Fuente: Archivo Familia Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional
Manifiesto “Princesa de Beira” (No se llegó a hacer público)
Conmemoramos este año el Centenario del Documento que el 25 de Septiembre de 1864, publicó con el título de “Carta a los Españoles” mi Tía-Abuela la Reina María Teresa de Braganza, viuda de Don Carlos V, más conocida en la Historia bajo el nombre de Princesa de Beira.
Efeméride tan importante no debe pasar inadvertida para nosotros, mantenedores de los principios que aquella gran Reina y antepasada mía, llamada la María de Molina del Carlismo, supo exponer y desarrollar tan sabiamente con arreglo a las graves circunstancias de aquella época que le tocó vivir.
Por eso rompo gustoso el silencio patriótico que me he impuesto durante los últimos tiempos y me dirijo a vosotros, oyendo vuestros deseos y peticiones que continuamente me llegan de toda España, después de los acontecimientos de este año, que, muy a pesar mío, han tenido [lugar] dentro y fuera de España.
Sentido progresivo de la Historia del Carlismo
Los momentos presentes, salvadas las distancias, pueden tener en cierto modo algo en común con los de hace un siglo, porque se trata en suma de consolidar sobre bases firmísimas e irreversibles una obra tan heroicamente ganada con la Cruzada Nacional, (o de volver a un principio devastador que, aparentemente vencido, trabaja sin descanso, buscando la fórmula para socavar las Instituciones y tomar la revancha. Se echaría, así, por tierra, toda la labor realizada en estos veinticinco años de concordia y reconstrucción nacional).
Los hechos han puesto de manifiesto ante el mundo el deslinde de los campos, y nadie puede llamarse a engaño. La lucha que sostuvimos en 1936 continúa en pie, y los enemigos de España no han cesado un momento en sus ataques, dirigiéndolos certeramente, con todo el aparato [de] la propaganda moderna, contra quienes hicieron posible su derrota y representan la garantía de continuidad de la España actual.
A ellos sirven de colaboradores cuantos ingenuamente creen o aparentan creer en reconciliaciones imposibles y absurdas entre los principios e ideales de la España eterna, y los viejos sistemas caducos, fracasados una y otra vez.
Con palabras de Carlos VII, podemos decir que, lo que del naufragio se salvó, nosotros y los que con nosotros lucharon bajo la unidad de mando del Ejército, lo salvamos, que no ellos ni los viejos partidos en descomposición.
Esto fue así, no sólo en cuanto a la fuerza numérica, sino también en cuanto a los principios sobre los que había de reconstituirse el destino histórico de España, después de la obra devastadora de un siglo de anarquía. Durante él, la política nacional fue constantemente de un extremo al otro, de la anarquía a la dictadura, resultado que, como concluía la Princesa de Beira al analizar sus consecuencias en España, condenaba por sí mismo aquel principio, pues ni la anarquía ni la dictadura son el estado normal de la sociedad.
Fieles a esos principios, así lo entendimos clarísimamente en 1936, en las negociaciones que precedieron al Alzamiento Nacional, al rechazar soluciones de compromiso que algunos, con la mejor buena fe, propugnaban, porque entendimos que era preciso desarraigar el mal desde su base y levantar desde los cimientos las nuevas y renovadas Instituciones que recogieran toda la experiencia de tanto fracasado ensayo y toda la savia vivificadora de eficaz reforma y política social.
Superación del individualismo
La defensa de la Religión, la unidad intangible de la Patria en su rica variedad regional de libertades forales, la libertad y los derechos del hombre, de las Corporaciones, Sociedades infrasoberanas, Regiones y Municipios y las reivindicaciones sociales del mundo del trabajo, así como el fundamento del Poder político unitario, asesorado por los Consejos y limitado por auténticas Cortes representativas de la Nación, legítimo en su origen y legitimado en su ejercicio por su respeto a las leyes y libertades de los pueblos y por su servicio permanente al bien común de los españoles, he ahí unos principios básicos, propugnados siempre por el Carlismo y que han resistido incólumes todas las revisiones.
A la hora de las grandes rectificaciones, todos hubieron de reconocer en España el fracaso rotundo de cuanto al margen de ellos se había intentado, y la perfecta vigencia y virtualidad, arraigada en el alma de las masas populares, de los grandes ideales de la España tradicional.
Hoy, esos grandes principios, recogidos en las leyes, parecen no discutirse, y, sin embargo, debemos dar la voz de alerta frente a los peligros que amenazan la obra renovadora emprendida el 18 de Julio de 1936.
Nadie puede discutir la fecundidad de los principios que representamos, ni la limpieza de nuestro historial, ni la absoluta carencia de ambición personal que nos mueve, ni la lealtad de nuestras generosas masas, ni la heroica y decisiva contribución de nuestros voluntarios a la Cruzada; tenemos el derecho y el deber imprescriptible de hacer oír la voz de la Legitimidad, que se eleva serenamente por encima de cualquier mezquino interés personal o de grupo, en esta hora decisiva de la Historia española, como lo hicimos con el aplauso de todos los buenos españoles en la hora angustiosa y trágica en que España perecía a manos de marxistas y de la anarquía a que nos había conducido el régimen de los tristes destinos.
