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Tema: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

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  1. #1
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 4

    Fuente: Archivo Fal Conde, Universidad de Navarra.



    Escrito dirigido a Don Javier por los miembros de la Comisión que fue designada en la llamada “Asamblea Extraordinaria de la Comunión Tradicionalista Navarra”


    SEÑOR.

    Previo un saludo respetuoso, y la reiteración del testimonio de nuestra fervorosa adhesión, tenemos el honor de remitir a V. A. copia del acta de la Asamblea celebrada, el pasado día 16 del actual, en esta Capital, referente al grave asunto y propósitos de que S. E. El Generalísimo dio notificación a nuestros correligionarios y amigos Sres. Conde de Rodezno, Martínez Berasáin, Ulibarri y Conde de la Florida.

    Al trasladar a V. A. copia del acta, testimonio de lo tratado, cumplimos no sólo un deber elemental, sino un acuerdo de la Asamblea, siempre grato y obligado dentro de nuestras prácticas y concepciones jerárquicas.

    El adjunto escrito recoge el sentir de nuestra Comunión política en Navarra. El número y calidad de los asistentes al acto, y la unanimidad con que se produjeron, nos permiten asegurarle que su contenido refleja exactamente el sentir y el pensamiento de cuanto en Navarra representa la autenticidad tradicionalista.

    Reduciéndolo a los más sencillos términos, podríamos condensar: Firmeza inconmovible y fe inquebrantable en la virtualidad de nuestros principios católicos y políticos salvadores; propósito reiterado de colaboración al glorioso levantamiento nacional, sacrificando cuanto sea necesario hasta obtener el triunfo; lealtad acrisolada y confianza ilimitada en los Caudillos militares, muy especialmente en S. E. El Generalísimo, que vinculan, por derecho de caudillaje, la máxima responsabilidad en la magna empresa nacional; y reconocimiento reiterado de V. A. como Jerarca Supremo de nuestra Comunión, y llamado por designio providencial a dirigirla por estos derroteros, único cauce abierto a la posible incorporación de nuestras esencias fundamentales al nuevo orden y resurgimiento de España.

    Por ello, Señor, desertaríamos de nuestro deber si no expusiéramos a V. A. la inquietud que nos produce la versión, llegada hasta nosotros por conducto autorizado, de que aconsejan a V. A. la publicación o divulgación de un documento que marque a la Comunión, siquiera sea en la escasa medida posible dentro de las circunstancias, una significación hostil a la constitución de la nueva Entidad política y social, caso de que el intento expresado por el Generalísimo llegue a requerimiento, en nombre de exigencias y necesidades del presente momento, cuya interpretación le corresponde.

    Tal postura política, sobre acusar dudoso patriotismo y sentido ausente del conocimiento de toda realidad, a tanto equivaldría como a malgastar los ímprobos esfuerzos realizados en un negativismo estéril; a causar grave daño y obstaculizar el resurgimiento nacional; y a situarnos de espaldas a la coyuntura histórica presente.

    En la confianza de que el acendrado amor a España que V. A. siente, y su clara visión del momento histórico y humano que vivimos, han de ser las mejores garantías para el logro de nuestros elevados propósitos, nos reiteramos a las órdenes de V. A. R.

    Pamplona, 20 de Abril de 1937.

    [Aparecen las firmas de Joaquín Baleztena, Gabino Martínez, Blas Inza, Juan Ángel Ortigosa e Ignacio Baleztena].

  2. #2
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 5

    Fuente: Archivo Fal Conde, Universidad de Navarra.


    Carta del Conde de Rodezno a Don Javier, de 24 de Abril de 1937


    Señor:

    Con los amigos que van a tener el honor de entrevistarse con S. A., me complazco en reiterarle el más sincero testimonio de mi respeto y de mi afecto.

    Ellos informarán a V. A. de la gravedad del presente momento político, que, por otra parte, habrá percatado ya.

    Él nos hace sentir a todos el peso de una gran responsabilidad. Tenemos que pedir a Dios Nuestro Señor el máximo acierto.

    Nosotros le decimos a V. A., con total sinceridad, lo que sentimos honradamente.

    Personalmente crea, Señor, que sólo deseo ocasión de demostrarle mi afectiva adhesión. V. A. puede tener la seguridad de mi devoción y de la justa estima que hago de sus servicios a la Causa.

    Besa su mano, y queda a sus órdenes


    El Conde de Rodezno.

  3. #3
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 6

    Fuente: Archivo Fal Conde, Universidad de Navarra.


    Carta colectiva a Don Javier de los cuatro legitimistas recién nombrados miembros del primer Secretariado del Partido Único de Franco


    Señor:

    Conocerá V. A. el nombramiento recaído sobre nosotros como miembros de la nueva entidad política creada por el Jefe del Estado. Hemos sido designados por el Generalísimo Franco; no ha sido solicitada nuestra aceptación. Ha estimado el Poder, como vinculador de la máxima responsabilidad, que su modo de operar en estos críticos momentos debía ser en recogida y exigencia de un anhelo nacional.

    Con anterioridad al Decreto de Unificación, la opinión y el sentir de nuestra Comunión se había manifestado en solemnes Asambleas, de las que se dio a V. A. debida cuenta. Posteriormente la Junta Nacional, de acuerdo sin duda con V. A. y respondiendo a su inspiración, manifestó al Generalísimo su adhesión al Decreto, razonándolo sobre sentimientos de fervoroso patriotismo, e instó la misma pauta a las organizaciones y Comisarías provinciales. Las adhesiones entusiastas que ahora se reciben así lo confirman igualmente.

    Y no podía ser de otro modo. La hora es para España de suprema angustia, y la colaboración exigida era obligada. Si el inolvidable Carlos VII, en 1879 [sic], cuando mejor era la suerte de nuestras armas, ofreció al Gobierno revolucionario una tregua patriótica y el concurso de sus voluntarios, ante el peligro que suponía para la Patria la insurrección cubana, ¿qué se podría regatear ahora, en la confianza a un Poder que consideramos legítimo y salvador, por el que lo mejor de nuestra juventud está muriendo? El crédito ilimitado es postulado indeclinable de patriotismo y honradez. Seremos, pues, leales, con lealtad firmísima, tan leales, como nuestros voluntarios, al espíritu del Movimiento y a su Caudillo. Pero no seremos menos leales a los principios católicos y políticos que hoy, más que nunca, se vislumbran como esperanza para el resurgimiento nacional.

    Pondremos en el intento todo el honrado empeño y toda la medida de nuestra buena voluntad, y Dios Nuestro Señor quiera fecundar la obra supliendo nuestras muchas deficiencias.

    Lo que en este momento queremos testimoniarle es la fe que nos anima, a la que principalmente contribuye la actitud de la Comunión, de cuyo espíritu es V. A., por tantos títulos, depositario e intérprete.

    Señor: Besamos su mano y quedamos a sus órdenes


    El Conde de Rodezno

    Luis Arellano

    José María Mazón

    El Conde de la Florida



    Salamanca, 24 de Abril de 1937.

    [Al final del documento aparece el siguiente texto]: Esta carta es del puño y letra del Conde de Rodezno.

  4. #4
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 7

    Fuente: Diario de Burgos, 2 de Diciembre de 1937, páginas 5 y 6.

    Juramento de las Huelgas (Diario de Burgos, 02.12.1937).pdf


    Juramento de los consejeros nacionales en el Monasterio de Las Huelgas (Burgos)


    JURA EL CAUDILLO

    El Generalísimo entra en la Sala y es saludado, brazo en alto, por todos los concurrentes a la ceremonia, pasando a ocupar su sitial, en el que también destaca una magnífica águila imperial, en fondo de los colores nacionales.

    Ante las reliquias de Lepanto y de las Navas, a presencia de las más elevadas personalidades nacionales y extranjeras, de pie en su sitial, el Caudillo saluda al estilo imperial, mientras las bandas de música interpretan el Himno de la Falange, concluido el cual, en medio de indescriptible emoción y de sepulcral silencio, El Generalísimo Franco declara abierto el acto con las siguientes palabras:

    «Se va a dar lectura, conforme dispuse, al artículo 43 de los Estatutos de la F. E. T. y de las J. O. N. S., en relación con Mi [sic] Decreto de 19 de Octubre de 1937».

    Y, seguidamente, don Raimundo Fernández Cuesta, consejero nacional, lee el decreto aludido, que publicamos en otro lugar.

    A continuación, el cardenal Primado, tomando en sus manos los Santos Evangelios, se adelanta ante el estrado, y el Caudillo pronuncia el Juramento con arreglo a la siguiente fórmula:

    «Ante Dios, juro darme siempre al servicio de la Unidad, la Grandeza y la Libertad de España, vivir con la Falange Española Tradicionalista en hermandad, y conducirla como Jefe».

    El Generalísimo ha pronunciado estas palabras con visible emoción y con acento enérgico.


    LOS CONSEJEROS JURAN ANTE EL JEFE DE LA FALANGE

    Seguidamente, se lee por el secretario, señor Fernández Cuesta, el rito a que ha de ajustarse el juramento de los consejeros, que comienza una vez concluida la lectura.

    La fórmula es ésta:

    «En el nombre de Dios:

    ¿Juráis daros en servicio, con exactitud y vigilancia, con milicia y sacrificio de la misma vida, por la grandeza imperial de España?

    ¿Juráis emplearos por entero en la misión que os encomiendan los Estatutos de Falange Española Tradicionalista y de la JONS, para mantener el rango inmortal de la Patria?

    ¿Juráis lealtad a nuestro Caudillo, fidelidad estricta a sus mandatos, custodia de su persona, y entregaros en hermandad cristiana a los demás miembros del Consejo Nacional?».

