¿Qué sabemos de la llamada Batalla de Guadalete, librada tal día como hoy del año 711? Probablemente, que terminó con la victoria de los moros invasores y la desaparición del reino visigodo en España. Y poco más.
En esa época, el islam no estaba lo suficientemente constituido ni dogmática, ni jurídica, ni políticamente como para poder clasificar lo que se produjo en Hispania en la misma categoría de cuanto —con el tiempo— España hará en América, Inglaterra en la India, o —siquiera— Alemania en Polonia, Japón en Manchuria, o Estados Unidos en Irak. Porque hace falta un estado —o el apoyo de un estado— para proceder a una invasión sistemática.
Las correrías y el pillaje no son invasiones. Por otra parte, Hispania no era un erial despoblado y tampoco lo era el norte de África; y adelantemos que a las legiones romanas les llevó doscientos años lo que las crónicas árabes posterio*res adjudican al islam en tres. Sólo un inconveniente nos sale al paso: resulta que no hay documentación de la época. Conclusión aparente: todo es mentira.

No hay finales ni procesos coherentes: Hispania ha sido raptada. Se acabaron los visigodos como se acabaron los dinosaurios. Salta la explicación folletinesca —la traición de un hipotético conde Julián; ¿realmente puede un hombre vender un Estado?— y la razón religiosa: la pesadilla sólo puede ser obra del diablo, qué habremos hecho para merecerlo, cómo podemos reconquistar lo perdido.
¿Es que se invadió un territorio culto y desarro*llado sin que su población reaccionase más allá de una batalla en Guadalete? ¿Era Pelayo el único peninsular al que le molestaba que alguien entrase en su casa, rompiese sus estructuras familiares, transformase su iglesia en mezquita y recabase impuestos especiales en otro idioma?

Unos alienígenas ocuparon España y fueron expulsados ocho siglos después, por más que tampoco consten tales deportaciones masivas. El Conde de Salazar fue designado por el Rey Felipe III en 1610 para dirigir las operaciones de expulsión de los moriscos de la Corona de castilla, tarea que el Conde desempeñó con particular celo. Cinco años después de los primeros bandos de expulsión en Castilla, y cuando se da por terminada su misión, Salazar lanza repetidas llamadas al rey y al Duque de Lerma alarmado por el gran número de moriscos que vuelve a sus lugares de origen. Su mision fue un desastre.

Túnez caería definitivamente en manos de la imparable caballería árabe en el año 701. Desde luego, debían ponerse a correr los musulmanes, porque les quedaban miles de kilómetros, un mar, y sólo diez años para dominarlos. En una década hasta el 711, sólo da tiempo de ir recogiendo al vuelo las llaves de las ciudades por las que pasan y colocando predicadores del islam en cada aldea. Ni hablar de permisos para la tropa.
Si no hay tiempo de que aquellas invadidas masas se resistan, menos aún de volver a casa. Que se olvidasen los jinetes árabes para siempre de sus familias. Arabia había quedado despoblada y su población multiplicada en el exterior. No tenían tiempo; ni siquiera para pararse a luchar, o a pensar cuánta gente y años hacen falta para predicar en cada aldea, o para acabar con cada mínima resistencia. Porque no podían retrasarse: tenían una cita ineludible con los historiadores en Guadalete, en 711, donde se asume que cayó Hispania. Y los historiadores no esperan a nadie.
La referencia no es jocosa; es patética. Las fechas han sido ajustadas posterior*mente, sin el más mínimo contraste científico de las crónicas que las arrojan —y eso que son todas crónicas tardías, de las que habría que haber desconfiado por sistema. Y el proceso es muy similar a las noticias veterotestamentarias: de Adán y Eva a la diáspora judía en pocos miles de años-, ¿que debemos ajustar la Historia por imperativos religioso-políticos a las fechas del presente que conocemos, y desde aquí partir hasta hacer encajar en años redondos la creación del mundo? Pues digamos que los patriarcas vivían novecientos años, y así nos salen las cuentas generacionales. Ya redondearemos con Matusalén. De modo similar, las crónicas árabes del siglo X y posteriores deberán justificar y normalizar —como buenos órganos de propaganda— la llegada de nuevos contingentes a un Al Ándalus no tan drásticamente islamizado como nos cuentan. Ocurrirá más aún con la entrada de almorávides, almohades, beni-meriníes y tantas otras invasio*nes no censadas.

General Bremond, Berbères et Arabes. París: Payot, 1950. Tras su avance por el desierto norteafricano durante la II Guerra Mundial —al frente de contingentes aliados en contra de Rommel-, se pregunta este general quién puede creerse el milagro de la caballería árabe. El general era consciente de la impedimenta que necesita una caballería, las dificultades de embarcar caballos, la ingente cantidad de agua que deben llevar en su avance... El general Bremond lo plantea a las alturas de movilidad de un ejército moderno: la dificultad se multiplica con las capacidades proto-medievales

La cadena de presuntos conquistadores árabes— Ukba en el norte de África, Taric en Hispania, la etérea llegada salvífica de Musa (Muza)...- es un mito. El Corán se había revelado ya, pero no se había difundido. Damasco había sustituido ya a Meca y Medina en la capitalidad de cuanto vaya a llamarse revolución islámica. Pero Damasco aún habla griego y siríaco/arameo. No hay estado islámico así definible hasta la llamada revolución de AbdelMalik, iniciada —que no consumada— como muy pronto en 685; cuarenta y tres años después de la pretendida conquista árabe de Alejandría —en 642. De ahí, a la proyección exterior de ese estado, no hay tiempo posible si debemos llegar a Guadalete en 711.
No conquistó Al Ándalus ese Islam-estado. Sí lo hizo el islam religión-ambiente cultural, pero de un modo imperceptible; sin llamarse aún islam. Y no en los tres ínclitos años de 711 a 714.