DOCUMENTO 10
Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 19 – 29.
Bases institucionales de la Monarquía Española, o Bases de Estoril
Penetrado en la gravedad del momento en que vivimos, y decidido a no olvidar la trágica lección de los hechos, procede S. M. a recoger en estas líneas la médula de los principios históricos que forman la esencia propia de nuestra personalidad nacional, adaptándolos a las necesidades de los tiempos, en virtud de esa suprema eficacia renovadora de la Tradición, que es la vida misma de los pueblos.
Más de un siglo de desviación de la clara trayectoria por donde discurría el auténtico sentido nacional, las enormes conmociones sufridas durante este tiempo, el fracaso de los esfuerzos de cuantos pretendieron el recobro de España para sus destinos históricos, hicieron posible la inminente descomposición de la Patria, por cuya salvación se han realizado sacrificios sin par y de próxima e inolvidable memoria. La Monarquía, que, como Institución tuvo que estar desterrada de España para que se produjera la guerra civil, es el único régimen que, con carácter definitivo, puede darnos una paz duradera, producto de la aquiescencia de cuantos sienten los fundamentos esenciales.
La Monarquía legítima y tradicional, depositaria del patrimonio moral de tradiciones y aspiraciones que forman el alma colectiva, representante de las generaciones que a lo largo de los siglos formaron la Patria, defensora del vínculo de nacionalidad que no depende de las pasiones de un día, sino que tiene la permanencia de un lazo indisoluble, ha de comenzar por la reafirmación solemne de la Nación española como unidad histórica y política. Unidad potente e indestructible, jamás opuesta al reconocimiento de la riquísima variedad de sus elementos integrantes, que lejos de ser factor de criminal disociación, deben ser elemento de armónica integración en las líneas inmutables de la conformación hereditaria de la Patria.
Es la Nación española producto de una elaboración histórica en la que muy variados factores, morales unos y materiales otros, trabados en el curso de las edades por vigorosos principios unificadores, han creado un espíritu propio, un patrimonio moral, un alma; en una palabra, que debe ser al propio tiempo culto fervoroso del pasado, vigorosa afirmación de una actual voluntad de vivir y anhelo creador de un perfeccionamiento futuro. Esos poderosos principios que han reducido a unidad los variados y complejísimos elementos integrantes de nuestra personalidad nacional, han sido la Religión y la Monarquía.
Dio la Religión Católica a los pueblos de España la unidad suprema de la creencia; sin agotar su virtud regeneradora en el ámbito de la conciencia individual, penetró en las manifestaciones todas de la vida social, fundiendo en el crisol de un ideal común todo linaje de particularismos disolventes.
Un sistema, que no contento de quitar al Catolicismo su título de única Religión verdadera, olvidara o menospreciara su carácter de factor vital en la creación y conservación de la unidad patria, no haría más que preparar el camino de la disolución nacional.
Pero ese reconocimiento del valor trascendente de la Religión que profesa la mayoría de los españoles, no se opone, sin embargo, a que el poder público, por evidentes razones de prudencia política, permita, a quienes profesan otras creencias, el ejercicio privado del culto correspondiente, aunque no sea por igual título que el que a aquélla corresponde.
Al lado de la Religión aparece la Monarquía como principio fecundo de unificación política. En medio de las duras vicisitudes de los tiempos, en el transcurso de una evolución secular, la Realeza actúa como elemento promotor de armonía social, principio coordinador de tendencias disgregadoras, lazo de unión de intereses contrapuestos y fundente de núcleos políticamente diferenciados. Asiento de una soberanía histórica, titular de unos derechos que hunden sus raíces seculares en las capas más profundas de la vida social, la Monarquía restaurada no sería fiel a su altísima misión si no buscara su inspiración en los principios inmutables que han presidido la génesis y desenvolvimiento de la Patria española.
La unidad de Poder, que es atributo esencial de la soberanía, no se opone a una racional distinción y separación de funciones que, encarnadas en órganos de gestión diferenciados, actúen con la relativa independencia que el ejercicio de sus actividades exige, sin perjuicio de la suprema armonía que impone la prosecución del bien común.
Fiel a este principio fundamental, quiere la Monarquía compartir la función legislativa con un órgano que sea la más fiel expresión de la voluntad del país.