    Con arreglo a ella, van pasando ante el Generalísimo, al que saludan brazo en alto, los consejeros nacionales. Lo hacen todos los nombrados por el Decreto de 19 de Octubre, a excepción de los señores Fal Conde, Eugenio Montes, López Bassa y Beigbeder. También jura el cargo de consejero el General de División, don Luis Orgaz y Yoldi.

    El juramento se realiza saludando al modo imperial ante el Caudillo, y acercándose a los Santos Evangelios, en los cuales posan su mano derecha, pronunciando las siguientes palabras:

    «Así lo juro en nombre de Dios y sobre sus Santos Evangelios».



    EL CONSEJO NACIONAL, OFICIALMENTE CONSTITUIDO


    Las palabras de los consejeros se rematan así por el Generalísimo:

    «Si así lo hiciereis, Dios os lo premie; y si no, os lo demande».

    Después declara:

    «Cumplido lo ordenado por mí en el artículo 43 de los Estatutos de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, declaro legal y oficialmente constituido el primer Consejo Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, con los deberes y privilegios que corresponden al Consejo».

  5. #5
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 8

    Fuente: Boina Roja, Número 100, Diciembre 1965 – Enero 1966, páginas 4 – 6.


    DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA

    CARTA DE DON MANUEL FAL CONDE A DON JUAN DE BORBÓN BATTENBERG


    Con el único propósito de seguir sirviendo a la verdad y a la Patria, continuaremos publicando algunos documentos históricos, que tanta aceptación han tenido entre nuestros queridos amigos y lectores. Le toca hoy el turno a la carta que, con fecha de 8 de diciembre de 1945, dirigió don Manuel Fal Conde, entonces Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista, a S. A. R. don Juan de Borbón. Aunque se hizo una edición privada de la misma, circuló muy poco, hace ya veinte años, y es prácticamente desconocida del público.

    Su simple lectura demuestra, una vez más, para cualquier espíritu imparcial y sin prejuicios, el patriotismo del Carlismo y de sus autoridades, que siempre, en su historia secular, han puesto el interés nacional y la defensa de los Principios por encima de toda consideración personal o conveniencia partidista. Con abundancia de textos los más autorizados, históricos y políticos, queda bien patente ese fundamental carácter carlista. Si la noble, acertada y patriótica gestión no dio el resultado apetecido, no fue ciertamente por culpa de la gloriosa Comunión Tradicionalista.




    Señor:

    En situación tan extremadamente crítica para España como la actual, juzgo un deber, por las razones que en este escrito iré desarrollando, dirigirme a V. A. mediante un documento que, lejos de constituir un intento de negociación de orden secreto, ha de tener en momento oportuno toda la publicidad que entraña un requerimiento inspirado en un elevado deseo de servir a España y de representar las preferencias y superiores conveniencias del bien común.

    Las delicadísimas circunstancias del mundo, sus repercusiones sobre España y el profundo malestar e incertidumbre que atormentan al pueblo español, hacen inexcusable y perentorio un cambio de régimen político, de tal suerte que, sirviendo de cauce de salida a la situación presente, asegure, en lo humanamente previsible, una situación de estabilidad que en vano hace muchos lustros vienen deseando los españoles.

    Unánimemente se reconoce por todos los que de buena fe buscan una verdadera solución, que ésta no puede ser otra que la Monarquía. Pero este reconocimiento se polariza a su vez en dos orientaciones. La una, representada por un gran sector de opinión más o menos difusa, pero a la vez un poco simplista, que personalizando en V. A. unos derechos a la Corona que se fundan en indicaciones de sangre y en condiciones de máxima facilidad, pretenden el asentamiento inmediato de V. A. sobre el trono de España, confiando en que después será posible organizar las Instituciones sustentadoras del régimen monárquico. Y otra orientación que, arrancando de la proclamación del régimen monárquico, aspira a que la Regencia prepare previamente esas Instituciones, y, con el concurso de las representaciones auténticas de la Nación, llegue a la designación y proclamación del Rey. Tal es la orientación que representa la Comunión Tradicionalista y que comparten no pocas personas prudentes y representativas de fuera de ella.

    Ahora bien, la existencia de estas dos orientaciones evidentemente disocia y resta fuerza en el interior y en el exterior al movimiento monárquico, y de ahí mi intento de llevar a V. A. al convencimiento de que sólo la segunda es, no sólo la más perfecta en teoría, sino la más ventajosa en la práctica. Si V. A. llega a apreciarlo y si en su virtud se coloca al lado de ella, es evidente que la dualidad desaparecería y que sola ella contaría con el concurso de todas las voluntades. A tal fin va encaminado el presente escrito.


    I.– LA ORIENTACIÓN TRADICIONALISTA ES LA AJUSTADA A LOS RECTOS PRINCIPIOS POLÍTICOS Y A LOS ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE ESPAÑA

    Se funda en primer término en la preferencia que tiene el bien común de la Sociedad política sobre el derecho de la Corona.

    Es el fin de la Sociedad conseguir el bien de los ciudadanos, en cuanto excede de las posibilidades de cada uno, o sea el bien común, y a su consecución se ordenan todos los derechos y atributos de esa misma sociedad. Y si es derecho de la sociedad el constituir una autoridad que la rija y gobierne es evidente que tal derecho, tal constitución de la autoridad, se encamina y dirige, por encima de todos los fines secundarios, a lograr ese bien común, razón suprema de la sociedad y por tanto de la autoridad. Aquellos derechos de la sociedad son los que constituyen la soberanía social; y los de la autoridad, su derivada, la soberanía política. Ahora bien, si en la concreción de esa autoridad, mediante el pacto entre la sociedad y una Dinastía, aquella autoridad se confiere a un Rey, es evidente que la razón determinante de este pacto no es otra que el bien común; y que en cualesquiera casos dudosos o difíciles de interpretación de ese pacto ha de prevalecer el bien común.

    Que nos hallamos ante uno de esos casos es evidente. De una parte, nos encontramos con la necesidad de volver a los términos verdaderos de ese pacto, del que se desviaron primeramente los Reyes absolutos, y que conculcaron los Reyes liberales, tanto al apartarse de las Instituciones históricas y al unir su causa al sistema que, al destruir la constitución orgánica de la sociedad, bastardeó y sustituyó su genuina representación por el régimen de partidos, como al incumplir la Ley Sucesoria, arrebatando la Corona a la rama dinástica carlista.

    Con ello se creó un doble problema de legitimidad, dinástico y de principios, que dio lugar a las guerras civiles del pasado siglo. Adscrita a los principios históricos y netamente españoles la Dinastía Carlista, y abrazada a los principios del «Derecho nuevo», hijo de la Revolución, la liberal, el problema resultó de principios, siquiera, por razón de medio principalmente, el pleito se calificara como dinástico. Así el pacto histórico, al instaurarse de nuevo la Monarquía, ha de reanudarse restaurando ambas legitimidades. Pero, siendo superior y preferente a todo otro fin el bien común, es evidente que éste habrá de prevalecer sobre cualquier otro derecho y ha de ser, por tanto, la norma que habrá de presidir en el actual momento la reanudación de aquel pacto.

    De aquí se deduce que si los Reyes Carlistas, los Reyes legítimos por derecho de sucesión, no hubieran estado unidos a la Causa de los principios y éstos hubieran sido respetados por la rama liberal, por el transcurso del tiempo el propio bien común hubiera determinado que la legitimidad de origen cediese ante la legitimidad de ejercicio, y que por tanto sacrificasen aquéllos sus derechos dinásticos al bien común.

    Así lo reconoció Carlos VII, cuando decía: «Nosotros, hijos de Reyes, reconocíamos que no era el pueblo para el Rey, sino el Rey para el pueblo». (Carta-Manifiesto al Infante Don Alfonso, fechada en París en 30 de junio de 1869); y cuando en carta al General Cabrera de 20 de octubre del mismo año le escribía: «Y no temo a mi pueblo; yo soy suyo porque suyo es mi corazón, suya la Monarquía que he heredado y suya la causa que simbolizo»; y cuando afirmaba: «Si se tratase meramente de un derecho personal, si el abandono de ese derecho pudiera contribuir al bien del pueblo español, no sería para mí penoso sacrificio, sino bendecida fortuna; y si fuera sacrificio yo lo haría pensando en mi España». (Protesta ante la proclamación de Amadeo, fechada en La Tour en 6 de diciembre de 1870); y por último, cuando en carta a Don Cándido Nocedal fechada en Ginebra en 4 de noviembre de 1871, le decía: «Pero mi España querida es antes que yo; yo no quiero un Trono asentado sobre el cadáver de mi patria».

    Pues, volviendo ahora al caso presente: si aquel Rey, con un clarísimo derecho sucesorio, hablaba de esta manera, ¿no será obligado que V. A. posponga la alegación y ejercicio de derechos a los que tiene la Nación de que se constituyan las Instituciones monárquicas, y a que intervenga ella misma, con representación auténtica y no bastardeada por los partidos, en la designación y proclamación de Rey?

    Observe V. A. que en la orientación que representa la Comunión Tradicionalista se arranca de una proclamación de la Monarquía tradicional templada y representativa, hecha por la propia Regencia, poniendo aquélla fuera y por encima de toda discusión, como fruto de las enseñanzas históricas hasta el hundimiento de la última y tristemente dolorosa experiencia republicana, y como derecho inalienable de las sucesivas generaciones de nuestro pueblo, que no puede ser discutido ni negado por una de ellas.

    Y observe además que las Instituciones de esta Monarquía que constituyen limitaciones del Poder Real, corresponden de Derecho a la Nación y que no pueden por tanto ser establecidas por un Rey. Y verá que de esta suerte el Régimen Monárquico quedará firmemente implantado e instaurado por la Regencia [1].

    Pero aún hay más. Y es que nuestra historia y legislación tradicional exigen de consuno la necesaria intervención de las Cortes en las renuncias y sucesión de la Corona. Y no hay que olvidar que los derechos alegados por V. A. se fundan en renuncias anteriores de vuestros hermanos.

