementos conservadores. Yo daré con esas Cortes a España una ley fundamental que, según expresé en mi carta a los soberanos de Europa, espero que ha de ser definitiva y española.

    La España antigua necesitaba de grandes reformas; en la España moderna ha habido grandes trastornos. Mucho se ha destruido, poco se ha reformado. Murieron antiguas instituciones, algunas de las cuales no pueden renacer; hace intentado crear otras nuevas, que ayer vinieron a la luz y se están muriendo ya. Con haberse hecho tanto, está por hacerse casi todo. Hay que acometer una obra inmensa de reconstrucción social y política, levantando en este país desolado, sobre bases cuya bondad acreditan los siglos, un edificio grandioso en que puedan tener cabida todos los intereses legítimos y todas las opiniones regionales.

    No me engaño, hermano mío, al asegurarte que España tiene hambre y sed de justicia, que siente la urgentísima e imperiosa necesidad de un gobierno digno y enérgico, justiciero y honrado, y que ansiosamente espera a que en su dilatado imperio reine la ley, a la cual debemos estar todos sujetos, grandes y pequeños.

    España no quiere que se ultraje ni ofenda la ley de sus padres; y poseyendo en el catolicismo la verdad, comprende que si ha de llenar cumplidamente su encargo divino, la Iglesia ha de ser libre.

    Sabiendo y no olvidando que el siglo XIX no es el XVI, España está resuelta a conservar a todo trance la unidad católica, símbolo de nuestras glorias patrias, espíritu de nuestras leyes, bendito lazo de unión entre todos los españoles.

    El pueblo español, amaestrado por una experiencia dolorosa, desea en verdad que su Rey sea Rey de veras, y no sombra de Rey; y que sean sus Cortes ordenada y pacífica junta de independientes e incorruptibles procuradores de los pueblos, pero no asambleas tumultuosas y estériles de diputados y empleados o de diputados pretendientes, de mayorías serviles y de minorías sediciosas.

    Ama el pueblo español la descentralización y siempre la amó, y bien sabes, hermano mío, que si cumpliera mi deseo, así como el espíritu revolucionario pretende igualar las provincias vascas a las restantes de España, éstas semejarían o se igualarían en su régimen interior con aquellas afortunadas provincias.

    Yo quiero que el municipio tenga vida próspera y propia, y que la tenga la provincia, pero viendo, sin embargo, y procurando evitar abusos posibles.

    Mi pensamiento fijo, mi deseo constante, es cabalmente dar a España lo que no tiene, a pesar de mentidas vociferaciones de algunos ilusos; es dar a España la amada libertad que sólo conoce de nombre; la libertad que es hija del evangelio, no el liberalismo que es hijo de la protesta; la libertad, que es al fin el reinado de las leyes cuando las leyes son justas, esto es, conforme al derecho de la naturaleza, al derecho de Dios.

    Nosotros, hijos de Reyes, reconocemos que no es el pueblo para el Rey, sino el Rey para el pueblo; que un Rey debe ser el hombre más honrado de su pueblo, como es el primer caballero: que un Rey debe honrarse con el título especial de padre de los pobres y tutor de los débiles.

    Hay en la actualidad, mi querido Alfonso, una cuestión temerosísima: la cuestión de Hacienda. Espanta el considerar el déficit en la española; no bastan a cubrirlo las fuerzas productoras del país; la bancarrota es inminente. Yo no sé si puede salvarse a España de esta catástrofe; pero si es posible, sólo su Rey legítimo la puede salvar.

    Una inquebrantable voluntad obra maravillas. Si el país está pobre, vivan pobremente hasta los ministros, hasta el mismo Rey. Si el Rey es el primero en dar ejemplo, todo será llano; suprimir ministros y reducir provincias y disminuir empleos y moralizar la Administración, al mismo tiempo que se fomente la agricultura, proteja la industria y aliente el comercio. Salvar la Hacienda y el crédito de España es empresa titánica a la que todos debemos contribuir, Gobierno y pueblo. Menester es que mientras se hagan milagros de economía seamos todos muy españoles, estimando en mucho las cosas del país, apeteciendo sólo las útiles del extranjero.

    Creo, por lo demás, comprender lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en ciertas teorías modernas, y, por lo tanto, aplicadas a España, reputo por error muy funesto la libertad del comercio que Francia repugna y rechazan los Estados Unidos. Entiendo, por el contrario, que se debe proteger eficazmente la industria nacional. Progresar, protegiendo, debe ser nuestra fórmula.