La audacia de los que entonces procuraban hacer olvidar sus errores y venían a pedir una boina y un fusil y un último puesto en nuestras filas, porque no podían venir de otra manera, y venían, como había dicho Carlos VII, a cobijarse bajo nuestras banderas, no a defenderlas, se atreve ahora a discutir nuestra Legitimidad.
Hemos agotado la paciencia de nuestro silencio patriótico, ante las mentiras y las calumnias, como agotamos en su día la paciencia de nuestra vana espera de rectificaciones de conductas y de principios.
Por eso, y porque así me lo pedís, la Legitimidad Monárquica en España, de la que soy único e incontestable Representante, tiene hoy el deber de manifestarse, como se manifestó hace un siglo, por boca de la Reina María Teresa de Braganza, Princesa de Beira.
Con admirable doctrina tradicional, aquella gran Reina dio la adecuada respuesta a las cuestiones que le plantearon los carlistas, cuyo centenario conmemoramos. Pese al transcurso de un siglo y a la diversidad de circunstancias de España y de la Causa, algunas de sus palabras son un estímulo y un ejemplo de valentía que debemos seguir. Pero entre ellas hay una, que a pesar de su claridad, ha sido con frecuencia torcidamente interpretada por algunos, que intentan aplicarla a casos que ninguna relación tienen con el problema que entonces tenía planteado y supo resolver airosamente el Carlismo.
La primera de las cuestiones sometidas a la autoridad de la Princesa de Beira en 1864 se refería a la pregunta ¿Quién es nuestro Rey legítimo?, y se basaba en la pérdida de la legitimidad de ejercicio de Don Juan III, Rey legítimo de origen, padre de Don Carlos VII y de Don Alfonso Carlos, por actos atentatorios a sus propios derechos soberanos, como fue con el reconocimiento de Doña Isabel (renunciando en ella su derecho), y por haber proclamado como suyos los principios opuestos a los tradicionales y a las Leyes históricas de la Monarquía Española.
Ninguna duda cabía respecto a la legitimidad de origen de la Realeza de Don Juan III. Juan III era hijo segundo de Carlos V y hermano inmediato de Carlos VI, y, al fallecer éste sin hijos, era Don Juan indiscutiblemente su sucesor legítimo, no habiéndose rebelado ni hecho armas contra su padre o su hermano, ni cometido ningún acto de los que, por aplicación de las leyes, le hubiera hecho perder la legitimidad de origen, es decir, la del derecho eventual de sucesión al Trono. Otra cosa distinta era el hecho de sus ideas políticas, que afectaba a la legitimidad de ejercicio, que ha de conjugarse con la primera.
Don Juan III era, pues, Rey legítimo de origen, si bien con la obligación, que a la legitimidad de ejercicio es “conditio sine qua non” para suceder, aun en el Rey legítimo, de jurar previamente las Leyes y Fueros fundamentales de España y de mantener los principios tradicionales, condición que, si siempre fue exigida como requisito previo para la proclamación de todos los Reyes de España, era además fundamental en quien debía representar la Legitimidad Dinástica y acaudillar además a los defensores de la España Tradicional en lucha constante con la rama isabelina, usurpadora de la Corona. A la que acababa de reconocer Juan III como legítima.
El problema que se planteó fue el de que el Rey legítimo o de origen, perdía la legitimidad de ejercicio por los actos a que antes aludíamos y por los principios que sustentaba, negándose a jurar y sostener los tradicionales de la Monarquía. Fue entonces cuando, de acuerdo con toda la doctrina histórica de la Monarquía española, dejaba de ser Rey, abdicando de hecho y de derecho, como lo proclamó la Princesa de Beira. Los carlistas, al faltar el Rey a los principios y Leyes fundamentales, proclamando y reconociendo los de la rama usurpadora, quedaban desligados de su obediencia y debían reconocer y aclamar a su legítimo sucesor Don Carlos VII, como Rey legítimo, siendo la Princesa de Beira quien, como Regente, lo señalaba en su Carta.
Sin embargo, Carlos VII se dirigió en carta respetuosa a su padre, pidiéndole aclarase su posición y diciéndole que, si era cierto que renunciaba a sus derechos al reconocer a Doña Isabel, él sería en adelante el Rey legítimo representante de la Dinastía. Años más tarde, en 1868, el mismo Juan III, desengañado de sus devaneos políticos, firmaba en París el acta formal de su abdicación en su hijo Carlos VII, con lo cual vino a reconocer la doctrina tradicional expuesta por la Princesa de Beira.