    No es indiferente a la Nación, sino que al contrario le toca muy de cerca, como que se refiere al ejercicio de la soberanía, el que sea uno u otro el titular de la realeza. O dicho en otros términos, el cumplimiento de la Ley de Sucesión no es solamente un derecho del sucesor, sino un derecho de la Nación. Y así, si hay dudas en la sucesión, o si el Rey designa sucesor que no es el que corresponde con arreglo a derecho, o bien si el Rey en ejercicio renuncia a la Corona, o el llamado a suceder renuncia a su derecho, en todos esos casos la Nación lo tiene a intervenir con su representación; porque, sobre poder no ser conveniente al bien común una determinada interpretación, o una designación de sucesor, o la cesación en su cargo del Rey, o la sustitución de un heredero por otro, es fundamental que lo que las Cortes y el Rey establecieron en una Ley de Sucesión no sea alterado ni por interpretaciones, ni designaciones arbitrarias, ni por renuncias de unos en otros, como si se tratase de un patrimonio familiar del que libremente se dispone por sus titulares.

    Así lo confirma nuestra historia. Cuando en la Corona de Aragón muere Don Martín el Humano y en su testamento dispone que se designe como sucesor a aquél en quien concurran las dos condiciones del mejor derecho y el mayor bien de la comunidad, son las Cortes las que intervienen, y los Parlamentos de Aragón, Cataluña y Valencia nombran sus compromisarios para resolver la cuestión; y éstos, atendiendo más aún al bien común que al rigorismo del derecho de sucesión, designan a Don Fernando de Antequera y no al Conde de Urgel, después de oír las alegaciones de los Procuradores o mandatarios de todos los pretendientes [2].

    En Castilla las Cortes de Valladolid de 1217 se reúnen para aprobar la renuncia de Doña Berenguela en Fernando III el Santo. Y es todavía en pleno siglo XVIII cuando ocurre el caso aleccionador planteado por la renuncia o abdicación de Felipe V en su hijo Don Luis y por la muerte de este último. Consulta Felipe V al Consejo de Castilla y a una Junta de Teólogos sobre el voto que había hecho de apartarse de los negocios del Estado; y el Consejo le dice que «si no vuelve a entrar en el manejo del Reino con el preciso carácter de Rey, faltará al recíproco contrato que celebró con los Reinos, sin cuyo asenso y voluntad comunicada en Cortes no pudo ni podrá hacer acto que destruya semejante solemnidad, haciendo contravención al derecho adquirido por los vasallos».

    Las Cortes de Castilla y de León establecieron siempre que en los «fechos grandes e arduos», serían reunidas Cortes; y así se hace constar en las de Madrid de 1419 y en las de Ocaña de 1469. ¿Y quién se atreverá a sostener que todas estas cuestiones a que nos venimos refiriendo no son negocios graves y arduos, que tocan tan a la entraña de la Nación como que se refieren a la Ley fundamental de sucesión?

    Así escribió Colmeiro en su Introducción a las «Cortes de los antiguos Reinos de León y Castilla»: «La nobleza y el clero elegían a los Reyes, y cuando la Monarquía se hizo hereditaria por la costumbre, regularon el orden de suceder en la Corona. Si las hembras podían ceñirla a falta de varón; si para asegurar los derechos del hijo después de los días del padre se introdujo la práctica de jurar al Infante heredero; si por ser Rey de menor edad era necesario nombrarle tutor; si el testamento de los Reyes había de tener validez; si ocurría algún caso de sucesión dudosa; si estallaban discordias civiles a propósito de la tutoría; si se trataba de hacer la guerra a los moros o pretendía la Monarquía dar mayor fuerza y vigor a las leyes, interponían su autoridad la nobleza y el clero juntos en Cortes».

    Aún hay más: tradicionalmente las Cortes juraban al heredero de la Corona; y siempre juraban los Reyes la guarda de los Fueros y privilegios de los Reinos antes de que éstos prestaran el juramento de fidelidad; todo lo cual se hacía siempre ante las Cortes reunidas.

    Es decir: que si V. A. tratase de hacer valer los derechos que alega, y se anticipara a entrar por sí mismo en el manejo del Reino, sin que unas Cortes le proclamasen, y sin jurar ante ellas las leyes fundamentales, tal acto, aunque fueran indiscutibles sus derechos, sería atentatorio al derecho de la Nación y contrario a las leyes y antecedentes históricos de la Monarquía Tradicional.

    Aun en el propio régimen liberal tampoco cabía hacer esto. Vuestra bisabuela Doña Isabel, en su abdicación dijo: «Respecto a mi hijo Don Alfonso, no haré dejación de las mencionadas reservas, interin se halle fuera de su patria y hasta que sea proclamado por un Gobierno y unas Cortes, que representen el voto legítimo de la Nación, etc.». E igualmente vuestro padre Don Alfonso al abandonar el Trono aseguró que no volvería sino llamado por el pueblo español.

    Pues bien: si es necesario a la convocatoria y reunión de Cortes para resolver la cuestión de sucesión y para reanudar el pacto histórico interrumpido y conculcado, para examinar vuestros derechos y las renuncias de vuestros hermanos, y en definitiva para proclamar Rey y para que ante ellas se puedan jurar las leyes fundamentales y puedan ellas a su vez prestar el juramento de fidelidad, es preciso un órgano, ya monárquico, que, previa la proclamación del régimen monárquico, pueda restaurar orgánicamente la sociedad española, instaurar las instituciones monárquicas y reunir Cortes al estilo tradicional, que designen al Rey, reciban su juramento y se lo presten a su vez.

    Ese órgano no es otro que la Regencia, previamente establecida por Don Alfonso Carlos y defendida por la Comunión Tradicionalista.

    Puedo concluir, pues, afirmando que esta orientación es la única verdaderamente monárquica, ajustada a derecho y conforme con nuestras leyes y nuestra historia; y V. A. realizará un acto meritísimo y respetuoso con los derechos de la Nación si, posponiendo derechos y aplazando su alegación, apoyara la constitución de la Regencia para los fines dichos.


    II.– LA ORIENTACIÓN TRADICIONALISTA ES TAMBIÉN LA MÁS VENTAJOSA, EN LA PRÁCTICA, PARA LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA

    Anticipo que no es lo más ventajoso lo más fácil, si esa misma facilidad hace prever mayores dificultades y peligros para la consolidación y subsistencia del régimen monárquico. El argumento de que lo más fácil es que el Generalísimo dé paso a V. A. sin solución de continuidad, pierde su valor si este acto no permite resolver todas las cuestiones, si dificultades invencibles se presentan después de la transmisión de poderes, y si la base de sustentación del régimen que así se implantase resulta deleznable y quebradiza.

    Aquello será más ventajoso que, venciendo las dificultades que a su implantación se opongan, asegure luego una estabilidad y una firmeza que ponga al régimen, y con ello a España, a cubierto de perturbaciones interiores y de ofensivas del exterior. Con sólo demostrar que las dificultades de implantación y pervivencia de la Regencia por el periodo de tiempo necesario son vencibles, quedará probada esta tesis, puesto que la estabilidad y firmeza quedaron ya demostradas en la primera parte, por ser fórmula más perfecta, verdaderamente monárquica, ajustada a Derecho, y acorde con nuestra legislación y tradición histórica.

    Examinemos, pues, las dificultades que se alegan en contra de la Regencia.


    DIFICULTADES PARA SU INSTAURACIÓN

    Las que suelen alegarse por los impugnadores de la Regencia, se pueden vencer precisamente por el acto de V. A. al propugnar su establecimiento. Con este acto se logrará la unión de los Monárquicos en un designio común y por tanto la de los elementos militares monárquicos, el arrastre de esa masa neutra, posibilista y medrosa ante todo cambio, que necesita ver claro que no habrá disensiones en lo que haya de suceder al régimen actual, y en una palabra, la convergencia de la mayor suma posible de voluntades. Factores todos que pueden constituir la fuerza y el peso necesarios para ganar la confianza exterior que hoy no se otorga plenamente por la falta de aquella unión, y para influir decisivamente sobre el ánimo del Generalísimo Franco a fin de que de una vez dé paso al régimen monárquico tradicional, que él mismo ha anunciado.


    DIFICULTADES ALEGADAS CONTRA EL FUNCIONAMIENTO DE LA REGENCIA

    Se dice, en primer término, que la Regencia será un régimen interino, y que, al no existir el hecho consumado de la presencia física de un Rey en el Trono, provocará reacciones y dará margen a que se planteen y discutan todos los problemas, hasta el de régimen, y hasta el Alzamiento con todo su significado.

    Al discurrir así se olvida o desconoce: Primero. Que al instaurarse la Regencia, ha de proclamarse de modo solemne y definitivo la Monarquía tradicional, fiel al espíritu del Alzamiento, dejándola fuera y por encima de toda discusión, como decidida ya por el mejor plebiscito, el de la historia, y por la victoria con que terminó la guerra civil, guerra de justa defensa contra la República que por segunda vez llevó a España al caos y a la anarquía; Segundo. Que, por tanto, no se trata de un régimen interino sino que con la Regencia se habrá entrado ya en el régimen monárquico de modo definitivo; Tercero. Que si la institución de la Regencia ha de tener un término, no por eso ha de aparecer ni ser una situación de precario e inestable, sino que por el contrario, implantada con las asistencias ya dichas y con la misión de restaurar las instituciones sociales y políticas y de devolver a la sociedad sus libertades naturales y legítimas, ésta ha de encontrar la satisfacción de verse libre de la tutela y opresión del Partido oficial, y de poder actuar cada uno de sus miembros libremente dentro de su profesión y actividad; Cuarto. Que si lo que se teme son los intentos de vocinglería, confusión y perturbación de los rojos y de los exiliados, a esto habrá de hacer frente la firmeza del Poder en lo interior, y habrá de ser contrarrestado, para quitarle fuerza en el exterior, con la recta devolución de libertades y con el respeto que para los derechos de la Nación entraña el que se pospongan a ellos los derechos del Rey futuro; mientras que el hecho consumado de la presencia física de un Rey desde el primer momento (como pretenden los que hoy dificultan la Regencia) no sólo no evita aquellos intentos, sino que los provoca y exacerba en mayor grado por dar la sensación de que las aspiraciones del Rey se anteponen a los derechos de la Nación, sin ningún respeto para ella.