    Engaña al pueblo quien le diga que es Rey; pero es verdad que la virtud y el saber son la principal nobleza; que la persona del mendigo es tan sagrada como la del prócer; que la ley debe guardar así las puertas del palacio como las puertas de la cabaña; que conviene crear instituciones nuevas si las antiguas no bastasen para evitar que la grandeza y la riqueza abusen de la pobreza y la humildad; que debiendo hacerse justicia igualmente a todos y conservar a todos igualmente sus derechos, le está bien a un Gobierno previsor mirar especialmente a los pequeños, y directa e indirectamente procurar que no falte el trabajo a los pobres y que puedan sus hijos que hayan recibido de Dios un claro entendimiento adquirir la ciencia que, acompañada de la virtud, les allane el camino hasta las más altas dignidades del Estado.

    La España antigua fue buena para los pueblos; no lo ha sido la revolución. La parte del pueblo que hoy sueña en la República va ya entreviendo la verdad; al fin se verá clara y potente como la luz y verá que la Monarquía cristiana puede hacer en su favor lo que nunca harán 300 reyezuelos disputando en una asamblea clamorosa. Los partidos, o los jefes de los partidos, codician honores, o riquezas, o imperio; pero ¿qué puede apetecer en el mundo un Rey cristiano, sino el bien de su pueblo? ¿Qué le puede faltar a ese Rey en el mundo, para ser feliz, sino el amor de su pueblo?

    Pensando y sintiendo así, querido Alfonso, soy fiel a las buenas tradiciones de la antigua y gloriosa Monarquía española, y creo a la vez ser hombre del tiempo presente que no desatiende el porvenir.

    FUENTE: Conde de RODEZNO: Carlos VII. Duque de Madrid. Madrid, Espasa-Calpe, 1929, pp. 104-112.
    Última edición por Rodrigo; 30/05/2013 a las 18:02
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  5. #165
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    Re: Carlismo: ¿qué me recomendáis?

    Roman Oyarzun: Historia del Carlismo

    E-Book: Oyarzun-Historia Del Carlismo
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  6. #166
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    Re: Carlismo: ¿qué me recomendáis?

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  7. #167
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    Re: Carlismo: ¿qué me recomendáis?

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Ellos y nosotros (historia del carlismo y del liberalismo en pocas líneas).

    ELLOS Y NOSOTROS
    HAGAMOS HISTORIA

    Calumnia que algo queda, era la máxima de Voltaire a sus secuaces. Y se conoce que los liberales son sus aprovechados discípulos; no olvidan nunca el consejo de su maestro. Un periódico ha preguntado al Gobierno:
    «¿Sabe la autoridad algo de la organización militar que en Estella y otros centros donde domina el carlismo están llevando a cabo con el objeto de defender a un Dios que nadie ofende, a una Patria que no es la suya, y a un Rey que jamás lo será?»


    Se necesita frescura para combatir todavía al carlismo los que nos han traído las siete plagas de Egipto elevadas a la quinta potencia. Analicemos el gracioso parrafito con la imparcialidad que el caso requiere. A Dios se le ofende en las calles, blasfemando su santo Nombre, sin que la autoridad lo prohiba; cinismo que agrava más y más la ofensa inferida: ya ve el periódico liberal que miente como un bellaco al afirmar que no se le ofende.

    «Una Patria que no es la suya»; pues, alma mía, ¿acaso hemos nacido los carlistas en las Batuecas? Si mientras más tiempo se posee una cosa, mayor derecho hay a su posesión, veamos de quién es esta Patria.

    Nacimos con Recaredo y asistimos a los concilios de Toledo, aquellas famosas asambleas religioso-políticas en las que se formaban leyes sabias y justas que constituyeron la verdadera nacionalidad española (589).

    «Esta es la bandera heredada de mi padre».
    Grabado de 1875 (fuente)

    Sostuvimos la monarquía goda hasta que Rodrigo la hizo imposible, acompañándole después a la batalla del Guadalete (711): allí se determinó una división funesta e inevitable; los traidores y perjuros desertaron con el conde D. Julián y D. Opas, presentándose a Tarif para hundir el puñal agareno en las entrañas de la Patria...
    Nosotros quedamos sin Rey ni Caudillo, pero agrupados en torno de nuestra gloriosa bandera marchamos a Asturias, y en las asperezas del monte Auseba alzamos un Príncipe y constituimos un reino: Pelayo nos dirigió en Covadonga, cuya gruta fue a la vez templo, alcázar y fuerte (718).

    Vencimos en Roncesvalles a la flor y nata de los caballeros franceses; y en Clavijo nos batimos a las órdenes de Santiago el Mayor, aunque los autores liberales consideren su aparición fabulosa. A las órdenes de Alfonso VIII peleamos en las Navas de Tolosa, derrotando a los moros de España, que unidos a los leones africanos mandaba Miramamolín.

    Nos apoderamos de Córdoba y Sevilla con san Fernando y Garci-Perez de Vargas. Y en la vega de Granada presenciamos el desafío de Atarfe, triunfando el Ave María colocada sobre la poderosa lanza de Garcilaso de la Vega, y entrando después en la Corte de Boabdil, la poética ciudad de los cármenes, llamada por nuestros historiadores la sultana de las mil torres.