Ningún pueblo aventajó al nuestro en la práctica y en la defensa de las sanas instituciones representativas. Cuando en países que pasan por cuna de las públicas libertades comenzaba apenas a dibujarse un esbozo de limitación oligárquica de sus despóticos poderes, ya conocían y practicaban los Reinos Cristianos de la Península un sistema de representación perfectamente adecuado a la estructura social de los tiempos. Cuando, merced al influjo de legistas aduladores de los poderosos, triunfaba en Europa un nuevo cesarismo de inspiración pagana, nuestros grandes teólogos defendían la legítima participación de la comunidad en los problemas de la gobernación, y recordaban valientemente a los monarcas el cumplimiento de sus deberes para con sus pueblos.
Los falsos dogmas del individualismo abstracto redujeron la sociedad política a una mera suma de individuos, teóricamente iguales, olvidando que la Naturaleza, por un lado, y, por otro, el normal desenvolvimiento de las distintas actividades humanas, han creado una pluralidad de tipos asociativos, perfectos unos e imperfectos otros, completos éstos e incompletos aquéllos, en los cuales encuentra el hombre la posibilidad de realización de los fines que derivan de su propia naturaleza. Será verdadera representación nacional la que sepa recoger esa gran variedad social, tal como hoy existe, sin olvidar la personalidad humana, como elemento individual, que es en la vida moderna un factor imposible de desconocer, y que debe reflejarse, con la posible exactitud, en el organismo que comparta con el Monarca la suprema función legislativa.
Las dificultades crecientes que ensombrecen la vida de los pueblos, los problemas gravísimos creados por la conflagración mundial, las complicaciones de la vida moderna, exigen dotar al órgano en que ha de encarnar la función ejecutiva de todas las facultades de una autoridad fuerte, que en su propia fortaleza, definida y regulada por la ley, encuentre el mejor estímulo para no ser arbitraria ni violenta.
Tal autoridad, encarnada en el Gobierno que, con el Monarca, ha de presidir los destinos nacionales, no debe vivir subordinada a la voluntad de ninguna Asamblea deliberante, sino recibir sus poderes de la continuidad histórica del Rey, cuyos actos refrenda.
Faltaría a la sociedad política un elemento básico de su estructura si no se le dotara de una Magistratura rodeada de los máximo atributos de dignidad e independencia, capaz de desempeñar la nobilísima función judicial, que debe ser a un tiempo salvaguardia de las leyes, garantía de los derechos de la persona humana y suprema expresión de un verdadero Estado de Derecho.
Por exigencias de la propia mecánica institucional, y por su carácter de árbitro supremo y desinteresado de las posibles contiendas de ideas e intereses, puede verse obligado el Soberano a dirimir conflictos entre los diversos órganos estatales. Puede, de igual manera, verse en la necesidad de adoptar, en trances extraordinarios, medidas requeridas por el bien común de la Nación, y que, por no estar previstas en la Ley, no dejan de revestir características de trascendencia excepcional. Para eventualidades de esta especie y para mayor garantía de una resolución encaminada tan sólo al bien común, es conveniente dotar a la Realeza de un órgano supremo de asesoramiento que, resucitando gloriosas tradiciones patrias, llame a su seno a las personalidades más destacadas por las prendas intelectuales y morales que las adornen, por los puestos que en la sociedad ocupen y por los servicios que hayan prestado a sus ciudadanos y a la Nación. Tal es el Consejo del Reino.
Frente al estatismo absorbente del mundo pagano, significó el Cristianismo el gran movimiento liberador y dignificador de la persona humana. Por su influjo comenzó a esbozarse en los siglos medios un sistema que tendía a armonizar el elemento autoritario y el personal, por medio de una serie de instituciones creadoras de un principio de estructura orgánica de la sociedad.
Desgraciadamente, al iniciarse la Edad Moderna, mientras el influjo del romanismo favorecía tendencias absolutistas, anuladoras de las moderaciones legítimas del Poder, el germen racionalista que el Renacimiento llevaba en su seno, preparaba el camino de la explosión individualista futura, destructora de todo principio orgánico en la vida social.
Mas el exceso de individualismo había de conducir forzosamente a todos los excesos del estatismo moderno; colocar frente a frente al individuo y al Estado, sin núcleo alguno intermedio, y reducir toda la relación entre el hombre y la colectividad a una mera ligazón contractual, era tanto como hacer chocar dos fuerzas entre las que no podía existir la menor paridad. El individuo, en esta posición, forzosamente tenía que sucumbir a manos del Estado.
La evolución filosófica había de conducir a idénticos resultados. La omnipotencia de la voluntad general, entendida al modo rusoniano, esperaba tan sólo el injerto del panteísmo hegeliano para hace surgir esta monstruosa creación del Estado moderno totalitario que invade todos los terrenos, y que no sabe detenerse ni ante el umbral sagrado de la familia, ni ante el dintel infranqueable de la conciencia humana.
