Revista FUERZA NUEVA, nº 508, 2-Oct-1976
LO QUE ESPAÑA PRECISA
Ví y oí en la Televisión (que se dice española) al presidente del Gobierno, don Adolfo Suárez. Este, durante dieciocho minutos, nos explicó a los españoles cómo va a destruirse en unos meses, con los dos primeros gobiernos de la Monarquía, todo aquello que se construyó y levantó en cuarenta años de heroísmo primero, de sacrificio, trabajo, ilusión, entrega y unidad entre los hombres, las clases y las tierras de España después, guiados por la mano firme, la inteligencia clara, la voluntad decidida y el patriotismo acendrado de un Caudillo.
Y confieso sinceramente que, cuando haciendo acopio de paciencia y buena voluntad le oía, sin darle al interruptor, hablar de la soberanía del pueblo como fuente de la verdad y de todos los derechos, y de los votos y las urnas como curalotodo milagroso que pondría remedio a todos nuestros males políticos, sociales, morales y económicos, me iba entrando la muy razonable duda de si don Adolfo nos hablaba en serio a los treinta y cinco millones de españoles o, por el contrario, nos estaba gastando una fina broma. (...)
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Ni llegaba a convencerme tampoco de que con ello se iba a restablecer el orden público y el prestigio de nuestras Fuerzas de Seguridad, tan maltratado hace tiempo y desde todos los ángulos, ni que habría de recobrarse la unidad, la libertad y la grandeza de la Patria —que no del «país»— rotas hoy en mil pedazos por la libre acción de los separatismos de toda clase, la constante coacción que sobre ella ejercen las internacionales de todo tipo y la permanente acción demoledora que sobre el prestigio de España y el alma de los españoles se realiza por todos los medios, sin que el Gobierno y la Administración hagan nada por impedirlo.
Ni por supuesto creo que con urnas, votos y elecciones el campo vaya a rendir más; ni que la industria vaya a adquirir más seguridad y confianza o a aumentar la producción a fuerza de huelgas; o a subir la Bolsa al compás de las entrevistas que nuestros hombres de gobierno celebran con conocidos marxistas y separatistas; o el turismo a restablecer su ritmo a golpe de atracos, crímenes, disturbios y algaradas; y que los hombres y mujeres del pueblo español vayamos a recobrar la fe y la confianza que un día tuvimos en nuestro Caudillo y que desde luego hoy no tenemos en quienes mandan.
Y si yo digo que no creo ni en las palabras del señor Suárez, a quien tanto adulan la televisión y la prensa —antes adularon a don Carlos Arias hasta que le empujaron y condujeron al desastre para luego volverle la espalda—, ni en el remedio electorero que nos ofrece a los españoles, ¿para qué vamos a hablar de lo que toda esa monserga va a conformar y a aplacar a las rojerías nacional e internacional, ya que lo que éstas en definitiva quieren y buscan es el asalto rápido al poder —mejor aun si se lo entregan en bandeja, a través de la «ruptura pactada», quienes ahora lo detentan— para una vez instaladas en él acabar con todas esas zarandajas de la democracia, la participación y la voluntad del pueblo soberano, en las cuales creen aún menos que yo, y ya es decir?
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(...) La verdad es que todos ellos hacen su juego personal, que nada tiene que ver con el supremo interés de España. Y que con reforma o con ruptura, con las Cortes y el Consejo Nacional o sin ellos, con el procedimiento de urgencia o con los decretos-leyes con los que nos amenazan, el final y la meta que se buscan son los mismos: acabar por la vía más rápida posible con toda la unidad, la libertad y la grandeza que a España le dieron unos años de heroísmo y de lucha, trabajo, disciplina, sacrificio y paz, mientras la nación marchó en orden y unida como querían nuestros Reyes Católicos.
Sería estúpido y suicida empeñarse en no ver que hoy España está rota y corroída en sus cimientos por la falta de autoridad, de disciplina y de fe en sus propios destinos, y a merced de los dictados que llegan de Moscú o Praga, París o Amsterdan, Estocolmo o Londres, Nueva York o Roma. Rota por los separatismos más viles y repugnantes, por la lucha y el odio de clases, por las ambiciones bastardas de los partidos políticos y por las mezquinas apetencias de su clase dirigente degradada y abyecta, por los desórdenes y asonadas callejeras en los que imponen su voluntad los matones y profesionales de la subversión mientras la fuerza pública recibe órdenes de aguantar impertérrita los más atroces insultos; y que, puestas así las cosas, lo mismo nos da a los españoles que a esto le llamen democracia que europeísmo, participación del pueblo soberano que reconciliación, reforma que ruptura pactada o sin pactar, república que corona. Su verdadero nombre es el de traición a España.
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Ha llegado la hora de dejar a un lado las cobardes prudencias, las mezquinas y estériles querellas internas, las mentidas disciplinas y lealtades, las falsas posturas apolíticas, para recordar que la única lealtad que de verdad importa es la lealtad a España y a su destino inmortal, que es la que un día juramos al besar la Bandera; la hora y el momento preciso de no aguantar más que nuestros gobernantes sigan chalaneando con el reconocimiento de la «ikurriña», la autorización de las «diadas», la entrega de los sindicatos (y con ellos de doce millones de trabajadores a las Comisiones Obreras comunistas), el fraccionamiento y la dispersión de las regiones y las tierras de España.
Todo tiene su límite en este mundo, y creo que le ha llegado el suyo a nuestra paciencia ante la quema impune de banderas españolas, el desfile grotesco de viejos fósiles rencorosos e incapaces y la dejación (que ya se adivina) del poder, en manos de un siniestro frente popular. (...)
Juan MOSO GOIZUETA
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