    Embarcados con Colón en frágiles embarcaciones descubrimos un mundo nuevo, conquistándolo después con Cortés en las batallas de Otumba y Tlascala, y con Pizarro y Almagro en las llanuras del Perú, o en la formidable cordillera de los Andes.

    Bajo el imperio de Carlos I vencimos en Pavía, en cuya batalla aprisionamos al Monarca francés y dominamos a Italia. Y Felipe II nos admiró en Lepanto y en Flandes guiados por D. Juan de Austria y el duque de Alba.

    Más tarde, en 1808, el coloso del siglo y dueño absoluto de Europa pretendió dominarnos, y ese gigante murió en la isla de Santa Elena, vencido y derrotado por unos cuantos paisanos, dispuestos siempre a luchar por su Dios, por su Patria y por su Rey.

    Esta es nuestra historia. Veamos el origen del liberalismo.

    Nació en las Cortes de Cádiz, aquella tumultuosa asamblea que aprisionó a su Rey cuando salía de las garras de Napoleón, teniendo que venir 100.000 franceses a libertarlo. Amargaron los últimos instantes de su vida, forzándole a quebrantar las leyes seculares de España y dejando a su patria sumida en una guerra civil, protegiendo al parecer los supuestos derechos de una niña, que después se encargaron de corromper para más fácil destronarla.

    Ayudaron a Espartero (el héroe de Ayacucho) a expulsar a la regente M.ª Cristina de España, señora a quien el General y sus prosélitos debían cuanto eran. Y al poco tiempo estos mismos héroes arrojaban a Espartero de la regencia, marchando éste a Londres, donde pocos años antes habíase refugiado su augusta víctima.

    Revoluciones sin cuento y motines sin fin ensangrentaron el suelo de la Patria cuando nos pronosticaron, al abrazarse en Vergara al traidor Maroto, que se abría un horizonte de paz y de ventura. Y vino la guerra de África que pudo ser gloriosa, como la llamamos todos por puro patriotismo, resultando mucha sangre vertida, perdido el terreno conquistado, y 400 millones de ochavos morunos pagados no sé en cuántos plazos.

    Teniendo presente el testamento de Isabel la Católica y los patrióticos deseos de Cisneros, como asimismo la creencia y el derecho que asiste al pueblo español de extender su territorio por Marruecos, cuyas plazas conserva, el emperador Napoleón III, el conde de Montemolin seguido del partido carlista, algunos generales y ministros secundando las órdenes de Isabel II y su esposo, y la emperatriz Eugenia, que como española le halagaba el engrandecimiento de su patria, a la par que Napoleón veía en la posesión de España inutilizada la ambición de Inglaterra respecto del imperio Marroquí, se formó el proyecto de proclamar a Carlos VI rey de España, cuyo ánimo esforzado, auxiliado de su valiente partido, conquistaría el territorio que se extiende desde Ceuta al Atlas y desde las orillas de Argel al Atlántico.

    Tan vasto pensamiento embargó por el pronto y entusiasmó a sus autores, pero se arrepintieron de hacer algo grande quienes no habían nacido más que para arrebatarse el presupuesto. Habiendo iniciado el movimiento en San Carlos de la Rápita el general Ortega, capitán general de las Baleares, creyóse preciso fusilarle para justificar que era una insurrección y no un golpe de Estado preparado por el mismo poder.

    Tuvieron ocasión de hacer algo grande, y no lo hicieron. Pospusieron su ambición particular, mezcla de egoísmo y pequeñez, y España dejó sus hijos sacrificados cubriendo los campos de África, y quedamos todos tan satisfechos.

    Al grito de Viva España con honra se hizo la revolución de Septiembre, arrojando del trono a Isabel II, derramando tanta sangre al destituirla como habían derramado al proclamarla, y acusándola de no sé qué crímenes, como no fuera el de haberles sostenido en el poder, como su desgraciada madre.

    Esta es la historia del liberalismo, corta, pero aprovechada: imposible parece que en tan poco tiempo se haga tanto daño, como no se esté dispuesto a hacerlo. Después, la vergüenza de Melilla y los desaciertos de Cuba completan el cuadro de desventuras que llueve sobre esta Nación infortunada.

    «En cuanto a un Rey que jamás lo será», si los carlistas no estuviesen convencidos del triunfo de ese Rey, bastaría apreciar el odio con que dan la noticia y el deseo de precipitar al Gobierno en el camino de las persecuciones, para convencernos de la certeza que abrigamos cada vez mayor del advenimiento del carlismo. Las causas perdidas y los enemigos débiles causan lástima o desprecio, pero nunca odio.

    CARLOS CRUZ RODRÍGUEZ

    Extraído de: «Ellos y nosotros». Biblioteca Popular Carlista. Tomo VIII, febrero de 1896, páginas 16-19.

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  1. 03/10/2011, 04:35

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