    Se alega también que, al no designarse previamente la persona del Rey, y al no aceptarse a éste como tal, se pone en tela de juicio sus derechos y se le rebaja y deprime, restándole autoridad.

    Nada más falso. Nunca podrá venir al Trono un Rey más enaltecido y con mayor autoridad que cuando la sociedad, después de montar libremente las instituciones que han de constituir su propia defensa y las contenciones y limitaciones orgánicas del Poder Real, y de ver restaurada su propia y legítima representación, llame al Rey libremente también y sin tener que sujetarse a compromisos ni actos anteriores, y con toda solemnidad lo reconozca y acate como a su legítimo Monarca. Y si hubiere discrepancias y discusiones previas sobre la persona, no quebrantarían la autoridad del régimen monárquico, cual desgraciadamente sucedería de modo fatal si viniendo el Rey sin la voluntad libremente expresada por las Cortes, las discrepancias se exteriorizaran después. Mucho más, pudiendo apoyarse en la falta de respeto a los derechos de la Nación, que aquella venida previa habría significado.


    VENTAJAS DE LA REGENCIA EN EL ORDEN PRÁCTICO

    PRIMERA.– El ser la Regencia, según hemos demostrado en la primera parte, la fórmula más perfecta, más puramente monárquica, más ajustada a derecho y más conforme con nuestras antiguas leyes y con los antecedentes históricos, dará en la práctica una seguridad y estabilidad al Régimen, de que carecería en otro caso.

    SEGUNDA.– Por la anterior razón y por la que queda expuesta precedentemente al rebatir la última dificultad opuesta a la Regencia, es evidente que el Rey vendrá con la máxima autoridad, y lo es también que la obra de gobierno, a su advenimiento, tendrá una sólida base tanto en el respeto que habrá guardado el Rey a los derechos de la Nación, como en la labor desarrollada por la Regencia; y un desembarazo grande al no tener que preocuparse de lo institucional que ya se encontrará instaurado.

    Pero en el caso de que fuese reconocida por V. A., este robustecimiento de su autoridad tendría un aspecto especialísimo. Aparece, en efecto, V. A. como un futuro Rey de clase, y esto por tres razones: porque la clase que principalmente apoya vuestras pretensiones es la aristocracia –de la sangre, de las finanzas, del ejército, etc.–; porque las clases populares así lo consideran; y porque por efecto de las dos afirmaciones anteriores es lógico pensar que V. A. corresponderá perfectamente al apoyo y lealtad de sus seguidores, ya que las lealtades son mutuas, y que así se crea por todos.

    Pues bien, nada mermaría tanto su propia autoridad como el que, existiendo ya una previa designación o peor aún ocupado ya el Trono, se discutieran las prerrogativas y derechos de la Nación frente al Poder Real y la instauración de las instituciones limitativas del mismo; porque llevada a cabo la discusión con la coacción de la persona, parecería que todas aquellas prerrogativas y derechos se le arrancaban a la autoridad Real; tanto más cuanto que en los actuales tiempos en vez de ser la nobleza la que recaba concesiones a expensas de la Corona, cual sucedía en los tiempos medievales, es el pueblo en su más amplio sentido el que reclama para sí aquellos derechos y facultades.

    TERCERA.– La Regencia no tendría la oposición de los más consecuentes monárquicos, las masas carlistas, como sucedería inevitablemente si V. A. por sí, mediante una negociación con el Generalísimo, o por cualquier otro medio, llegara al Trono de España, ya que no es posible ni pensar que pudieran contrariarse los motivos sentimentales por los que aquéllas se mueven. De la misma manera, la Comunión Tradicionalista no podría colaborar en este último caso ni en la labor institucional, ni en el Gobierno; pues debiéndose a un designio de orden nacional, no podría sin traicionar a éste reconocer a V. A. ni puede tampoco dejar de guardar fidelidad a sus masas. En cambio, con la Regencia habrá de ser la artífice de la restauración social y política, ya que nadie podrá representar mejor las conveniencias y necesidades de la sociedad española que la organización que lleva más de cien años defendiendo la verdadera esencia nacional, sin contaminarse en el Gobierno con los que la falsearon y contrariaron; y que a ese estudio viene dedicándose con amor y entusiasmo a lo largo de este lapso de tiempo.

    CUARTA.– Para el exterior, la Regencia, con su misión constructiva representaría una garantía, merecedora de toda confianza, de que en España quedará firmemente asentado un régimen inspirado en aquella recta y sana democracia a que se refirió S. S. el Papa Pío XII en su Mensaje de Navidad de 1944, que no es otra que la que caracterizó la Monarquía española en la Edad Media, régimen que dista mucho de desembocar en la dirección totalitaria, o en un resultado de desorden y anarquía.


    --------------------



    Después de cuanto llevo dicho y de cuanto creo haber demostrado, juzgo del más elevado patriotismo dirigir a V. A. una respetuosa invitación para que en aras de vuestro indudable amor a España y puesto que en vuestra mano está el que se logre la unión de todos los monárquicos en una sola orientación, posponga sus aspiraciones y la alegación de cualquier derecho, a los derechos preferentes de la Nación, y apoye decididamente la solución política de la Regencia.

    Contra lo que injustamente se nos ha imputado, nos interesa la unión de los monárquicos, precisamente por el designio nacional que servimos; y esa unión sólo es posible en la orientación expuesta, que antepone los derechos de la Nación a todo otro derecho o aspiración. Y la invitación se la dirijo a V. A. y no a sus seguidores, porque el sentimiento de lealtad de éstos les impide una iniciativa que sólo V. A. puede tomar.

    Quiera Dios asistir a V. A. para apreciar la necesidad del acto a que invito a V. A., y mover su ánimo para llevarlo a cabo con un mérito y sacrificio que España no podrá olvidar [3].

    Serenísimo Señor.

    Sevilla, 8 de diciembre de 1945.

    (Firmado): Manuel Fal Conde


    A S. A. R. Don Juan de Borbón y Battenberg.


    Esta carta fue entregada en Lisboa en los primeros días de febrero al Príncipe Don Juan de Borbón por el Infante Don Carlos.




    [1] Este párrafo es, desde el punto de vista de la historia socio-política española, inexacto. Los Reinos españoles eran regidos normalmente por Reyes y no por Regentes, y ello no constituía, per se, impedimento alguno para una progresiva formación y desarrollo de las limitaciones sociales al poder regio. Véase al respecto, por ejemplo, este texto de Rafael Gambra.

    [2] Esta supuesta contraposición entre el respeto al derecho, por un lado, y la consecución del bien común, por otro, no se corresponde con la visión jurídica y socio-política tradicional. Por el contrario, se entendía que la consecución del bien común tiene lugar, precisamente, mediante el respeto al derecho, en la inteligencia de que precisamente por este respeto al derecho es por lo que se presume, razonablemente, que habrá de venir, como consecuencia lógica y natural, la realización del bien común.

    Para una correcta interpretación del Compromiso de Caspe como búsqueda, primariamente, del derecho, véase aquí un resumen de ese acontecimiento histórico.

    [3] Para una crítica leal contra la interpretación de la Regencia como institución de restauración monárquica, en lugar de como simple institución de continuidad monárquica, véase este hilo.

  6. #6
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 9

    Fuente: Archivo Familia Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional.


    Documento dirigido por los Jefes del Carlismo Navarro (Don Joaquín Baleztena, Don Ignacio Baleztena, Don José Ángel Zubiaur y cuarenta más) al Príncipe Regente, Don Javier de Borbón Parma, en Enero de 1946



    SEÑOR:

    Hemos recibido la carta afectuosa con que V. A. nos ha honrado, dirigida a nuestro Jefe Regional don Joaquín Baleztena, contestación al escrito que en septiembre pasado le dirigimos exponiendo nuestros puntos de vista sobre el problema fundamental de la Comunión e interpretando, creemos, el sentir del carlismo navarro.

    En aquel documento razonábamos a V. A. la necesidad, mejor aún, la urgencia que, a nuestro juicio, reviste el cumplimiento del encargo conferido por nuestro último Rey Don Alfonso Carlos (q.d.D.g.), en orden a la determinación de la sucesión natural, ya que la caótica situación que padece la Comunión, bifurcada en caprichosas y dispares actuaciones, deriva, a nuestro entender, de la falta de aquella pieza fundamental, sin cuya personificación, en símbolo de concreción dinástica, nuestros principios, patrimonio indeclinable de nuestra conciencia política, no tendrían jamás posibilidad de realización.

    Por eso concretábamos a V. A. que la Comunión Tradicionalista sin Abanderado regio, podrá ser una escuela filosófica, pero nunca una solución política. Y añadimos que si en todo momento sería esto necesario, como consustancial que es a la Comunión, la necesidad se muestra más acuciadora que nunca en el presente momento político.

    V. A. se ha dignado contestarnos excusando la favorable acogida de nuestra petición por estimar que el más eficaz camino de la restauración de la Monarquía Tradicional en España es el de la Regencia legítima y nacional, tal como esa concepción ha sido expuesta por los representantes de V. A.

