Estimado Cirujeda:

Tal como J. Vergara, no puedo dudar de tu buena fe. Sólo Dios sabe cuántas almas conservan la Fe a pesar de encontrarse entrampadas dentro de las tinieblas modernistas. Sin embargo, no nos corresponde escrutar la inefable Divina Providencia (que siempre vela por los suyos), ni menos aventurarnos por el Misterio de Iniquidad, razón última de la crisis sin precedentes que padece el Cuerpo Místico de Nuestro Señor.
Bien puedes haber recibido innumerables gracias, como las que has descrito. Sin embargo, eso no es un signo de santidad de la “Iglesia” conciliar. El bien que has recibido son las reliquias del catolicismo que subsiste dentro de ella. Pero con procesos más o menos intensos, son remanentes condenados a desaparecer. Y lo están porque todo el ensamblaje doctrinal modernista se basa en el respecto irrestricto a la libertad de la persona humana, que ha usurpado así el puesto que sólo le corresponde a Dios. Así lo establece "Gaudium et Spes" (12,1): "Todo sobre la tierra debe estar ordenado al hombre como a su centro y a su cima”.
Por algo la blasfemia de Paulo VI:
“¿Nosotros también... más que ninguno tenemos el culto del hombre!" (Discurso de Pablo VI para clausurar el CV II: 7/12/65, nº 8).
Secundada por otra no menor de Juan Pablo II:
"Nosotros también, escribía Pablo VI (el 7/12/1965) en nombre de todos los Padres del Concilio Ecuménico del cual yo mismo era miembro, nosotros más que ninguno tenemos el culto del hombre!" (Carta de J.P. II al Cardenal Casaroli el 20/9/1982, con motivo de la fundación del Consejo Pontificio para la cultura). "La religión del Dios que se hizo hombre se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios... Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, sabed reconocer nuestro nuevo humanismo…”

El error modernista es de tal calibre que admite sostener dos sentencias contradictorias sin advertir la violencia intelectual cometida. Así los Papas conciliares han sostenido simultáneamente la Fe Católica y los errores no sólo opuestos sino condenados por la Iglesia.
La sana Doctrina es una e incontaminada, asegurada por la Infalibilidad Pontificia prometida por Nuestro Señor. No podemos conformarnos con una “fe” diluida, materialmente correcta en unos puntos, poco clara en otros y perversa en los más eminentes que por más espirituales se advierten menos. Por algo la tenacidad plurisecular de nuestra Santa Madre la Iglesia en conservar integérrimo el depósito de la Fe, sin importar el costo. Sin la Fe no es posible agradar a Dios.

Me despido en Cristo Rey y en María Reina.