Algo más de seis décadas nos separan del final de la guerra civil española. Los últimos supervivientes se encuentran ante el doloroso trance de dejar de ser un testimonio vivo de la historia. Sin embargo, el debate sobre aquel acontecimiento y su prolegómeno que fue la II República, que a veces parece querer hacer pervivir un inútil e innecesario guerracivilismo impulsado por los intereses de la propaganda política y los deseos de saldar cuentas con la derrota por parte de la izquierda española, continua siendo objeto de permanente actualidad.
El mito de la II República levantado por la izquierda en los mismos tiempos de la contienda, el mito que ha presentado la guerra como producto de una rebelión militar en defensa de intereses de clase, y a la contienda como el enfrentamiento entre la democracia y el fascismo, comienza lentamente a desvanecerse ante el empuje de una profunda revisión historiográfica que, poco a poco, va abriéndose paso entre la censura mediática con la que se la intenta silenciar y el mantenimiento de los mitos por parte de la historiografía de izquierdas, que aún trata de salvar el mito haciendo concesiones ante la difusión de las nuevas investigaciones, y de un sector de lo que se podría denominar historiografía liberal-conservadora, cuyo ejemplo más característico podría ser el del profesor Javier Tusell.
Estas nuevas aportaciones, que están desmontando el mito de la República, vienen, es cierto modo, a suscribir, como un eco lejano, parte de las razones e interpretaciones de los vencedores de la guerra. Naturalmente nos encontramos con otro lenguaje, muy alejado del lógico e inevitable maniqueísmo de aquellos tiempos. Por otro lado, muchas de las intuiciones de entonces ahora se presentan avaladas por una ingente documentación.
Hoy resulta difícilmente sostenible, salvo en la propaganda mediática, la imagen de una República que perece por la acción de un golpe fascista y antidemocrático. La II República resultó, finalmente, inviable por su incapacidad de consolidarse como régimen democrático. La historia de la II República es la de un proceso de exclusión, ya que en ella acabarán perdiendo el derecho y la posibilidad de gobernar las derechas y de ella fueron excluidos los católicos. La II República pereció, no por el asalto y acoso de las fuerzas antirrepublicanas y autoritarias de la derecha, sino porque en su seno se desató un lento proceso revolucionario en dos vertientes, marxista y anarquista, pues la mayor parte de la izquierda española consideró siempre la república burguesa como un período de transición y no como un fin. La II República tampoco logró, y es un factor esencial, el necesario consenso político, principalmente por la consideración patrimonial que los republicanos, encabezados por Manuel Azaña, tuvieron de ella, lo que les llevó al jacobinismo y al peligroso ejercicio de la exclusión.
El proceso revolucionario, que fue adquiriendo intensidad durante la II República, estalló de forma violenta a partir de febrero de 1936 y se hizo realidad como revolución en julio de 1936. Resulta insostenible mantener la pervivencia histórica de lo que fue la II República después de julio del treinta y seis, por lo que es preciso asumir una nueva definición. Es imposible sostener, por muy laxa y abierta que sea la interpretación, que la zona frentepopulista fuera la continuación de la república burguesa y del proyecto político de los republicanos, y por tanto de los restos de un sistema democrático occidental.
La revolución que se desata en la zona frentepopulista no es realmente consecuencia y respuesta de la rebelión cívico-militar, sino la lógica desembocadura del proyecto final del Partido Comunista, de las diversas facciones anarquistas y del ala mayoritaria del Partido Socialista Obrero Español que tuvo por líder a Francisco Largo Caballero. De ahí que Payne haya tenido que acabar admitiendo que la "rebelión militar fue un ataque preventivo", con todo lo que ello significa.
Esta realidad subrayada es la que nos obliga a admitir como válida la propuesta de definir el período histórico que sea abre en la zona frentepopulista, a partir de julio de 1936, como la Tercera República Española o la República Revolucionaria.
La evolución de esa República revolucionaria estuvo marcada, y ahora lo confirman los documentos de la URSS y los primeros estudios sobre los mismos, por la presencia del Partido Comunista, que aspiraba a asumir la hegemonización política, y por la bolchevización, querida y promocionada, del PSOE, así como por las orientaciones de la Komintern y por las decisiones finales del propio Stalin. La progresiva sovietización, con purgas incluidas, de la zona frentepopulista es otro hecho incuestionable, al igual que el objetivo de la misma continuamente anunciado: crear una democracia de nuevo tipo. Un sistema que siguiera la esta de lo aplicado en Mongolia en 1924.