    Jamás se ha negado a los carlistas, y menos aún a los navarros, cuyas autoridades siempre comunicaron directamente con el Rey, la expresión limpia y sincera de su pensamiento. Por ello, con el mayor respeto, pero con la máxima sinceridad, nos permitimos exponerle nuestra fundamental discrepancia en la materia. Servirá, cuando menos, de salvaguarda de nuestra responsabilidad.

    Permítanos, pues, la fijación clara de nuestras posiciones. La disposición del último Rey de nuestra dinastía, que veía la probabilidad de que le llegara la muerte sin que su sucesión se hallase determinada, hay que reconocer que fue acertada solución para aquel momento.

    Era natural que no pudiendo, como tantas veces dijo, proceder a determinaciones caprichosas con quebranto de la Ley de que dimanaba su derecho, y viviendo todavía el Rey destronado de la dinastía liberal sin abdicación de sus pretensiones, solucionase interinamente la grave cuestión mediante la designación de un Príncipe de su familia para la Regencia de la Comunión, con encargo de proceder a la determinación de la sucesión natural sin más tardanza que la necesaria.

    Mas nosotros estimamos que en el transcurso de los diez años transcurridos desde la muerte de D. Alfonso Carlos, se han producido las suficientes mudanzas para cambiar totalmente los términos del problema. Sobre que toda misión tiene su plazo oportuno, creemos que la tardanza ha rebasado con creces la línea de lo necesario. Creemos, igualmente, que se han extralimitado las características institucionales de la Regencia de la Comunión.

    Año tras año se ha pretendido mantener a los carlistas en la esperanza de poder alcanzar la constitución de una Regencia efectiva y nacional que abriese cauce a la situación definitiva española, organizando las instituciones nacionales y procediendo al reconocimiento del Rey legítimo.

    Esto, naturalmente, no afecta a lo que pudiéramos llamar dogmática en nuestra Comunión. Es cuestión de forma, de procedimiento, y hay que examinarlo, claro está, con criterio de posibilidad.

    Esta Regencia, efectiva y nacional, había de derivar de la misma de la Comunión y había de encarnarla el Príncipe Regente de ella. ¿Cómo se operaría el milagro de que la Comunión Tradicionalista y su Regente obtuviesen, en medio de las actuales convulsiones nacionales e internacionales, las aquiescencias necesarias, primero para lograr instaurarla, y después para realizar el laborioso proceso institucional, todo lo cual requeriría poco menos que una conformidad y un sosiego unánimes de dentro y de fuera?

    ¿Cómo un Príncipe extranjero –justificadísimo para la misión interna y concreta que se le confió– podría convertirse en gobernante español y obtener la amplia confianza nacional que siempre ha radicado, o en la auténtica representación de una estirpe dinástica consustancial con la Patria, o en hombres singulares que le hayan prestado servicios inolvidables?

    Se ha dicho, y V. A. insiste sobre ello, que no repugna a la naturaleza de la Regencia que ésta sea delegada por el Príncipe a favor de otra constituida por uno o varios miembros, con la sola condición de recibir de él el refrendo de la legitimidad. Pero, ¿cómo traspasar las legitimidades por determinaciones personales? Si la Regencia tuviese carácter nacional sólo podría surgir de la voluntad nacional auténticamente representada, o de lo que en el país predominase.

    No, la Regencia instituida por D. Alfonso Carlos a virtud de evidentes y razonados motivos circunstanciales, se refirió sólo a la vida interna de la Comunión y a plazo que nunca pudo ser diferido hasta ahora. Sin más tardanza que la necesaria. El Príncipe instituido ha debido señalar la sucesión con arreglo a las Leyes y ha debido tener en cuenta, además, las posibilidades nacionales. Ésta, y no otra, era su función. Y una vez señalada la sucesión, ha debido dejar a la Comunión, compuesta de españoles, en libertad para tratar, debidamente organizada, con el Príncipe de derecho, todo lo referente a su acople a las legitimidades de administración o ejercicio.

    Por este camino se hubiese llegado a que la Comunión tuviese un Rey que conjuntase el derecho de origen y las legitimidades de ejercicio que a nadie pueden negarse caprichosamente. Esto hubiera sido dotar a la Comunión de su pieza fundamental. Pudiera haberse llegado también a que quien ostentase el derecho de origen no encarnase los principios –para nosotros primordiales–. Pues aun en ese caso, la Comunión Tradicionalista, huérfana de Rey y obrando como fiel custodio de su doctrina, actuaría con una flexibilidad política que le permitiera buscar otras soluciones para su problema esencial.

    A virtud de imperativos de nuestra conciencia política, queda proclamada, con las elementales y breves consideraciones que preceden, nuestra resuelta y sustantiva insolidaridad con esa concepción hipotética e inactual que tapona toda posibilidad de actuación y convierte a la Comunión en reducto de ineficacias.

    Seamos humanos y pensemos con la justa y debida apreciación de factores nacionales e internacionales que no permiten entregarse a arbitrismos carentes de toda posibilidad.

    Piense, Señor, que en esta hora de España, una de las más graves de su Historia, no hay más solución que la Monarquía. En ella se fijan cuantos no son rojos, empezando por el Jefe del Estado, que la presenta como única solución posible.

    Ciego será quien no percate los tenebrosos designios que se ciernen sobre España. V. A. nos habla de los que amagan a toda la cristiandad y confía en que España sea el mejor baluarte para su defensa. Así debe ser, en efecto. Mas para lograrlo precisará la unión no sólo dentro de la Comunión Tradicionalista, sino de todos los españoles que sientan y aprecien los postulados salvadores. Precisará también que de esto se percaten con una claridad que no nublen apasionamientos cerrados ni pueriles arrastres, que fácilmente pueden conducir a dolorosas sorpresas.

    Piense igualmente que mientras otra solución no se ofrezca, nuestros cuadros se merman día a día, nuestras gentes se consumen en el desengaño y surgen, para mayor confusión, otras desviaciones dinásticas, todo lo absurdas que se quiera dentro del criterio que con tesón legitimista hemos venido manteniendo durante más de una centuria, pero que siquiera pueden deslumbrar a la sencillez de nuestros adeptos con un valor sentimental y un garbo romántico, de que también está ausente esa fría y anodina concepción [1].

    Observe, finalmente, que por este camino la Comunión está llamada a convertirse en mera espectadora de acontecimientos tal vez próximos. Sería desolador que a tal condición se redujese a quienes tanto sacrificio han inmolado a la salvación de España en sus más críticos momentos.

    Para actuar con eficacia en el presente y en el futuro, la Comunión necesita saber quién es su Rey y tratar con él de que su valiosa aportación influya lo debido en los futuros destinos nacionales.

    Ciertos estamos de interpretar el sensato razonar y el sincero sentir de la inmensa mayoría de la Comunión y, sobre todo, del carlismo navarro, cuyo contacto nos es más próximo. Y lo hacemos como a nosotros cuadra, con espíritu jerárquico y ortodoxo, que no debe mermar libertad para la manifestación de nuestros sentimientos.

    Os ofrecemos, Alteza, el testimonio seguro de nuestro respeto.