No había problema alguno de legitimidad de origen, sino de legitimidad de ejercicio; al realizar el Rey actos contrarios a su propia Realeza y sustentar principios opuestos a los de la Monarquía Tradicional española, pierde la legitimidad de ejercicio; por tener carácter personal, exige de cada Monarca, antes de subir al Trono, el juramento solemne de las Leyes fundamentales ante las Cortes del Reino. Así, el Pacto histórico entre la Dinastía y la Nación, se renovaba en cada reinado, no existiendo en nuestra Monarquía la sucesión automática que existió en otras Monarquías de clara inspiración absolutista, como en la francesa.
Por eso resulta incongruente comparar aquel caso clarísimo de ilegitimidad de ejercicio de una Realeza indudablemente legítima de origen, con la ilegitimidad, no sólo de ejercicio, sino también de origen, es decir, de carencia de derecho alguno de sucesión al Trono, que pesa sobre las líneas de los Príncipes rebeldes a sus Reyes legítimos, y, en especial, sobre la rama que usurpó el Trono, desterró y proscribió a sus legítimos monarcas, hizo armas contra ellos, se incautó de sus propiedades privadas, y les despojó de la nacionalidad legal española y de todos sus títulos y derechos, no sólo soberanos, sino privados.
La misma Princesa de Beira señala en una de sus cartas a su hijo el Infante Don Sebastián, a raíz de la muerte de Fernando VII, que, si juraba a Doña Isabel y no acudía a reconocer como Rey a Don Carlos V, perdería su derecho eventual de sucesión al Trono, que, como descendiente agnado de Felipe V, tenía, en virtud de las Leyes de la Monarquía española, que complementan la de sucesión, y que existen además en todas la Monarquías: en ellas se afirma que, todo miembro de la Familia Real que se rebela contra el Rey, pierde por este acto su derecho eventual a la sucesión de la Corona.
Algunos aparentan ahora, en beneficio de sus propias tesis contrarias a la Legitimidad y unidad monárquicas, desconocer esta legislación que se hallaba plenamente vigente al morir Fernando VII, y está contenida, al igual que la Ley fundamental sucesoria de Felipe V de 1713, en la “Novísima Recopilación de la Leyes del Reino”, publicada por Carlos IV en 1805. La rama alfonsina aplicó estas antiguas Leyes en 1834 al decretar la exclusión de Don Carlos V y de toda su línea del derecho de sucesión al Trono de España, partiendo del supuesto de que la Reina legítima era Doña Isabel, que, por ello, Don Carlos era un Infante rebelde que hacía armas contra su soberana y pretendía usurpar el Trono. Se observará, además, que sobre este punto se aplicaron las antiguas Leyes en su interpretación más amplia, pues no sólo se excluía a Don Carlos María Isidro, sino a todos sus descendientes, que eran entonces menores de edad y ningún delito habían cometido ni podían cometer.
Sin embargo, es evidente que [el] derecho estaba de parte de Don Carlos V, y que la sucesión femenina llegó sólo por un Golpe de Estado que impidió que sucediera Don Carlos, que tenía detrás de sí a la inmensa mayoría del pueblo español. Así lo han reconocido y proclamado todos los críticos e historiadores imparciales, y así lo reconoció posteriormente la misma Doña Isabel y su esposo y otros miembros de su familia.
Hubo, pues, usurpación del Trono, reiteradamente declarada por los Reyes legítimos, con todas la responsabilidades dinásticas y consecuencias legales respecto a la sucesión legítima que de ello se derivan, y sobre las que recibí instrucciones concretas de mi Tío el Rey Alfonso Carlos.
Para satisfacer plenamente vuestros deseos, y como hiciera en su día y a petición de los leales la Princesa de Beira, expondré brevemente el proceso seguido en la aplicación de las Leyes y de los principios tradicionales en la continuidad dinástica legítima de la Monarquía española, que hacen que hoy no exista cuestión sobre la Legitimidad en la sucesión al Trono.
* * *
Después de haber fracasado uno tras otro los reiterados intentos de conseguir la rehabilitación, con levantamiento de las causas de exclusión legal que sobre ella pesaban, de la rama alfonsina, que obstinadamente rehusó reconocer la Legitimidad de Don Alfonso Carlos y aceptar los principios tradicionales, mi Tío y antecesor, con toda su autoridad de Rey legítimo y Jefe de la Casa Real de España, declaró públicamente, en su Manifiesto a los Españoles de 29 de Junio de 1934, la anulación e invalidación de todo llamamiento a la rama alfonsina, y tomó las oportunas medidas para prevenir su sucesión legítima, con disposiciones e instrucciones claras y concretas que obran en mi poder y que serán publicadas en su día.
Fue entonces, en aquel mismo año 1934, cuando me llamó a su lado, poniéndome al frente de los jefes tradicionalistas para la preparación política y militar de los Requetés con vistas al próximo Alzamiento contra la II República. La necesidad de un gran Alzamiento Nacional para salvar a España, se había hecho ya evidente hasta la saciedad en aquella época para todo el que no estuviera ciego.
