Fuente: Índice de Artes y Letras, Número 174, Junio 1963, página 23.
IGUALDAD DE OPORTUNIDADES
Dos nuevas cartas abiertas
ZARAGOZA
A RAFAEL GAMBRA
Apreciado maestro:
Quiero, y más aún en esta carta en que disiento de usted, empezar llamándole maestro. Para los jóvenes que hoy proseguimos conscientemente el hilo de la Tradición, no hay duda de que su nombre figura entre nuestros maestros más inmediatos. Maestros que no santones. El maestro tiene discípulos, el santón imitadores. Los discípulos no copiamos, reconocemos lo debido al Magisterio, pero nos esforzamos en la búsqueda propia de la verdad, aunque tengamos que apartarnos del que nos enseñó.
Usted ha escrito sus mejores páginas describiendo la sociedad tradicionalista. Para ello, se ha inspirado, con frecuencia, en la estampa idílica de aquellos pueblecitos de su Roncal nativo bajo el antiguo régimen. El método es legítimo, no cabe duda, para examinar bajo un prisma concreto los rasgos esenciales de aquella sociedad. Pero nos tememos que, a fuerza de mirar hacia atrás, se haya quedado en la nostalgia. Que ni siquiera haya ahondado en lo que sería hoy la sociedad de no haber sido por el corte revolucionario…
La actitud antitradicionalista no ha sido fruto de un día, sino que ha seguido una lenta evolución de siglos. Quizá su iniciación deba buscarse en la recepción del romanismo en la Baja Edad Media. Pero el corte brutal de la continuidad histórica se dio con la Revolución Francesa. No voy a descubrir nada nuevo para usted en la estafa que significó la revolución burguesa, acabando no sólo con el predominio de los nobles, sino con las libertades y propiedades de las clases trabajadoras.
Pero la Revolución Francesa formuló unos principios. Unos lemas que hoy podemos pensar fueron el instrumento del chantaje. Pero lo indudable es que constituían una aspiración escondida en los corazones de las masas y tras los que se han hecho todas las revoluciones posteriores. La igualdad y la fraternidad solemnemente proclamadas en 1789 pertenecen a la entraña de la biología histórica y son hoy aspiraciones irrenunciables de toda actividad política.
Y aquí surge la igualdad de oportunidades, como un correctivo a la sociedad burguesa que proclama la igualdad teórica y no la realiza en la práctica.
Y basta de preámbulos: ¿Es admisible la igualdad de oportunidades en una sociedad tradicionalista? De entrada, dejaré dicho, que la postura de los jóvenes carlistas es francamente afirmativa, hasta el extremo de justificar ésta como la única sociedad que puede hoy realizar la igualdad de oportunidades sin ahogar la libertad.
Creemos en la igualdad esencial de naturaleza entre los hombres. Nos damos cuenta de que la sociedad para subsistir necesita diferenciaciones. Pero estas diferencias, hoy no pueden consistir en la cuna ni en la riqueza, sino en el trabajo, en la función social realizada. Pero esto tiene –a nuestro juicio– dos correctivos. La jerarquización no debe ser estática, ni rígida, ha de ser, en palabras de J. L. Rubio, «móvil». Esto implica la igualdad de oportunidades. Y por otro, que las diferencias por esta jerarquización han de ser mínimas y reducidas a la función social. Una conquista de los tiempos modernos que nos parece excelente, y que debe ser acelerada y extendida a nuestra Patria, es esa posibilidad de que el trabajador a la salida de la fábrica pueda, con su familia, tener acceso a la misma ópera, cine, biblioteca, disfrutar de vehículo propio de la misma marca que su patrono o que cualquier profesional, pertenecer al mismo Club de recreo, etc.