    * * *


    DON JOAQUÍN BALEZTENA. Abogado. Jefe Regional de Navarra, último nombrado por el Rey. Diputado a Cortes. Vocal de la Junta Carlista de Guerra de Navarra.— DON GABRIEL DE ALDAZ. Terrateniente. Jefe de la Merindad de Tafalla. Vocal de la Junta Regional.— DON IGNACIO BALEZTENA. Abogado. Jefe de la Merindad de Pamplona. Presidente de la Juventud Jaimista de Pamplona. Diputado Foral.— DON JOSÉ MARTÍNEZ BERASÁIN. Banquero. Jefe Local de Pamplona. Secretario de la Junta Regional. Presidente de la Juventud Jaimista de Pamplona. Presidente de la Junta Carlista de Guerra de Navarra.— SR. CONDE DE RODEZNO. Abogado. Presidente de la Junta Suprema Nacional de la Comunión Tradicionalista. Diputado a Cortes. Jefe de la minoría parlamentaria. Actualmente Vicepresidente de la Excma. Diputación Foral de Navarra.— DON JESÚS BARBARIN. Terrateniente. Jefe de la Merindad de Estella. Vocal de la Junta Regional de Navarra.— DON CESAREO SANZ ORRIO. Abogado. Capitán de Requetés. Actualmente Diputado Foral de Navarra.— DON JOSÉ GARRÁN. Abogado. Alcalde de Pamplona.— DON ELADIO YOLDI. Empleado. Tesorero de la Junta del Círculo Carlista de Pamplona.— DON JUAN ECHANDI. Abogado. Presidente de la Juventud Jaimista de la Merindad de Pamplona. Alcalde de Pamplona.— DON JOSÉ ÁNGEL ZUBIAUR. Abogado. Sargento de Requetés. Presidente de la Juventud Jaimista de Pamplona.— DON BENEDICTO BARANDALLA. Comerciante. Capitán de Requetés. Actualmente Alcalde de Echarri-Aranaz y Consejero Foral de Navarra.— DON JOSÉ IRISARRI. Empleado. Vicepresidente de la Juventud Jaimista de Pamplona. Teniente de Requetés. Caballero Mutilado.— DON ESTEBAN ARMENDÁRIZ. Industrial. Jefe de Requetés de Zona. Actualmente Alcalde de Villava.— DON MIGUEL DE ULIBARRI. Terrateniente. Actualmente Alcalde de Allo y Consejero Foral.— DON ÁNGEL GARÍN. Ingeniero Industrial. Jefe Local de Vera de Bidasoa.— DON PEDRO BERRUEZO. Procurador de los Tribunales. Jefe Local de Tafalla.— D. ALICEDO ZUFIAURRE. Terrateniente. Actualmente Alcalde de Tafalla.— DON GREGORIO ASTIZ. Terrateniente. Jefe Local del Valle de Larráun. Vocal adjunto de la Junta Regional. Alcalde del Valle de Larráun.— DON FLORENCIO AOIZ. Labrador. Sargento de Requetés.— DON LUIS MORTE. Industrial. Subjefe de la Merindad de Tudela.— DON JUAN JOSÉ JUANMARTIÑENA. Abogado. Diputado Foral.— DON ESTEBAN GORRI. Labrador. Capitán de Requetés. Jefe Local de Olite.— DON JESÚS LARRAÍNZAR. Abogado. Jefe Local de Estella.— DON FÉLIX IRIARTE. Comerciante. Jefe Local de Sangüesa.— DON JAIME BALANZATEGUI. Terrateniente. Oficial de Requetés.— DON CELEDONIO ERDOZAIN. Comerciante. De la Merindad de Aoiz. Vocal de la Junta Local de Sangüesa.— DON JOSÉ GÓMEZ ITOIZ. Médico. Vocal de la Junta Carlista de Guerra. Diputado Foral.— DON JESÚS ELIZALDE. Abogado. Teniente de Requetés. Delegado Regional en Navarra de las Juventudes Tradicionalistas. Diputado a Cortes. Jefe Regional de Navarra.— DON JAVIER MARTÍNEZ DE MORENTIN. Terrateniente. Vocal de la Junta Carlista de Guerra. Diputado a Cortes. Actualmente Diputado Foral.— DON FRANCISCO LÓPEZ SANZ. Periodista. Director de «El Pensamiento Navarro». Vocal de la Junta Regional de Navarra.— DON JOAQUÍN MARÍA URISARRI. Abogado. Secretario de la Junta Regional de Navarra.— DON BLAS INZA. Administrador de la Beneficencia Municipal de Pamplona. Vocal de la Junta Carlista de Guerra.— DON CARMELO GÓMEZ DE SEGURA. Comerciante. Vocal de la Junta Regional de Navarra.— DON ÁNGEL INDURÁIN. Terrateniente. Jefe Local de Barásoain. Vocal de la Junta Regional de Navarra.— DON GERARDO PLAZA. Arquitecto. Actualmente Alcalde del Valle de Baztán.— DON ANTONIO LIZARZA. Empleado. Organizador del Requeté de Navarra.— DON ESTEBAN EZCURRA. Terrateniente. Jefe de Requetés de Navarra. Actualmente Alcalde de Echauri.— DON JUAN VILLANUEVA UNZU. Empleado. Presidente de la Juventud Jaimista. Capitán de Requetés. Caballero Mutilado.— DON CARLOS MUNÁRRIZ. Médico. Vocal de la Junta Regional de Navarra.— DON PEDRO LARRAYA. Abogado. Vocal de la Junta Regional de Navarra.— DON BERNARDO BELZUNEGUI. Médico. Vocal de la Junta Regional de Navarra.— DON LUIS ARELLANO. Abogado. Delegado Nacional de las Juventudes Tradicionalistas. Secretario de la Juventud Jaimista de Pamplona. Diputado a Cortes.— DON TOMÁS MATA. Subdirector de Seguros. Alcalde de Pamplona. Consejero Foral de Navarra.




    [1]
    En este párrafo los firmantes de la carta se están refiriendo, obviamente, al experimento político octavista.

  7. #7
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 10

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 19 – 29.



    Bases institucionales de la Monarquía Española, o Bases de Estoril


    Penetrado en la gravedad del momento en que vivimos, y decidido a no olvidar la trágica lección de los hechos, procede S. M. a recoger en estas líneas la médula de los principios históricos que forman la esencia propia de nuestra personalidad nacional, adaptándolos a las necesidades de los tiempos, en virtud de esa suprema eficacia renovadora de la Tradición, que es la vida misma de los pueblos.

    Más de un siglo de desviación de la clara trayectoria por donde discurría el auténtico sentido nacional, las enormes conmociones sufridas durante este tiempo, el fracaso de los esfuerzos de cuantos pretendieron el recobro de España para sus destinos históricos, hicieron posible la inminente descomposición de la Patria, por cuya salvación se han realizado sacrificios sin par y de próxima e inolvidable memoria. La Monarquía, que, como Institución tuvo que estar desterrada de España para que se produjera la guerra civil, es el único régimen que, con carácter definitivo, puede darnos una paz duradera, producto de la aquiescencia de cuantos sienten los fundamentos esenciales.

    La Monarquía legítima y tradicional, depositaria del patrimonio moral de tradiciones y aspiraciones que forman el alma colectiva, representante de las generaciones que a lo largo de los siglos formaron la Patria, defensora del vínculo de nacionalidad que no depende de las pasiones de un día, sino que tiene la permanencia de un lazo indisoluble, ha de comenzar por la reafirmación solemne de la Nación española como unidad histórica y política. Unidad potente e indestructible, jamás opuesta al reconocimiento de la riquísima variedad de sus elementos integrantes, que lejos de ser factor de criminal disociación, deben ser elemento de armónica integración en las líneas inmutables de la conformación hereditaria de la Patria.

    Es la Nación española producto de una elaboración histórica en la que muy variados factores, morales unos y materiales otros, trabados en el curso de las edades por vigorosos principios unificadores, han creado un espíritu propio, un patrimonio moral, un alma; en una palabra, que debe ser al propio tiempo culto fervoroso del pasado, vigorosa afirmación de una actual voluntad de vivir y anhelo creador de un perfeccionamiento futuro. Esos poderosos principios que han reducido a unidad los variados y complejísimos elementos integrantes de nuestra personalidad nacional, han sido la Religión y la Monarquía.

    Dio la Religión Católica a los pueblos de España la unidad suprema de la creencia; sin agotar su virtud regeneradora en el ámbito de la conciencia individual, penetró en las manifestaciones todas de la vida social, fundiendo en el crisol de un ideal común todo linaje de particularismos disolventes.

    Un sistema, que no contento de quitar al Catolicismo su título de única Religión verdadera, olvidara o menospreciara su carácter de factor vital en la creación y conservación de la unidad patria, no haría más que preparar el camino de la disolución nacional.

    Pero ese reconocimiento del valor trascendente de la Religión que profesa la mayoría de los españoles, no se opone, sin embargo, a que el poder público, por evidentes razones de prudencia política, permita, a quienes profesan otras creencias, el ejercicio privado del culto correspondiente, aunque no sea por igual título que el que a aquélla corresponde.

    Al lado de la Religión aparece la Monarquía como principio fecundo de unificación política. En medio de las duras vicisitudes de los tiempos, en el transcurso de una evolución secular, la Realeza actúa como elemento promotor de armonía social, principio coordinador de tendencias disgregadoras, lazo de unión de intereses contrapuestos y fundente de núcleos políticamente diferenciados. Asiento de una soberanía histórica, titular de unos derechos que hunden sus raíces seculares en las capas más profundas de la vida social, la Monarquía restaurada no sería fiel a su altísima misión si no buscara su inspiración en los principios inmutables que han presidido la génesis y desenvolvimiento de la Patria española.

    La unidad de Poder, que es atributo esencial de la soberanía, no se opone a una racional distinción y separación de funciones que, encarnadas en órganos de gestión diferenciados, actúen con la relativa independencia que el ejercicio de sus actividades exige, sin perjuicio de la suprema armonía que impone la prosecución del bien común.

    Fiel a este principio fundamental, quiere la Monarquía compartir la función legislativa con un órgano que sea la más fiel expresión de la voluntad del país.

    Ningún pueblo aventajó al nuestro en la práctica y en la defensa de las sanas instituciones representativas. Cuando en países que pasan por cuna de las públicas libertades comenzaba apenas a dibujarse un esbozo de limitación oligárquica de sus despóticos poderes, ya conocían y practicaban los Reinos Cristianos de la Península un sistema de representación perfectamente adecuado a la estructura social de los tiempos. Cuando, merced al influjo de legistas aduladores de los poderosos, triunfaba en Europa un nuevo cesarismo de inspiración pagana, nuestros grandes teólogos defendían la legítima participación de la comunidad en los problemas de la gobernación, y recordaban valientemente a los monarcas el cumplimiento de sus deberes para con sus pueblos.

    Los falsos dogmas del individualismo abstracto redujeron la sociedad política a una mera suma de individuos, teóricamente iguales, olvidando que la Naturaleza, por un lado, y, por otro, el normal desenvolvimiento de las distintas actividades humanas, han creado una pluralidad de tipos asociativos, perfectos unos e imperfectos otros, completos éstos e incompletos aquéllos, en los cuales encuentra el hombre la posibilidad de realización de los fines que derivan de su propia naturaleza. Será verdadera representación nacional la que sepa recoger esa gran variedad social, tal como hoy existe, sin olvidar la personalidad humana, como elemento individual, que es en la vida moderna un factor imposible de desconocer, y que debe reflejarse, con la posible exactitud, en el organismo que comparta con el Monarca la suprema función legislativa.

    Las dificultades crecientes que ensombrecen la vida de los pueblos, los problemas gravísimos creados por la conflagración mundial, las complicaciones de la vida moderna, exigen dotar al órgano en que ha de encarnar la función ejecutiva de todas las facultades de una autoridad fuerte, que en su propia fortaleza, definida y regulada por la ley, encuentre el mejor estímulo para no ser arbitraria ni violenta.

    Tal autoridad, encarnada en el Gobierno que, con el Monarca, ha de presidir los destinos nacionales, no debe vivir subordinada a la voluntad de ninguna Asamblea deliberante, sino recibir sus poderes de la continuidad histórica del Rey, cuyos actos refrenda.

    Faltaría a la sociedad política un elemento básico de su estructura si no se le dotara de una Magistratura rodeada de los máximo atributos de dignidad e independencia, capaz de desempeñar la nobilísima función judicial, que debe ser a un tiempo salvaguardia de las leyes, garantía de los derechos de la persona humana y suprema expresión de un verdadero Estado de Derecho.