A aquella tarea, cumpliendo las órdenes de mi Tío, me dediqué con todas mis fuerzas, como un deber secretísimo sin más mira que servir la Causa de la Religión y salvar a España.
A nosotros fueron acudiendo entonces los restos de los grupos monárquicos alfonsinos, que, en individualidades, venían a reconocer la razón histórica del Carlismo. Con ellos llegaron tantísimos otros buenos españoles, llenos de fe en el porvenir y deseosos de contribuir a la obra de la regeneración de la Patria. A nuestras masas heroicas de siempre se unieron aquellas riadas de jóvenes entusiastas que engrosaron nuestros Círculos y organizaciones, y nutrieron las filas de los que después fueron nuestros gloriosos Tercios de Requetés.
Fue así cómo, paulatinamente, fue haciéndose, como había ocurrido siempre que peligra la Patria, alrededor de la Dinastía legítima, la verdadera unidad monárquica, la única posible, porque tenía todas las garantías para el futuro. Después de los acuerdos con el Ejército, y en eficaz entendimiento y unión con el nuevo y vigoroso movimiento de juventudes capitaneado por José Antonio Primo de Rivera, surgió la llamarada esplendorosa de Julio de 1936, que unió a todos los buenos españoles para la Cruzada Nacional, bajo el mando militar. En nombre y por delegación del Rey Don Alfonso Carlos, firmé en la frontera de San Juan de Luz, el 14 de Julio de 1936, la orden de movilización general de los Requetés y de toda la Comunión Tradicionalista a las órdenes del Ejército. En aquel momento histórico, me acompañó mi entrañable colaborador Don Manuel Fal Conde. A partir de este momento, la sangre de nuestros requetés sellaba la identificación de nuestra Dinastía con el Movimiento Nacional.
Entonces se cubrieron con la boina roja, por Dios, por la Patria y el Rey, hijos y nietos de tantos que nos habían combatido antes, comprendiendo al fin la razón de ser de las Cruzadas Carlistas del pasado siglo, calificadas por la voz autorizada del Generalísimo como antecedentes inmediatos del Movimiento Nacional y como la lucha por la España ideal, representada por los Carlistas.
Entonces escuchamos rectificaciones de errores; nadie se atrevió a discutir el derecho de la Comunión Tradicionalista, ni la legitimidad de sus Abanderados, sino que a nosotros venían alfonsinos, no para pretender mandar, ni para aleccionar, ya que no estaban capacitados para ello.
Mi designación como Regente (sin menoscabo de mis derechos de sucesión), en Enero de 1936, a raíz de la grave enfermedad que puso en peligro la vida de D. Alfonso Carlos, fue, como así lo indica el Decreto Real de institución de la Regencia, una medida tomada en previsión de un posible fallecimiento del anciano Monarca sin haber designado legítimamente el sucesor. Las gestiones para su aceptación habían comenzado mucho antes, remontando el orden sucesorio de la descendencia agnada de Felipe V, con exclusión de toda rama autora o cómplice de la proscripción y despojo de la rama legítima, tal como lo prescribían las leyes y lo habían proclamado los tres últimos Monarcas de la rama de Carlos V y los documentos oficiales de la Comunión y pensadores tradicionalistas.
Con el fracaso de las negociaciones iniciadas entre la rama legítima y la alfonsina, en 1931 y 1932, la doble incompatibilidad de sucesión, entre ambas, de legitimidad de origen y de ejercicio, había quedado patente, y D. Alfonso Carlos tuvo buen cuidado, como guardián fidelísimo de las Leyes y de los principios tradicionales, de declarar nulo cualquier acuerdo o llamamiento contrario a aquéllas, y cada rama siguió su propia ley sucesoria, con exclusión recíproca de la contraria.
El documento testamentario de 7 de Mayo de 1934, que obra en mi poder; su Manifiesto a los Españoles de 29 de Junio del mismo año; y sus documentos solemnes de 10 de Marzo y 8 de Agosto de 1936, complementarios del Decreto de Regencia, son terminantes a este respecto, y, con independencia absoluta de mi deseo personal, manifiestan claramente el orden sucesorio legítimo de la Dinastía carlista.
Los graves acontecimientos de 1936, y la no aceptación mía, que repetidamente manifesté al Rey D. Alfonso Carlos, o de mis hermanos, de otra cosa que no fuera la carga de deberes que nuestra condición de Príncipes de la Casa Real de España nos imponía, y que acepté gustoso por servir a España y a la legitimidad con la Regencia, pero sin reclamar nuestro derecho de sucesión, hicieron que el estallido del Alzamiento Nacional, al que el Carlismo fue primordialmente [por] deber de salvar a España, y la repentina muerte de S. M. Don Alfonso Carlos, en Viena el 28 de Septiembre siguiente, habilitaran, como previamente había dispuesto mi Augusto Tío, la fórmula de la Regencia, en la que, dejando en suspenso toda declaración de derechos sucesorios, la continuidad de la Autoridad Monárquica y de la Legitimidad Dinástica quedaba garantizada.