La igualdad de oportunidades tiene su más importante aplicación en el campo educativo. Creo recordar algún artículo suyo protestando de la educación igual para todos los estudiantes, sin consideración a sus futuras actividades. Respecto a esto, creo hay un mínimo de nivel cultural que debe ser impartido para todos y que hoy en nuestra Patria puede concretarse en enseñanza primaria y bachiller elemental, que debieran ser obligatorios. Y luego, los estudios especializados que requiera la profesión del interesado…, pero que ésta venga determinada por su propia vocación y no por la posición familiar. Esto sentado, conviene deshacer el sofisma que identifica la democratización de la enseñanza –el hacerla accesible según la capacidad, aunque se carezca de bienes económicos– con enseñanza estatal. Que el Estado, como tutelador del bien común, deba proporcionar medios y fijar condiciones, no equivale a negar la autonomía de los centros de enseñanza.
Intentaré ahora deshacer el nudo de su objeción. Para usted, al formular la igualdad de oportunidades se está planeando sobre las orientaciones de la sociedad; y toda planificación encierra un totalitarismo, «que hayan de existir unos proyectistas y organizadores del mecanismo social». Toda planificación, ¿encierra un conato de vertebración desde arriba de la sociedad?, ¿no es posible planificar para la libertad?
Creo que los técnicos de la planificación son, a veces, más respetuosos para la sociedad que los ingenuos liberales del siglo XIX. Ellos son los que han puesto de relieve las limitaciones del Estado nacional. Los que lo están superando, por arriba en integraciones más amplias, en un proceso federativo; y por abajo, la región –algo tan querido para nosotros– está hoy de nuevo sobre el tapete de la política.
Sí, ya sé que esto no es aún regionalismo. Descentralizar no es todavía reconocer la personalidad de la región, como bien ha señalado usted en su «Monarquía social y representativa». En España, en que tanto hoy se habla de planes y planificación regional, aún no se ha llegado a la etapa de descentralización. La argolla del centralismo se ha reforzado con dos decretos recientes: el del 58, sobre facultades de los gobernadores civiles, y el último de Régimen Económico de las Corporaciones Locales.
Pero… la planificación está aún en mantillas. Es un instrumento técnico susceptible de usos bien diversos. Mas hay que reconocer que también pertenece a la biología histórica. Es propio del hombre el prever. Y el marcado carácter económico de las planificaciones es lógico fruto de unas sociedades que anhelan un progreso rápido y que quieren evitar las crisis económicas que periódicamente están azotando el siglo XX.
Hay planificaciones que son indicativas, en que se aconseja a la iniciativa privada las medidas a adoptar. En una sociedad tradicionalista las instituciones pueden sin ningún inconveniente planificar. No se trata de que los técnicos impongan su criterio, sino de que ofrezcan a las autoridades del municipio, región, etc., las diversas medidas o soluciones para que éstas elijan y decidan cuál se ha de aplicar. En el terreno de la planificación, el principio de subsidiariedad puede realizarse plenamente. Promulgado un plan regional, corresponderá al órgano gestor de la comarca o municipio dictar las medidas para aplicarlo dentro de su territorio.
Esto exige llevar a los órganos de la planificación no sólo economistas, sino sociólogos. Hombres que sepan que la planificación es un medio y el hombre, un fin.
Esto es lo que quería decirle, señor Gambra. Ésta es la raíz de nuestra postura. La tradición no es el ayer, tiene que ser el mañana. Y a nosotros –por jóvenes– nos corresponde el edificarlo. En este compromiso va nuestro esfuerzo.
Amigo y discípulo –si no personalmente, que no he tenido ese gusto, por sus escritos–, le saluda,
Pedro José ZABALA
ALEMANIA
A RAFAEL GAMBRA Y A SÁNCHEZ DE LA TORRE POR INTERMEDIO DE FERNÁNDEZ FIGUEROA
Mi querido amigo:
Como no tengo el gusto de conocer personalmente a sus colaboradores Rafael Gambra y Ángel Sánchez de la Torre, que tan resuelta y denodadamente se han lanzado a disputar sobre las páginas acogedoras de INDICE un tema actual y candente quiero, sin embargo, terciar en la contienda.