Urge poner un dique eficaz a este torrente arrollador mediante la definición, desenvolvimiento y garantía de los derechos inalienables de la persona humana. No implica este reconocimiento la negación de los fueros propios de la personalidad colectiva, cuya defensa incumbe en todo caso al Poder público, que ha de esforzarse por hacer posible la armonía entre el bien privado y el bien público, asegurando en caso de colisión el predominio de la comunidad sobre los bienes individuales de naturaleza meramente temporal, pero garantizando también el libre desenvolvimiento de las facultades, mediante las cuales se encamina el hombre a la realización de su fin trascendente.
Pero, por grandes que sean las garantías escritas de que la ley fundamental procure rodearlas, fácilmente sucumbirán los más legítimos derechos de la personalidad humana, si no se les da otro apoyo que el meramente individual, si no se sienta el principio de que la limitación de los derechos personales ha de tener su complemento en una concepción orgánica de la sociedad.
Cuando llega a adquirir un grado normal de desenvolvimiento y vida, aparece la sociedad política, según ya se ha indicado, como un conjunto de sociedades inferiores, ya sean pública o privadas, ya completas o incompletas. Mas la sociedad política es un ente moral, o lo que es lo mismo, un ser cuya unidad depende de la unidad de medios y de fin de sus elementos componentes; de tal manera que éstos mantienen siempre, dentro del conjunto, su propia y específica personalidad, siendo, por consiguiente, organismos naturales, anteriores muchas veces al Estado. Encuadradas en la superior sociedad política, estas sociedades inferiores no pueden contrariar los fines colectivos, ni extravasar su actividad con olvido de los límites que su peculiar naturaleza les traza. Ha de existir, por el contrario, una constante y fecunda coordinación entre el organismo político y sus inferiores componentes, y concurrir éstos con su plena personalidad y en unión de otros grupos de formación voluntaria, a crear una sólida contextura del Estado, y a ofrecer un mejor campo de acción y un más armónico y eficaz sistema de garantías al ejercicio, siempre legítimamente limitado, de los derechos personales.
En consecuencia, la sociedad, debidamente organizada, habrá de estar presente en la vida del Estado a través de representaciones que la reflejan con la posible fidelidad. Para ello es necesario volver, con el ritmo que la realidad permita, al espíritu de nuestra tradición orgánica que más de un siglo de individualismo destrozó. Pero en tanto ese ideal se realiza, la representación de la sociedad habrá de concretarse en órganos que procuren reflejar la realidad presente y que preparen el desenvolvimiento de las instituciones futuras.
Atraviesa la Humanidad una de las crisis más hondas y trascendentales de su historia. Sacudidos por la mayor convulsión que conocieron los siglos, caen los sistemas y se desploman los regímenes, sin que en sustitución de las viejas fórmulas gastadas hayan surgido soluciones que puedan reputarse definitivas. La anarquía intelectual en que se debaten las nuevas generaciones y el furor iconoclasta de las pasiones desbordadas hacen más estéril y penosa la labor de rectificaciones y tanteos a que se entregan los pueblos y los individuos en busca de un ilusorio bienestar.
Sin perjuicio de la flexibilidad de ciertas instituciones, sin cerrar el paso a la obra de evolución y perfeccionamiento que impondrán la marcha de los tiempos y los resultados de la experiencia, es absolutamente indispensable dejar desde ahora sentados de un modo definitivo los principios fundamentales que han de inspirar la vida nacional, elevar por encima del nivel de las materias discutibles aquellas ideas que forman la médula de nuestro ser colectivo, colocar en la base del sistema unos cuantos bloques de granito, capaces de resistir el embate de los tiempos y el desgaste inevitable de los valores humanos, sustraer, en una palabra, a todo intento de ataque o revisión, los postulados básicos capaces por sí solos de dar estabilidad a nuestra vida pública, y por cuyo triunfo se han realizado tantos sacrificios y se han ofrendado tantos dolores.
En virtud de estas consideraciones, S. M. el Rey ha sintetizado en las Bases que siguen las normas de la futura estructura política de España:
BASE PRIMERA
Por exigencias de la Historia, la pervivencia y la paz de la Patria, la vida política española descansará en los siguientes postulados esenciales, que no podrán ser objeto de discusión ni de revisión:
1.º La Religión Católica.
2.º La Unidad de la Patria.
3.º La Monarquía representativa.
BASE SEGUNDA
La Religión Católica Apostólica Romana, profesada por la mayoría de los españoles, será también la Religión del Estado.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en materia mixta, se regularán por medio de un Concordato.