En la Asamblea Nacional de la Comunión celebrada en Febrero de 1937 en el Palacio de Insúa, en Portugal, con asistencia de todos sus jefes, delegados, representantes y personalidades tradicionalistas, se acordó, a la vista de las circunstancias gravísimas por las que atravesaba España, y fieles al compromiso adquirido con el Ejército, renovado diariamente por la sangre de los Requetés, aplazar hasta después de la Cruzada el replanteamiento de la cuestión sucesoria, con la plena seguridad, además, de que el triunfo indiscutible de la Causa Nacional, de la que nuestra Comunión forma parte integrante y principalísima, permitiría que, una vez restablecida la paz y reconstruida la sociedad en sus instituciones peculiares, pudieran reunirse las Cortes tradicionales representativas.
Si en ellas hubiera podido hacerse la proclamación del Rey legítimo, después del paréntesis de un siglo de usurpación alfonsina, la instauración de la nueva Monarquía hubiera tenido el carácter de liquidación definitiva del pleito dinástico y de solemne reanudación, con la solemnidad que el caso requiere, del Pacto histórico entre la Nación y la Dinastía legítima, roto a la muerte de Fernando VII y sólo mantenido por los Reyes legítimos en el destierro y por la fidelidad heroica de las masas carlistas, formando la gran Comunión guardadora de aquellos principios, que son patrimonio de toda la Nación, pero a los que no todos habían sido fieles.
Pero a la guerra española de liberación siguió el desencadenamiento de la mundial, con las difíciles circunstancias y peligros que a ella siguieron, y que hicieron que aquella hora, la de la designación del nuevo Rey en las Cortes tradicionales, [tardara], habiendo previsto Don Alfonso Carlos para tal caso la Regencia.
Mis compromisos personales de honor con el Real Ejército belga, anteriores a mi aceptación del supremo puesto que ocupo en la Legitimidad, y, por otra parte, en todo compatible con ésta, puesto que antes que yo, y en casos similares, mis antecesores Carlos VII, Don Jaime III y Don Alfonso Carlos, vistieron honrosos uniformes de otros países, me hizo reincorporarme brevemente a aquél, interviniendo por espacio de tres semanas en la campaña de Bélgica, cuya neutralidad, garantizada por las potencias, había sido nuevamente violada. Tras la rendición de mi sobrino el Rey Leopoldo, me retiré por Dunkerque a mi residencia del Castillo de Bostz.
Desde allí ofrecí, en mi Manifiesto del 25 de Julio de 1941, la fórmula de la Regencia legítima y ampliamente nacional. Señalé en aquel Documento, sin embargo, que “si quienes deben abrir paso a esta solución, en la que la Comunión se eleva generosamente sobre cuantos sentimientos propios ha creado en sus gentes el trato de justicia, no lo hiciesen, sería porque frente a ella se seguirían manteniendo propósitos particulares; y, en tal caso, ante la persistencia en la desviación, la obligada defensa de España haría que se plantease de nuevo la necesidad de continuar la lucha, y, para hacerlo, se proclamaría sin demora en el seno de la Comunión, en el que lo auténticamente nacional volvería a quedar recluido, el Príncipe que la acaudillase y recogiera los agravios de su pueblo, Rey legítimo en el Trono o en el destierro, sobre cuyo derecho no podría en adelante admitirse discusión”.
Frente a la primera fórmula, ampliamente conciliadora para consumar la definitiva unión de los monárquicos españoles, se enfrentó la tendencia opuesta de reclamar un supuesto derecho personal indiscutible, basado en la sucesión del último monarca de la rama alfonsina, con olvido absoluto de cuento representaba la Legitimidad y el cauce señalado para toda posible revisión del pleito dinástico. Con esa postura personalista inadmisible, para cuyo triunfo no se escamotearon medios, que fueron desde intentos (…).
