Moral laica: la pesada herencia de la revolución francesa
Francisco Medina
04/10/2012
"Hay que impartir una hora a la semana de moral laica", son las palabras de Vincent Peillon, ministro francés de Educación, que quiere implantarlo como materia obligatoria para el próximo año. "La República tiene una exigencia de razón y de justicia"..."hay que construir al ciudadano", son algunos de los preocupantes juicios, cuyo imperativo categórico nos remonta al kantismo y al lado oscuro y pretencioso de la filosofía ilustrada, de la que Francia continúa prisionera. El ministro deja entrever su preocupación ante el vacío de valores y ofrece una receta que, no por ser nueva, deja de producir inquietud: el Estado como educador del hombre-ciudadano.
No podemos decir que no tenemos datos para anticipar, en nuestros días, las consecuencias de esta concepción del Estado a partir de lo que ha sucedido a lo largo de la Historia. La Francia revolucionaria (la de 1789), que, en nombre de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad, quiso sustituir la educación y la herencia espiritual de una nación cristiana por el culto a la diosa Razón, acabó cometiendo auténticas atrocidades: Danton y Robespierre llegaron a incluir en sus ejecuciones a muchos de sus correligionarios jacobinos durante el Gran Terror, destruyendo, con ello, el tejido social que se había ido formando gracias a la labor educativa de la Iglesia. Con el tiempo, toda Europa experimentó los "beneficios" de la Revolución bajo la bota de la Grand Armeé. Se quiso acabar con los privilegios y establecer la igualdad de todos, pero, al absolutizar la "razón del pueblo" (que es, precisamente, lo que hay detrás de muchos aspectos del movimiento 15-M), toda la nación gala acabó inmersa en una fiebre de ajuste de cuentas que originó el 18 de Brumario y el dominio napoleónico.
Esta dimensión tan ideológica del Estado y de la comunidad política que había impregnado Francia durante el siglo XIX es la que parece estar también presente en el Sr. Peillon, para quien reconstruir la escuela parece consistir en llenar vacíos que el propio Estado ha creado. Los elementos más negativos de la Ilustración francesa (Voltaire, Rousseau) siguen utilizando el concepto de un Estado que iba agrandándose más y más, especialmente tras la aparición de un nuevo modelo de Estado: elEstado del bienestar, surgido a partir de 1945.
¿Contraposición interés común-interés privado?
En el fondo, lo que está presente en la idea del ministro de Educación francés es rescatar el papel del Estado como forjador de la conciencia humana: se relativiza al ser humano: ya no es un bien en sí mismo, por el mismo hecho de existir; sino que existe por el hecho de que su existencia coincide con el "interés general": de este modo, la dimensión del hombre como ser social se entiende como individuo inserto en una colectividad, en la que no cuenta su propia historia.
Es indudable que el pensamiento ilustrado está presente en la sociedad europea, sobretodo, en la francesa. Es un dato que no se puede pasar por alto, porque la plasmación práctica de su contenido ha moldeado toda la historia europea desde 1789 hasta nuestros días: y, en este sentido, ha ganado muchas batallas culturales contra una cierta forma de cristianismo que se mostraba a la defensiva, incapaz de afrontar los desafíos que planteaba la modernidad.
En cualquier caso, esta "construcción del ciudadano", propia del republicanismo cívico, encierra un propósito de inculcar un concepto de solidaridad cívica desde el Estado, frente a lo que el ministro francés llama "el integrismo y a los mercados". De nuevo, asistimos a un intento de monopolio de la educación por parte de un poder que no está dispuesto a abrirse a la sociedad y, por tanto, que trata de asfixiarla. Esta contraposición entre lo público y lo privado, que partía de un dato positivo (la necesidad de evitar el enriquecimiento a costa del otro y de atender a los más necesitados), acaba separando al hombre de sus vínculos de pertenencia (la familia, la comunidad, la iglesia....) para sujetarlo al Estado: la persona como ser social pasa a ser individuo ciudadano (en la práctica, súbdito), titular de derechos y obligaciones cuyo contenido viene determinado por el poder.
