Revista FUERZA NUEVA, nº 508, 2-Oct-1976
Momento político
La dimisión del general De Santiago como vicepresidente de la Defensa en el Gobierno Suárez es sintomática. Para Fernández de la Mora es un hecho de relevancia política no conocida desde 1936. «Es un ejemplo emocionante en medio de tantas claudicaciones y disimulos», dice Antonio Izquierdo en «El Alcázar». Y parece obvio que este ilustre requeté, que tuvo que sufrir con paciencia de Job el período de Arias y una parte del actual que ha hecho bueno al anterior, lo cual es gravísimo, ha dejado su alto cargo, por no colaborar en la libertaria destrucción del Régimen nacido de una Cruzada. Es de esperar, por lo mismo, que su conducta sea emulada por otros.
Porque el Ejército no puede permanecer ajeno a este proceso acelerado de desintegración de España. Los últimos hechos, con un ministro de la Gobernación dando el visto bueno a una bandera separatista, la tolerancia de partidos que sólo buscan la ruina de la Nación, la demolición de las instituciones que tenían la más firme raigambre nacional, la tolerancia con la degradación de costumbres (blasfemia, pornografía, drogas, etc.) y el hecho sin precedentes de la humillación vergonzosa ante el Mercado Común, el Consejo de Europa o cualquier político extranjero, sea o no gobernante de un país (caso insólito en la patria de Indívil y Mandonio, de Viriato, del Cid, de Guzmán el Bueno, de Isabel la Católica y de los héroes de la Guerra de Independencia), son para soliviantar al más frío.
La más peligrosa argucia, sugerida por el enemigo machaconamente, es la de que el Ejército debe ser apolítico; pero, obviamente, en el país que se pretende destruir. Porque en China para ser militar de alta graduación, y lo mismo en la Unión Soviética o en cualquier país marxista, hay que ser hombre del Partido. Tampoco en las democracias, pese a su liberalismo, llega a mandar el Ejército un hombre de filiación o ideas políticas ajenas y, mucho menos, contrarias al Régimen. No creo que el Ejército inglés esté en manos de un republicano, ni el francés mandado por un monárquico (y menos por un hombre de Doriot), ni el italiano bajo un dirigente fascista; ni el alemán regido por un militar hitleriano, ni el norteamericano dirigido por un dictador.
Superado un tiempo nefasto, de influencias de sectas e Internacionales, España confió en sus hombres de la Milicia, en virtud de aquel aserto calderoniano de que el Ejército es «una religión de hombres honrados» y en el principio de que las Fuerzas Armadas son, por antítesis pura, lo contrario de la democracia, ya que implican unidad, orden y disciplina y. sobre todo, institución jerárquica. El Ejército, "en suma, es en nuestra Patria el heredero de las mejores virtudes de la raza y de la tradición, que están en colisión con toda extranjería política, como es la democracia liberal, enemiga de Dios y de España, como la Historia ha demostrado.
Ante las circunstancias actuales, las más graves de la Historia —peor incluso que las de 1936, como ya anticipó el Caudillo—, las gentes, ese pueblo al que nada se ha consultado y que tanto padece, se pregunta, ¿pero qué hace el Ejército? Los ojos de los españoles están fijos en el uniforme militar. La única y última esperanza siempre. Por lo pronto, el teniente general De Santiago ha decidido no colaborar en este proyecto de destrucción del Régimen del 18 de Julio, por fidelidad, sin duda, a España, a Franco y a un millón de muertos que dieron su vida por una Patria unida y no dividida en diez repúblicas democráticas socialistas.
EL DIRECTOR
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