Pese a las peticiones cada vez más apremiantes del pueblo carlista de que se pusiera fin a la interinidad de la Regencia con la proclamación del sucesor de la dinastía legítima, que se preveía, de acuerdo con los deseos expresos de Don Alfonso Carlos, en mi rama, quise que se agotaran todas las posibilidades antes de llegar a la resolución de asunto tan grave, porque, hallándome bien lejos, como todos los que me conocen saben, de apetecer ninguna clase de honores terrenos, hubiera deseado apartar de mí tan pesada carga, si ello fuera posible, siempre que, con las intangibles garantías de principios y de servicio al bien común que había señalado mi augusto antecesor, se hubiera podido reanudar la continuidad dinástica, como una fórmula de concordia nacional, con la rehabilitación de alguna de las líneas excluidas. Pero otra vez la espera fue en vano, porque, como ya antes había ocurrido en vida de Don Alfonso Carlos, ningún Príncipe de la descendencia de Felipe V, fundador de nuestra Casa, quiso hacer el formal y solemne reconocimiento de la Legitimidad, ni ninguno de ellos ofreció la firme y resuelta voluntad de adscripción a los principios tradicionales, así como fidelidad exclusiva y absoluta al Alzamiento Nacional. Ninguno de ellos, tampoco, quiso echar sobre sí la tarea ímproba de aceptar la sucesión de los Reyes legítimos y continuar la lucha secular de los leales a la España Tradicional. A los requerimientos que sucesivamente se hicieron, siguieron nuevos y aleccionadores fracasos, con mantenimientos de principios contradictorios –según el oportunismo del momento político en el mundo– y del principio de herencia del monarquismo alfonsino. La falta de rigurosidad y la inconsistencia de cuantas justificaciones, después [de] la popularidad creciente de la Causa de la Legitimidad, se han intentado elaborar para cubrir la vaciedad de un contenido doctrinal y la ausencia de una línea firme de conducta, están en la mente de todos; y hechos posteriores confirman la desconfianza que, aun en el mero terreno práctico, sin entrar en la falta absoluta de razones jurídicas, se opuso desde el principio a una solución personalista que no fuera la que los dictados de la Legitimidad señalaban imperiosamente.
Agotadas, pues, todas las posibilidades, se planteó el problema sucesorio en el seno de la Comunión, a fin de poder dar cumplimiento al mandato de Don Alfonso Carlos. Iba a coincidir esta solución con la situación jurídica y legal establecida en la Nación por el Generalísimo Franco al ser declarada España como Reino y ser promulgada y sometida a referéndum la Ley de Sucesión que así lo declaraba y que restablecía el principio de Instauración Monárquica. Esta situación jurídica se completó más tarde con la promulgación solemne de la Ley de 17 de Mayo de 1958, que especifica que la forma política del Estado es la Monarquía Tradicional, Católica, Social y Representativa. Ésta precisamente, y no otra, es la que siempre defendimos y la que tomó parte tan importante y decisiva en la Cruzada con la aportación de millares de voluntarios encuadrados en los Tercios de Requetés, que pude ofrecer a la Patria en la persona del Generalísimo.
Con la serenidad y el patriotismo que siempre caracterizaron las más graves decisiones de la Legitimidad, y la objetividad y escrupulosidad que la trascendencia para el futuro de España exigía en asunto de tanta importancia, se examinaron una por una todas las posibles soluciones que, con arreglo a derecho y con sujeción al supremo imperativo del bien común, pudieran considerarse. Los dictámenes y pareceres que se pidieron, coincidieron unánimemente en la necesidad de seguir los dictados de la Legitimidad, poniendo término a la interinidad de la Regencia con la titulación definitiva de la Realeza y la plena aceptación de la Sucesión legítima de Don Alfonso Carlos, que, con todos sus derechos y gravísimos deberes, recaía, a pesar de la oposición de mis deseos personales, sobre mí y mi familia.
Las consideraciones personales y la resistencia que opuse, y que habían aplazado mi designación como sucesor de Don Alfonso Carlos en vida de éste, según su deseo expreso y reiterado desde 1934, hubieron de ceder ante la consideración superior de los imperativos de un deber de conciencia insoslayable. Este sentido del deber, del que tan grandes ejemplos habían dado mis augustos antecesores, ha guiado en todo momento mi existencia. Jamás deserté de mi puesto, ni esquivé el cumplimiento de los deberes de mi estirpe, y espero, con la gracia de Dios, que tal norma de conducta dirigirá siempre mis pasos hasta el fin de mi vida, y, después de ella, continuará presidiendo la de mis sucesores.
Por ello, no rehuí el nuevo y pesado sacrificio que mi nacimiento y las Leyes de la Monarquía Tradicional me imponían, y a pesar de que con eso se contrariaban mis deseos personales, y, por amor y deber a España y a la Causa de la Legitimidad, acepté con plena responsabilidad, para mí y para toda mi línea agnada, la Sucesión de los Reyes legítimos, cuyo camino estuvo sembrado de las mayores renunciaciones. Con ella acepté la plenitud de derechos y gravísimos deberes de la Corona de España, en espera de que aquella aceptación pudiera ser ratificada un día ante las Cortes del Reino, reservando ante ellas mi Jura solemne de las Leyes fundamentales, Juramento que ya había realizado en privado bajo el Árbol de Guernica en 1937 y 1950, y en Valencia, Barcelona y Palma de Mallorca en 1951 y 1952.