Una concepción problemática del hombre-ciudadano
Para el ministro Peillon, el eje fundamental es el respeto absoluto a la libertad de conciencia: algo que, en principio, no sería objetable. El principal problema es que, según el ministro, para garantizar dicha libertad de conciencia, hay que "separar al alumno" de lo que él tacha de "determinismos" y "pertenencias". Esta concepción tan negativa de la libertad de conciencia produce una visión esquizofrénica del papel del hombre en la sociedad: las consecuencias de esto también lo hemos visto en la Historia, con la persecución y el encarcelamiento de sacerdotes y obispos "no juramentados" (aquellos que no acataron la Constitución de 1793 elaborada por la Convención) y las masacres producidas en la represión del levantamiento de la región rural católica de La Vendeé. En suma, el Estado revolucionario trató de persuadir a los católicos fieles a Roma de que le obedecieran por encima de la autoridad del Papa: el concepto de ciudadano es concebido, tanto en la Revolución Francesa como en el siglo XXI, como excluyente (el mismo Rousseau decía que no se podía ser, a la vez, hombre y ciudadano), tan opuesta a la visión de la subsidiariedad: el hombre, en su dimensión social, porque aporta una historia, es capaz de enriquecer la vida pública ofreciendo su experiencia, contribuyendo, con ello, a construir la sociedad.
No le falta razón al ministro cuando sostiene la importancia de la labor educativa de la escuela (entendiendo por ésta la escuela pública) y la necesidad de que el hombre se inserte en una realidad social. El problema es que ignora a los sujetos principales del camino educativo: los padres, a quienes hay que dar el protagonismo en esta tarea. Todos sabemos por experiencia que es en la familia donde realmente se aprenden los valores y criterios con los que confrontamos lo que nos sucede. El Estado no puede sustituir su papel, por más que se empeñe. Y también sabemos que, en la Historia, estas pretensiones del Estado de forjar ciudadanos dóciles y sujetos han producido auténticas catástrofes (Napoleón lo fue en Francia, Hitler en Alemania y el comunismo en Rusia y Europa Oriental).
Por otro lado, cuando el gobierno francés constata el vacío en la educación de los valores, implícitamente está reconociendo el fracaso de este modo de dirigir la educación del ciudadano: los valores republicanos, por sí solos y concebidos como criterios excluyentes para confrontarse con la realidad, son claramente insuficientes para construir a la persona y generan una pertenencia ideológica, que excluye todo vínculo con otras realidades sociales distintas del aparato estatal (asociaciones, Iglesias, confesiones religiosas, partidos políticos, comunidades de vecinos...). En este sentido, no es cierto lo que sostiene el ministro: cuando se ponen en juego las creencias y convicciones religiosas e ideológicas y se vive como diálogo (con lo que implica el respetar y asumir la diferencia), el ámbito público se convierte en punto de encuentro con otros y se abre la posibilidad de compartir valores comunes, partiendo de la experiencia diferente de cada persona. En España también lo hemos comprobado: la invocación a valores abstractos no resiste crisis tan potentes como la actual: o se cae en el más absoluto escepticismo o nos inventamos la revolución (la marcha del movimiento 15-M ante el Congreso recuerda la toma de La Bastilla en Francia o la revolución de Octubre de 1917 en Rusia), con estas consecuencias: que a muchos jóvenes en Francia, habiendo aprendido el valor teórico de la tolerancia, esta educación no les ha servido ni les ha evitado el malestar existencial que estaba detrás de aquellos altercados producidos hace unos años en París; a los jóvenes españoles, la Educación para la Ciudadanía que implantó el Gobierno de Rodríguez Zapatero sólo les ha inyectado más ideología (y les ha nublado más el corazón). Si queremos evitar esto, entonces necesitamos vivir una pertenencia a un pueblo que no esté moldeada por el poder.
El riesgo de los fundamentalismos es real: pero no son los integrismos religiosos los únicos responsables. Los intentos de volver a las esencias de 1789 también generan peligros serios: si volvemos de nuevo a la Historia, podemos ver cómo las escuelas públicas del modelo republicano francés fomentaron el culto al Estado y justificaron tanto el imperialismo como el revanchismo contra Alemania que preparó a Francia a la I Guerra Mundial. Si, finalmente, el gobierno francés decide volver a inculcar el espíritu Ilustrado en las escuelas y en la vida pública, esperemos que la labor educativa de la Iglesia pueda ser un freno al surgimiento de un nuevo Bonaparte, aun cuando exista una Europa unida. Porque sólo aprendemos nuestra dimensión social y, por tanto, la solidaridad cuando vemos que los lazos que se generan en nuestras familias y en nuestra comunidad tienen eco a dimensiones mayores: por eso, nació la Comunidad Europea. Es nuestra historia común, el legado espiritual que ha dejado el Cristianismo en el Viejo Continente (y que aún sigue vivo y presente), lo que ha permitido construir la persona, el pueblo, la nación y Europa. Schumann, De Gasperi y Monnet lo entendieron así. Napoleón, Hitler y el marxismo-leninismo, no.
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