    Por exigencias de la propia mecánica institucional, y por su carácter de árbitro supremo y desinteresado de las posibles contiendas de ideas e intereses, puede verse obligado el Soberano a dirimir conflictos entre los diversos órganos estatales. Puede, de igual manera, verse en la necesidad de adoptar, en trances extraordinarios, medidas requeridas por el bien común de la Nación, y que, por no estar previstas en la Ley, no dejan de revestir características de trascendencia excepcional. Para eventualidades de esta especie y para mayor garantía de una resolución encaminada tan sólo al bien común, es conveniente dotar a la Realeza de un órgano supremo de asesoramiento que, resucitando gloriosas tradiciones patrias, llame a su seno a las personalidades más destacadas por las prendas intelectuales y morales que las adornen, por los puestos que en la sociedad ocupen y por los servicios que hayan prestado a sus ciudadanos y a la Nación. Tal es el Consejo del Reino.

    Frente al estatismo absorbente del mundo pagano, significó el Cristianismo el gran movimiento liberador y dignificador de la persona humana. Por su influjo comenzó a esbozarse en los siglos medios un sistema que tendía a armonizar el elemento autoritario y el personal, por medio de una serie de instituciones creadoras de un principio de estructura orgánica de la sociedad.

    Desgraciadamente, al iniciarse la Edad Moderna, mientras el influjo del romanismo favorecía tendencias absolutistas, anuladoras de las moderaciones legítimas del Poder, el germen racionalista que el Renacimiento llevaba en su seno, preparaba el camino de la explosión individualista futura, destructora de todo principio orgánico en la vida social.

    Mas el exceso de individualismo había de conducir forzosamente a todos los excesos del estatismo moderno; colocar frente a frente al individuo y al Estado, sin núcleo alguno intermedio, y reducir toda la relación entre el hombre y la colectividad a una mera ligazón contractual, era tanto como hacer chocar dos fuerzas entre las que no podía existir la menor paridad. El individuo, en esta posición, forzosamente tenía que sucumbir a manos del Estado.

    La evolución filosófica había de conducir a idénticos resultados. La omnipotencia de la voluntad general, entendida al modo rusoniano, esperaba tan sólo el injerto del panteísmo hegeliano para hace surgir esta monstruosa creación del Estado moderno totalitario que invade todos los terrenos, y que no sabe detenerse ni ante el umbral sagrado de la familia, ni ante el dintel infranqueable de la conciencia humana.

    Urge poner un dique eficaz a este torrente arrollador mediante la definición, desenvolvimiento y garantía de los derechos inalienables de la persona humana. No implica este reconocimiento la negación de los fueros propios de la personalidad colectiva, cuya defensa incumbe en todo caso al Poder público, que ha de esforzarse por hacer posible la armonía entre el bien privado y el bien público, asegurando en caso de colisión el predominio de la comunidad sobre los bienes individuales de naturaleza meramente temporal, pero garantizando también el libre desenvolvimiento de las facultades, mediante las cuales se encamina el hombre a la realización de su fin trascendente.

    Pero, por grandes que sean las garantías escritas de que la ley fundamental procure rodearlas, fácilmente sucumbirán los más legítimos derechos de la personalidad humana, si no se les da otro apoyo que el meramente individual, si no se sienta el principio de que la limitación de los derechos personales ha de tener su complemento en una concepción orgánica de la sociedad.

    Cuando llega a adquirir un grado normal de desenvolvimiento y vida, aparece la sociedad política, según ya se ha indicado, como un conjunto de sociedades inferiores, ya sean pública o privadas, ya completas o incompletas. Mas la sociedad política es un ente moral, o lo que es lo mismo, un ser cuya unidad depende de la unidad de medios y de fin de sus elementos componentes; de tal manera que éstos mantienen siempre, dentro del conjunto, su propia y específica personalidad, siendo, por consiguiente, organismos naturales, anteriores muchas veces al Estado. Encuadradas en la superior sociedad política, estas sociedades inferiores no pueden contrariar los fines colectivos, ni extravasar su actividad con olvido de los límites que su peculiar naturaleza les traza. Ha de existir, por el contrario, una constante y fecunda coordinación entre el organismo político y sus inferiores componentes, y concurrir éstos con su plena personalidad y en unión de otros grupos de formación voluntaria, a crear una sólida contextura del Estado, y a ofrecer un mejor campo de acción y un más armónico y eficaz sistema de garantías al ejercicio, siempre legítimamente limitado, de los derechos personales.

    En consecuencia, la sociedad, debidamente organizada, habrá de estar presente en la vida del Estado a través de representaciones que la reflejan con la posible fidelidad. Para ello es necesario volver, con el ritmo que la realidad permita, al espíritu de nuestra tradición orgánica que más de un siglo de individualismo destrozó. Pero en tanto ese ideal se realiza, la representación de la sociedad habrá de concretarse en órganos que procuren reflejar la realidad presente y que preparen el desenvolvimiento de las instituciones futuras.

    Atraviesa la Humanidad una de las crisis más hondas y trascendentales de su historia. Sacudidos por la mayor convulsión que conocieron los siglos, caen los sistemas y se desploman los regímenes, sin que en sustitución de las viejas fórmulas gastadas hayan surgido soluciones que puedan reputarse definitivas. La anarquía intelectual en que se debaten las nuevas generaciones y el furor iconoclasta de las pasiones desbordadas hacen más estéril y penosa la labor de rectificaciones y tanteos a que se entregan los pueblos y los individuos en busca de un ilusorio bienestar.

    Sin perjuicio de la flexibilidad de ciertas instituciones, sin cerrar el paso a la obra de evolución y perfeccionamiento que impondrán la marcha de los tiempos y los resultados de la experiencia, es absolutamente indispensable dejar desde ahora sentados de un modo definitivo los principios fundamentales que han de inspirar la vida nacional, elevar por encima del nivel de las materias discutibles aquellas ideas que forman la médula de nuestro ser colectivo, colocar en la base del sistema unos cuantos bloques de granito, capaces de resistir el embate de los tiempos y el desgaste inevitable de los valores humanos, sustraer, en una palabra, a todo intento de ataque o revisión, los postulados básicos capaces por sí solos de dar estabilidad a nuestra vida pública, y por cuyo triunfo se han realizado tantos sacrificios y se han ofrendado tantos dolores.

    En virtud de estas consideraciones, S. M. el Rey ha sintetizado en las Bases que siguen las normas de la futura estructura política de España:



    BASE PRIMERA

    Por exigencias de la Historia, la pervivencia y la paz de la Patria, la vida política española descansará en los siguientes postulados esenciales, que no podrán ser objeto de discusión ni de revisión:

    1.º La Religión Católica.

    2.º La Unidad de la Patria.

    3.º La Monarquía representativa.



    BASE SEGUNDA

    La Religión Católica Apostólica Romana, profesada por la mayoría de los españoles, será también la Religión del Estado.

    Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en materia mixta, se regularán por medio de un Concordato.

    Nadie será molestado por sus creencias, ni constituirán éstas disminución en las prerrogativas de la ciudadanía.



    BASE TERCERA

    Se reconocerá la personalidad propia de las entidades infrasoberanas que integran el organismo nacional, así como la esfera de legítima autarquía que de esa personalidad se deduce, pero sin que en caso alguno ese reconocimiento pueda suponer, directa ni indirectamente, mengua de la unidad intangible de la Patria o de la soberanía irrenunciable del Estado.



    BASE CUARTA

    Los derechos y libertades de la persona humana serán objeto de reconocimiento y garantía eficaz.

    Leyes especiales regularán el ejercicio de tales derechos, que deberán siempre armonizarse con los supremos principios que rigen la existencia e impulsan el perfeccionamiento de la colectividad nacional.



    BASE QUINTA

    Se considera función primordial del Estado, proteger y estimular el trabajo en todas sus manifestaciones, impulsar una más justa distribución de los bienes, elevar el nivel de las clases más necesitadas, suplir las deficiencias de la acción privada en orden a asistencia y previsión, conseguir que el ejercicio de los derechos y deberes inherentes a la personalidad humana no se vean mermados por falta de capacidad o independencia económica, y crear y favorecer la creación de las instituciones que organicen las distintas profesiones sobre la base de la cooperación de los varios elementos que las forman.



    BASE SEXTA

    La Monarquía española será representativa, moderada por limitaciones éticas y legales, y hereditaria. Los deberes y derechos de la Monarquía española están vinculados en la persona de don Juan de Borbón y Battemberg.



    BASE SÉPTIMA

    El Rey ejercerá sus prerrogativas asistido por un Consejo del Reino, cuyo parecer podrá solicitar siempre que quiera, y cuyo dictamen deberá necesariamente pedir cuando se trate de la disolución extraordinaria de las Cortes; del nombramiento y separación del Jefe del Gobierno; de la declaración de guerra y conclusión de la paz; de la negativa de sanción de las leyes votadas por las Cortes; de la promulgación de decretos con fuerza de Ley exigidos por circunstancias excepcionales; y en general, de cuantos asuntos graves afecten a la interpretación de las Leyes fundamentales de la Monarquía, las directivas de la política exterior, las normas básicas de la economía nacional, el mantenimiento del orden público y la defensa de la nación.

    El Consejo del Reino, cuyo funcionamiento será regulado por la Ley orgánica correspondiente, estará integrado, por terceras partes, por miembros de derecho propio, de nombramiento de la Corona, y electivo.



    BASE OCTAVA

    La función de hacer las Leyes, corresponderá al Rey con la necesaria colaboración de las Cortes.

    Las Cortes estarán constituidas por un solo cuerpo legislador. Un tercio de sus miembros será elegido por sufragio popular directo, otro tercio por las personalidades infrasoberanas de la nación, y el tercero por entidades culturales y profesionales.

    Una Ley especial regulará el procedimiento electoral.