Cualquiera que me conozca o haya leído mis escritos sabe que comparto, en general, la tesis de Sánchez de la Torre, que está, por lo demás, admirablemente expuesta. Así, por ejemplo, la descripción que él hace del «totalitarismo» es casi idéntica a la que yo empleé en un artículo aparecido en el mismo número de INDICE que el primer trabajo de Rafael Gambra para caracterizar a esos grupos sociales que pretenden patrocinar un sistema de gobierno sin partidos políticos, cuando lo que realmente desean es suprimir los partidos contrarios, pero no el propio. Sin embargo, creo que la argumentación de Sánchez de la Torre ha sido insuficiente y, sobre todo, ha elegido mal el punto de ataque, como lo demuestra la relativa facilidad con que su interlocutor ha salido del paso. Es verdad que Gambra utiliza la palabra «totalitario» en un sentido totalmente distinto al que es habitual. Para Gambra «totalitario» viene a ser sinónimo de «democrático», mientras que nosotros creemos que estos términos se excluyen mutuamente. Es naturalmente difícil hallar una base mutua de discusión cuando se retuercen los conceptos hasta ese extremo; por eso creemos que Sánchez de la Torre se ha dejado enredar hasta cierto punto en este equívoco. A este respecto es interesante constatar cómo Calvo Serer, un hombre ideológicamente próximo a Gambra, utiliza rectamente los términos «totalitarismo» y «democracia» en su reciente artículo titulado «Un poder ejecutivo fuerte» («ABC» del 10 de mayo de 1963), un artículo que revela la evolución del pensamiento de este autor, cuya inteligencia siempre hemos admirado.
La falta de Sánchez de la Torre consiste, como hemos dicho, en haberse «enganchado» en la frase que el mismo Gambra había subrayado en su trabajo cuando realmente el «meollo» de éste se encontraba más bien en la frase siguiente y en el párrafo que venía a continuación. En efecto, Gambra dice ahí:
«Si la sociedad se concibe no como un conjunto de individuos vincular y jurídicamente iguales, sino como un conjunto de familias, de pueblos, de profesiones y corporaciones, etc., que viven en común y son meramente armonizados por el poder público, el ideal de Igualdad de Oportunidades no tiene sentido ni viabilidad práctica».
Y a continuación describe esa sociedad arcádica de «duques y pastores» que él concibe.
Nosotros tenemos que reconocer que estamos totalmente de acuerdo con Gambra. En efecto, si la sociedad se concibe como él dice, entonces el principio de Igualdad de Oportunidades sobra. Lo que ocurre es que la sociedad no la concibe así nadie. La sociedad se compone, efectivamente, de individuos que son naturalmente iguales y que son, además, jurídicamente iguales según el Derecho Natural y cada vez más, gracias a Dios, según el Derecho positivo. Las diferentes cualidades con que esos individuos son dotados por la Providencia no afectan en modo alguno a su igualdad esencial. Como tales cualidades, son accidentales (esta distinción es también aristotélica). Esos individuos confluyen espontáneamente en la formación de las «entidades intermedias», las cuales a su vez se integran en el Estado y son reguladas y también –¿por qué no?– organizadas por el Estado. Ningún partidario de la Igualdad de Oportunidades considera a la sociedad como una «masa amorfa e inerte», como dice Gambra. Por el contrario, estimamos que la sociedad se articula de forma admirable en multitud de entidades, cada una de las cuales tiene su fin propio que cumplir, de tal modo que no sólo tales entidades «viven en común», unas al lado de otras, sino que se interrelacionan, se compenetran y se influyen mutuamente, formando un organismo, en el cual el Estado representa la forma superior de organización. Esa enemiga contra los «organizadores» es en realidad una enemiga contra el Estado, típica de la escuela de pensamiento a la que pertenece Gambra, que no es otra cosa que un anarquismo larvado y que conduce al absurdo de meter en el mismo bote al Estado democrático y al totalitario, dos entidades que no tienen absolutamente nada en común.