Aquel grave y solemne compromiso, del que di cuenta a mi hijo primogénito, porque me obligué por mí y por todos los míos, hecho en Barcelona el 31 de Mayo de 1952, lo reiteré en Lourdes en Abril de 1954 en presencia de la Junta Nacional Carlista; lo confirmé en mis Manifiestos posteriores; y de manera solemne lo ratifiqué en Madrid ante la Asamblea Nacional Carlista. A pesar de la larga espera del pueblo carlista a la solución dinástica, espera de la que soy único responsable, pronto comprendí que los deseos de D. Alfonso Carlos y las razones jurídicas estaban rubricadas por el consenso popular unánime del pueblo carlista manifestado en todas sus manifestaciones hasta hoy, como tuve la satisfacción de ver en Roma con ocasión de la boda de mis hijos los Príncipes Carlos e Irene.
Desde entonces, mis hijos y yo no hemos tenido otra preocupación ni otra dedicación constante que el mejor servicio a España. Con renuncia de toda brillante perspectiva que en el orden personal se le ofrecía en Europa, mi hijo Carlos, fiel a los deberes de nuestra estirpe y a la grave responsabilidad que sobre él pesa como heredero mío, se comprometió solemnemente ante nuestro pueblo y ante España, en Montejurra, en Mayo de 1957, a ser el continuador en su día de nuestra Dinastía legítima. Su amor a España y su entrega total a su servicio son un modelo que a todos puedo señalar con orgullo, juntamente con la ejemplarísima compañera de su vida, mi muy querida hija Irene, cuyas virtudes y cristiana entereza ante las injustas pruebas sufridas la han hecho acreedora al cariño y admiración que toda España, sin distinción de matices, le profesan ya y que la hacen digna continuadora de las más grandes Princesas de nuestra Monarquía Tradicional y de las mejores heroínas de nuestra historia.
Ellos, con su conducta, así como vuestra lealtad y afecto, clamorosamente manifestados en toda ocasión, me compensan con creces de tantas ingratitudes y tan injustas incomprensiones y ataques de algunos, incluso llamados católicos, que no han vacilado en unirse a los mayores enemigos de España. Temerosos de nuestra razón y de la continuidad evidente [que] nuestra Monarquía Tradicional representa para la Cruzada, redoblaron contra nosotros sus ataques y sus injurias, señal inequívoca que siempre distinguió a nuestra Causa y a sus legítimos Abanderados. De todo ello podemos sentirnos orgullosos, porque una vez más ha quedado patente a los ojos de todos los que quieran verlo, quiénes encarnan la continuidad de los ideales del 18 de Julio, y quiénes posponen a su intransigencia y ambiciones personales toda solución nacional que no sea la suya, claramente partidista, que desgraciadamente coincide, como ha venido ocurriendo a lo largo de un siglo, con el interés de cuanto se venció definitivamente en nuestra guerra. Y es que, como no podía ocurrir de otro modo, hay y ha habido siempre una concordia admirable y recíproca entre las Dinastías legítimas y el bien común de sus pueblos, en contraste con el pacto fatal que se da y se dio siempre entre las usurpaciones y falsas monarquías con los intereses de los enemigos de la Patria.
* * *
Pero habremos de repetirlo una vez más: no se trató nunca, ni se trata tampoco ahora, de una simple cuestión legitimista o dinástica, aun teniendo ésta tanta importancia en la continuidad de una Monarquía auténtica, sino que se trató y se trata de una cuestión de principios, que reviste una importancia decisiva para la Nación. En efecto, ésta se vio sometida, a consecuencia del pacto de la rama usurpadora con la Revolución, efectuado para conservar los meros honores externos del Trono, que no el ejercicio del Poder legítimo tradicional de nuestros antiguos Reyes, a la invasión destructora del liberalismo anticristiano, a la desamortización, a la pérdida de sus libertades, a la división entre los españoles y a las luchas enconadas de los partidos por el poder, a la entrega de los últimos jirones de nuestro Imperio, y todo ello mientras se empobrecía y descristianizaba al pueblo, lanzándole a la lucha de clases, exacerbada por el enriquecimiento injusto y la provocadora ostentación de una burguesía capitalista, ajena [a] todo sentido de responsabilidad y de justicia social.
Cuestión fundamentalmente monárquica y de principios, es la que se planteó en 1833 y sigue en pie, porque un simple pleito dinástico, una cuestión de meros derechos personales de una u otra rama a ocupar el Trono, hubiera durado unos años, como ocurrió en casos similares de nuestra historia o la de cualquier país europeo, y no hubiera dividido a la Nación de manera profunda y permanente. Pero lo que mantuvo decisivamente el arraigo popular del Carlismo fue la bandera y los ideales de la España Tradicional, por la que sus Reyes legítimos vivieron, rechazando tantas veces ocupar el Trono si era con mengua de esos principios.