Esta realidad, asumida en la historiografía nacional, presente en los trabajos de Ricardo de la Cierva, fue celosamente camuflada por la dictadura cultural e historiográfica ejercida por la izquierda desde el final de la II Guerra Mundial. Fuera de España, algunos estudios clásicos como los de David T. Catell o Burnett Bolloten (The great camouflage. The Communist Conspiracy in the Spanish Civil War), ya denunciaron esta realidad. Sin embargo, hemos tenido que aguardar hasta prácticamente hoy para que las primeras investigaciones sobre fuentes soviéticas confirmen no sólo esta realidad, sino la gigantesca campaña propagandística que la ocultó. Especialmente clarificadores han sido, en este terreno, los trabajos de Ronald Ardoz, Mary Habeck y Gregory Sevostianex (Spain betrayed), o el de Antonio Elorza y Marta Bizarrondo ("Queridos camaradas. La internacional comunista y España, 1919-1939); a los que se suman los trabajos de Pío Moa, las reactualizaciones de Ricardo de la Cierva o las investigaciones sobre la represión republicana de César Vidal y Casas de la Vega, que comienzan a colocar las cifras en su sitio. En esta línea también es necesario significar la puesta al día sobre el estado de la cuestión realizada recientemente por Stanley G. Payne (Unión soviética, comunismo y revolución en España, 1931-1939).
Las conclusiones son inapelables y no hacen sino suscribir lo que los mismos comunistas sostuvieron en otros tiempos: en España los consejeros rusos trabajaron por la sovietización del país, y el PCE, junto con la mayor parte del socialismo, buscaron crear una "democracia de nuevo tipo" siguiendo los planteamientos del VII Congreso de la Komintern (1935), que podría considerarse el primer ensayo de las Repúblicas Populares creadas por Stalin en el Este de Europa hasta la II Guerra Mundial.
Los testimonios aportados, en este sentido, son irrebatibles. Para La Pasionaria el objetivo era una "república parlamentaria y democrática pero de nuevo tipo"; para Dimitrov, secretario de la Komintern, "España fue el primer ejemplo de una democracia popular" (1947); el dirigente comunista Julián Gorkin, llegó a escribir un libro titulado "España, primer ensayo de democracia popular"; y, en 1984, Santiago Carrillo afirmaba: "es claro que si la República hubiera vencido habríamos sido el primer ejemplo de una democracia popular".
Queda pues precisar los orígenes de ese proyecto revolucionario que sacudió e impidió, junto con otros factores, el normal desarrollo de la República. Después de las investigaciones de Pío Moa y de la publicación del programa revolucionario socialista para la revolución de octubre de 1934 pocas dudas quedan sobre la posición mayoritaria del socialismo, porque ese programa contenía propuestas que abrían la implantación del socialismo real en España: declaración de todas las tierras como propiedad del Estado, control industrial por parte de los trabajadores, disolución del Ejército. A lo largo de 1935 el sector caballerista del PSOE pedía abiertamente la bolchevización del PSOE. Y en 1936, con un socialismo controlado por Largo Caballero, se defendía abiertamente el fin de la república burguesa para dar paso a la república socialista: "llamarse socialista no significa nada, hay que ser marxista, hay que ser revolucionario… la conquista del poder no puede hacerse por la democracia burguesa, la clase trabajadora tiene que apoderarse del poder político… queremos establecer la dictadura del proletariado, no para reformar, si no para transformar el régimen actual" (Largo Caballero, 24-I-1936).
El Partido Comunista, fiel súbdito de Moscú, ya que entonces los partidos comunistas nacionales eran secciones del PCUS, jugó un papel secundario hasta después de las elecciones de 1936, pero no es menos cierto que el en torno de Largo Caballero experimentó la tendencia bolchevique que después se manifestaría durante la guerra (Negrín, Álvarez del Vayo, Araquistain, Edmundo Domínguez, Amaro del Rosal, Felipe Pretil, Margarita Nelken, Francisco Montiel, Santiago Carrillo) y que contribuiría al intento comunista de hacerse con el poder en la república revolucionaria entre 1937 y 1938. Desde el VII Congreso de la Komintern y el lanzamiento de la táctica del Frente Único que cristalizaría en el Frente Popular se tenía la concepción del mismo como un elemento clave para el avance hacia la revolución. Cierto es que la posición en España del Frente Popular fue dual: hubo una idea del FP promocionada por los republicanos, impulsada por Azaña, que creía posible restaurar la conjunción que había protagonizado el primer bienio de la República; hubo otro FP promocionado por el PCE y el mayoritario sector caballerista del socialismo que lo veía como el inicio del proceso revolucionario, este sector sería el que al final acabaría imponiéndose mientras se mantenía la ficción del otro Frente Popular, en la primavera trágica de 1936. Ese será el Frente Popular que se haga con el poder real a partir de julio de 1936, haciéndose efectivo con el gobierno Largo Caballero, que será el primer peldaño hacia el intento de dominación comunista en España que, como primera fase, como anotaba Dimitrov dará como resultado la aparición "de un tipo específico de república con una auténtica democracia popular".
Francisco Torres García
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