La inconsistencia de la postura de Gambra se revela aún más en esta frase:
«Ciertamente que en esa sociedad no es (ni deber ser) imposible que un pastor se convierta en duque o que un duque se haga pastor, pero ese cambio de status social requiere un hecho fuera de lo común: no es fruto de una aspiración normal como es en el que estudia bachillerato llegar a poseer un título universitario (¡!)».
Bien, precisamente de esto es de lo que se trata con la igualdad de oportunidades: de que pueda cumplirse la aspiración normal de que todo estudiante de bachillerato pueda llegar a poseer un título universitario, si está para ello capacitado, y otras aspiraciones semejantes, igualmente normales. No sólo en la sociedad «ideal» que Gambra imagina, sino también en la sociedad real de nuestros días, es una cuestión totalmente fuera de lugar y carente de interés el que un duque pueda hacerse pastor o un pastor duque. En realidad duques y pastores apenas sí existen ya como no sea en las novelas rosas y en ciertas almibaradas operetas con paisaje tirolés. Hoy lo que hay son ingenieros, médicos, profesores, técnicos de electrónica, torneros y granjeros, que atienden al ganado a lomo de caballo o en jeep, y necesitan, como toda profesión, un cierto adiestramiento… Y todos sabemos que los duques no se «hacen» en el laboratorio o la biblioteca, sino en la alcoba nupcial.
Por lo demás, es evidente que esa «sociedad» que Gambra nos propone como modelo, si alguna vez existió, no existe hoy, y Dios quiera librarnos de que alguna vez llegara a existir. Pues sería la sociedad del estancamiento, de la parálisis, de la inutilidad y del tedio irresistible. Una sociedad en la que los hijos de los carpinteros habrían de ser carpinteros, los de los albañiles, albañiles, y los de los ingenieros, ingenieros, sería una sociedad que se cerraría a sí misma el camino de todo desenvolvimiento y progreso. ¿De dónde habrían de salir los técnicos de las profesiones nuevas, cómo se llenarían las crecientes necesidades en técnicos y profesionales de todas clases que caracterizan a toda sociedad en movimiento? Detrás de esta grotesca pretensión se encierra palmariamente, y esto sí que lo ha visto Sánchez de la Torre y lo ha señalado certeramente, el desasosiego producido al ver que esta sociedad de nuestros días no reserva ya los puestos clave que conducen al ejercicio del poder político a los miembros de una clase determinada, cerrada e insolidaria, que se considera a sí misma como «predestinada para la función del mando».
Por último, no es posible dejar pasar en silencio esa asombrosa afirmación, contenida en la respuesta de Gambra a Sánchez de la Torre, según la cual los que somos partidarios de la igualdad de oportunidades tenemos fe en la razón y en la técnica humana, pero no en Dios. Prescindiendo del atrevimiento que supone atribuirse el derecho a definir alegremente quién tiene fe en Dios y quién no, cabe preguntarse si hay algo que autorice a admitir que la fe en Dios y el respeto a los dictados de la razón humana sean incompatibles. Después de todo es esa misma razón humana, por algunos tan vituperada, la misma que nos suministra las pruebas de la existencia de Dios. En verdad que no merece la pena detenerse demasiado en discutir esta afirmación, que no ha de ser compartida por ninguna persona en su sano juicio.
Permítame, querido Fernández Figueroa, que a su través exprese mi simpatía a los dos protagonistas de la singular contienda. A Ángel Sánchez de la Torre, porque comparto sus preocupaciones. Y a Rafael Gambra, porque lamento haberme visto obligado a criticarle duramente, lo cual no es nunca agradable. Sin embargo, espero que él comprenda que todos podemos alguna vez equivocarnos, y que a él en esta ocasión no le ha acompañado el acierto. Otra vez podré ser yo el equivocado, y entonces podrá tomarse cumplida revancha. Así es como avanza el mundo: Trial and error…
Modesto ESPINAR
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