Como dijimos en otra ocasión solemne, con ese concepto trascendental ha sido y es monárquica la Comunión Tradicionalista, y, por eso, mientras el “monarquismo” de otras dinastías se apoyó en el servicio de cortesanos y políticos, que abandonaban a sus reyes en la desgracia –y en la mente de todos está lo ocurrido en España con los sucesivos destronamientos de la monarquía alfonsina–, el carlismo se mantuvo casi exclusivamente por la fuerza de un impulso popular irresistible, cuyos vítores al Rey no eran sino el desesperado clamor de las auténticas libertades, aherrojadas; de los cuadros sociales, protectores del trabajo y de la vida, rotos; de las conciencias, ultrajadas; y de los derechos esenciales de los pueblos, desconocidos; el clamor, en fin, de una Nación que había visto desaparecer la gran potencia tutelar que la amparaba en su vida cotidiana y en su historia, y entronizarse en su lugar poderes extraños, que, por sí o amparando la acción de otros, han ido sucesivamente consumando el despojo de nuestras Instituciones, de nuestro patrimonio moral, intelectual y de las riquezas materiales, para concluir en la orgía sangrienta que hemos vivido y sufrido en nuestra propia carne.
Por eso, la Monarquía Tradicional Legítima que represento, es solución nacional abierta a todos los españoles y a todas las necesidades; mantenedora de una autoridad respetuosa con las libertades, pero insobornable ante pretensiones de minorías contrarias a aquéllas. Abierta, con mayor razón, a las legítimas e implacables aspiraciones de las masas populares hambrientas de una auténtica justicia y profunda reforma social, no mediatizada por la presión de pequeños grupos minoritarios, poderosos por su fuerza económica, que intentan imponer arbitrariamente su voluntad y sus intereses particulares por encima del superior bien común.
La Monarquía Católica Tradicional, con la enorme fuerza y arraigo popular que le dan su historia y su dedicación constante al servicio de España, está llamada por las Leyes fundamentales del Estado a garantizar en su día la continuidad de nuestros destinos históricos y salvaguardar la defensa de unos ideales que no pueden revisarse sin la vuelta a una nueva guerra civil.
Mientras la Monarquía de la usurpación, sometida a los vaivenes políticos que ella misma había fomentado, se desplomó inerte un 14 de Abril, ante la indiferencia absoluta de los que se llamaban sus partidarios, y aun con el regocijo alborozado de la Nación, nuestra Monarquía Tradicional tuvo en todo momento el concurso y el apoyo de la honradas masas del pueblo, representadas en los 67 Tercios de Requetés que lucharon en la Cruzada bajo el mando del Ejército, con todas las consecuencias legales que para el futuro de España se derivan de ello.
Los pequeños grupos cortesanos y los partidismos personalistas, sin ninguna consistencia ni arraigo popular, que pretenden desconocer y borrar hasta el recuerdo de hechos tan recientes y definitivos para el presente y el porvenir de la Patria, como si nada hubiera ocurrido en España desde la Constitución alfonsina de 1876, se niegan a dialogar constructivamente, con absoluta falta de patriotismo, sobre el futuro nacional, y [que] causan, por los poderosos medios económicos con que cuentan y por el apoyo incondicional que le prestan en su obra demoledora los enemigos de nuestra Cruzada, dentro y fuera de España, el peor daño a la concordia entre los españoles, y a la unión de todos los monárquicos y de aquéllos que [no lo son], precisamente por no haber conocido más que aquel sucedáneo de monarquía cortesana contra todo derecho, y que echan por tierra la noble tarea emprendida y consolidada por las Leyes fundamentales y las Instituciones de garantizar la continuidad y el futuro de una paz y una estabilidad política, ganadas a costa de los mayores sacrificios de la Nación.
Por todo ello, el llamamiento que hoy hacemos a cuantos españoles sienten la necesidad imperiosa de garantizar la continuidad del futuro de España bajo la gloriosa Monarquía de nuestros mayores, recogida en sus principios fundamentales por las Leyes promulgadas por el Jefe del Estado, tiene la vigencia y el patriótico desinterés con que mi augusto primo Don Jaime III se dirigía a todos los españoles en su Manifiesto de París del 23 de Abril de 1931, recién instaurada la República, y en los llamamientos que hizo D. Alfonso Carlos y después yo mismo, después del fallo de la Nación entera, no puede haber más que una sola solución monárquica en España. Y esa gran fuerza nacional, genuinamente española, continuadora del espíritu del Alzamiento Nacional en el que tan decisivamente intervino, dispuestas a sacrificarse en todo momento por la grandeza y la unidad de la Patria, y contando con la colaboración de todos los buenos españoles, es la Causa. Fuera de ella, y de los principios que representa, fuera del cauce legal y jurídico señalado en las leyes de la Monarquía Tradicional, Católica, Social y Representativa, y de la Dinastía de la Legitimidad que la encarna, toda tentativa [de] solución particular o de compromisos de grupo sólo llevaría a reconocer los frutos amargos de un nuevo y estrepitoso fracaso, que pondría en peligro nuevamente la obra tan trabajosamente lograda.
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Última edición por Martin Ant; 11/06/2020 a las 11:32
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