Nadie será molestado por sus creencias, ni constituirán éstas disminución en las prerrogativas de la ciudadanía.
BASE TERCERA
Se reconocerá la personalidad propia de las entidades infrasoberanas que integran el organismo nacional, así como la esfera de legítima autarquía que de esa personalidad se deduce, pero sin que en caso alguno ese reconocimiento pueda suponer, directa ni indirectamente, mengua de la unidad intangible de la Patria o de la soberanía irrenunciable del Estado.
BASE CUARTA
Los derechos y libertades de la persona humana serán objeto de reconocimiento y garantía eficaz.
Leyes especiales regularán el ejercicio de tales derechos, que deberán siempre armonizarse con los supremos principios que rigen la existencia e impulsan el perfeccionamiento de la colectividad nacional.
BASE QUINTA
Se considera función primordial del Estado, proteger y estimular el trabajo en todas sus manifestaciones, impulsar una más justa distribución de los bienes, elevar el nivel de las clases más necesitadas, suplir las deficiencias de la acción privada en orden a asistencia y previsión, conseguir que el ejercicio de los derechos y deberes inherentes a la personalidad humana no se vean mermados por falta de capacidad o independencia económica, y crear y favorecer la creación de las instituciones que organicen las distintas profesiones sobre la base de la cooperación de los varios elementos que las forman.
BASE SEXTA
La Monarquía española será representativa, moderada por limitaciones éticas y legales, y hereditaria. Los deberes y derechos de la Monarquía española están vinculados en la persona de don Juan de Borbón y Battemberg.
BASE SÉPTIMA
El Rey ejercerá sus prerrogativas asistido por un Consejo del Reino, cuyo parecer podrá solicitar siempre que quiera, y cuyo dictamen deberá necesariamente pedir cuando se trate de la disolución extraordinaria de las Cortes; del nombramiento y separación del Jefe del Gobierno; de la declaración de guerra y conclusión de la paz; de la negativa de sanción de las leyes votadas por las Cortes; de la promulgación de decretos con fuerza de Ley exigidos por circunstancias excepcionales; y en general, de cuantos asuntos graves afecten a la interpretación de las Leyes fundamentales de la Monarquía, las directivas de la política exterior, las normas básicas de la economía nacional, el mantenimiento del orden público y la defensa de la nación.
El Consejo del Reino, cuyo funcionamiento será regulado por la Ley orgánica correspondiente, estará integrado, por terceras partes, por miembros de derecho propio, de nombramiento de la Corona, y electivo.
BASE OCTAVA
La función de hacer las Leyes, corresponderá al Rey con la necesaria colaboración de las Cortes.
Las Cortes estarán constituidas por un solo cuerpo legislador. Un tercio de sus miembros será elegido por sufragio popular directo, otro tercio por las personalidades infrasoberanas de la nación, y el tercero por entidades culturales y profesionales.
Una Ley especial regulará el procedimiento electoral.
Las Cortes serán renovadas parcialmente, cesando en cada renovación la tercera parte de cada una de las tres categorías de diputados.
En circunstancias excepcionales, el Rey podrá proceder a una renovación total del organismo legislativo.
En casos de indudable urgencia y necesidad, el Rey podrá promulgar decretos con fuerza de Ley, con la obligación estricta de someterlos a la ratificación de las Cortes en la primera reunión de éstas.
Corresponderá en todo caso a las Cortes la votación de los Presupuestos y Leyes tributarias.
BASE NOVENA
El Rey ejercerá la función ejecutiva con la obligada asistencia de los ministros responsables, que refrendarán todos los actos del Monarca.
Sin perjuicio de la responsabilidad del Estado, los Ministros serán individualmente responsables por sus actos propios, y colectivamente, mientras ejerzan el cargo, por las resoluciones del Consejo de Ministros.
BASE DÉCIMA
La función judicial se ejercerá en nombre del Rey por los Jueces y Magistrados. La Ley garantizará la efectiva inmovilidad e independencia de los encargados de administrar la justicia.
BASE UNDÉCIMA
Para amparo de los derechos de las personas, y garantía de los intereses de la nación, se instituirá un amplísimo sistema de recursos judiciales contra las posibles extralimitaciones del poder público, y en especial los recursos de inconstitucionalidad, contencioso-administrativo, por abuso y desviación de poder, y de responsabilidad civil de funcionarios.
BASE DUODÉCIMA
Las presentes bases serán sometidas a la voluntad de la Nación libremente expresada, sin perjuicio de que entren desde el primer momento en vigor aquellas prerrogativas que son inherentes al principio de legitimidad que encarna la persona del Rey.
Estoril, 28 de febrero de 1946.
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