    Las Cortes serán renovadas parcialmente, cesando en cada renovación la tercera parte de cada una de las tres categorías de diputados.

    En circunstancias excepcionales, el Rey podrá proceder a una renovación total del organismo legislativo.

    En casos de indudable urgencia y necesidad, el Rey podrá promulgar decretos con fuerza de Ley, con la obligación estricta de someterlos a la ratificación de las Cortes en la primera reunión de éstas.

    Corresponderá en todo caso a las Cortes la votación de los Presupuestos y Leyes tributarias.



    BASE NOVENA

    El Rey ejercerá la función ejecutiva con la obligada asistencia de los ministros responsables, que refrendarán todos los actos del Monarca.

    Sin perjuicio de la responsabilidad del Estado, los Ministros serán individualmente responsables por sus actos propios, y colectivamente, mientras ejerzan el cargo, por las resoluciones del Consejo de Ministros.



    BASE DÉCIMA

    La función judicial se ejercerá en nombre del Rey por los Jueces y Magistrados. La Ley garantizará la efectiva inmovilidad e independencia de los encargados de administrar la justicia.



    BASE UNDÉCIMA

    Para amparo de los derechos de las personas, y garantía de los intereses de la nación, se instituirá un amplísimo sistema de recursos judiciales contra las posibles extralimitaciones del poder público, y en especial los recursos de inconstitucionalidad, contencioso-administrativo, por abuso y desviación de poder, y de responsabilidad civil de funcionarios.



    BASE DUODÉCIMA

    Las presentes bases serán sometidas a la voluntad de la Nación libremente expresada, sin perjuicio de que entren desde el primer momento en vigor aquellas prerrogativas que son inherentes al principio de legitimidad que encarna la persona del Rey.



    Estoril, 28 de febrero de 1946.

  8. #8
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 11

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 30 – 33.


    Declaraciones hechas por el Conde de Rodezno a la United Press


    ¿Está usted satisfecho de su viaje a Estoril? ¿Qué impresión le ha producido el Príncipe pretendiente?

    – Sí; muy satisfecho. Este primer contacto personal con el Rey, me ha permitido advertir en él, además de sus singulares dotes de dignidad, inteligencia y bondad, el acusado sentido de responsabilidad exigido por la trascendental misión histórica que le incumbe. El bien de España es su obsesionante preocupación.


    ¿Se ha sentido usted intérprete ante don Juan, de las doctrinas y aspiraciones de la Comunión Tradicionalista?

    – Naturalmente, me he presentado al Rey con mi significación política de siempre, a cuyas doctrinas he rendido, una vez más, mi adhesión más firme.


    ¿Cómo ve usted la solución definitiva del problema político de España?

    – La lección de los hechos nos da una fácil respuesta a esta pregunta.

    La Historia no ha inventado más que dos formas de Gobierno permanentes para regir a los pueblos: Monarquía y República.

    De República, y lo he dicho antes de ahora, se han hecho en España los suficientes ensayos, en épocas distintas y con hombres de éticas bien diferentes, para demostrar que no tiene aplicación posible. La República en España no podrá ser nunca más que la fórmula política de la anarquía.

    La Monarquía legítima y tradicional, exenta de compromisos anteriores, en cuanto que no sea con los principios fundamentales que debe proclamar, ausente de todo partidismo y alejada de las contiendas y pasiones derivadas de la pasada y cruentísima conflagración mundial, es la única solución salvadora para España, y garantizadora de su continuidad. Podemos tener por seguro que su instauración será acogida y aceptada por todos como Régimen de derecho.


    De sus conversaciones con Don Juan, ¿ha podido usted deducir las líneas fundamentales de la Monarquía que aspira a implantar en España?

    – Pretendo que es propósito de S. M. instaurar, bajo su égida y con el común consenso de su pueblo, un verdadero Estado de derecho, constituido sobre los siguientes fundamentos esenciales:

    La Religión Católica, profesada por la inmensa mayoría de los españoles, formativa de nuestra nacionalidad en la unidad suprema de la creencia, sin que por ello, a virtud de razones de otra índole, nadie sea molestado por sus creencias, ni constituyan éstas motivos de disminución en los derechos de la persona; la unidad sagrada de la Patria, sin perjuicio de las legítimas diversidades regionales; y la Monarquía representativa, símbolo de la continuidad histórica y expresión de la verdadera contextura orgánica de nuestra nación.

    Sobre estos postulados básicos e inconmovibles, merecerán amplio reconocimiento y garantía eficaz: los derechos y libertades de la persona humana; la autarquía legítimamente limitada de las Entidades infrasoberanas integrantes de la Nación; la concepción orgánica de la sociedad española; y la protección y estímulo al trabajo, impulsando una más justa distribución de los bienes y dando a lo social toda la inmensa importancia que hoy tiene.

    Y, por último, para el debido ejercicio de los atributos del Poder, se constituirán: unas Cortes, copartícipes en la soberanía legislativa, tan representativas como lo ha de ser la propia Institución Monárquica; una función ejecutiva eficiente, justa y ponderada, no sojuzgada por ninguna Asamblea deliberante; y una administración de justicia independiente y digna, cuyos ejercitantes sean efectivamente inamovibles. Un sistema de Consejos, de gran abolengo en nuestra historia política, completará el conjunto de los órganos de las funciones del Poder.


    ¿Qué repercusiones estima usted que han de tener en España la reciente nota franco-anglo-norteamericana, y la determinación francesa de cerrar su frontera de los Pirineos?

    – Es de esperar que estas naciones –y así lo van acusando las principales y menos apasionadas– aprecien que en el orden internacional ningún motivo fundado ha dado España para no merecer obtener la debida reciprocidad en su deseo de vivir en paz y armónica colaboración con el resto del mundo.

    España ha pasado recientemente por una horrorosa y devastadora guerra civil, y aun los elementos de extrema izquierda no desean renovar la carnicería que asoló a los hogares españoles.

    Todo el que en el porvenir gobierne en España, se encontrará con el espectro de la pasada guerra. Bien estarán las magnánimas generosidades, pero no conducirán más que a incidir en nuevas catástrofes los conceptos que pretendieron borrar el recuerdo de lo que está grabado para mucho tiempo en el corazón y la carne de España.

    Esto debe ser comprendido en el extranjero para evitar desviaciones graves e injustas en el enjuiciamiento de los problemas internos de España, aparte de que éstos sólo incumben a los españoles.


    ¿Cree usted que se producirá en España la instauración monárquica por la que usted propugna?

    – Indudablemente, y, para bien de España, así lo espero.

    Lo que no es posible, es volver, como antes digo, a reincidir en las causas origen de todos nuestros males. La República, en España, es sinónimo de caos y desenfreno. Los hombres que desde fuera la propugnan merecen repulsa de todo el país, incluso de los que algún día confiaron en ellos abusando éstos del crédito que les concedieron.

    España no tolerará ser desgobernada por esos hombres, ni por sus desconceptuadas formas políticas.

    La solución monárquica, legítima, tradicional y representativa, dará al pueblo español el cauce jurídico adecuado para desenvolver sus actividades en paz y mutuo respeto, labrando su prosperidad y contribuyendo con su aportación a la política de sincera cooperación entre las naciones.

    El joven y victorioso pueblo norteamericano, tan celoso de sus derechos y libertades, sabrá interpretar estos nobles anhelos de la Nación española.



    Abril de 1946.

  9. #9
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 12

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 53 – 56.



    Carta de Fal Conde a Rodezno, de 26 de Abril de 1946


    Sevilla, 26 de abril de 1946.

    Excmo. Sr. Conde de Rodezno.

    Pamplona.


    Mi querido amigo:

    Como podía esperarse, su viaje a Lisboa, su reconocimiento de D. Juan, su colaboración a los designios de este Príncipe, han producido una confusión grande. La prensa y radios extranjeras, y el rumor de las gentes dentro de España, atribuyen a la Comunión Tradicionalista el concurso que usted, con su sola significación personal, ha prestado.

    Esto me obliga a dirigir a usted esta carta pública deshaciendo equívocos, porque la Comunión no ha tomado parte alguna en ese pacto de Estoril, porque su resultado pugna con la posición de la Comunión por mí manifestada a D. Juan en mi carta de diciembre, y porque no podemos aceptar las bases acordadas entre los señores Gil Robles, Sainz Rodríguez y usted, y enviadas por D. Juan a Franco.

    Yo estoy seguro de que, como usted me ha informado, manifestó a D. Juan que no llevaba representación de la Comunión Tradicionalista. Pero lo que no veo es que lo haya aclarado así, públicamente. Antes al contrario, sus declaraciones a la United Press inducen al error de que usted se considera intérprete de las doctrinas, pensamientos y significación de la Comunión.

    Asunto de naturaleza muy ardua, no está en la competencia y alcance de personalidades aisladas, sino que únicamente a la Comunión jerárquica debe competir. Tanto más si se mira que, en orden a las pretensiones de D. Juan, la Comunión ya le tiene expuesta su posición en carta, que ha quedado incontestada [1], tal vez porque le haya encontrado a usted propicio a conversaciones y acuerdos como intérprete de un ideario, si no como representante también de cierto número de carlistas separados de nuestra disciplina, de los que acompañaron a usted en su viaje tres destacadas personalidades [2].

    Desde que, aceptando y sirviendo la unificación política, usted se separó voluntariamente de la Comunión, mientras ésta, sin vacilación alguna, rehusó la unificación y negó su colaboración a Falange, usted quedó fuera de nuestra disciplina al propio tiempo que aceptaba la de F.E.T., con cargo en el primer secretariado de dicho partido oficial en Salamanca, y con juramentos, de inconfundible sentido falangista, se adscribió a colaboraciones políticas muy destacadas.

    En carta de 24 de abril del 37 comunicó usted al Príncipe Regente su resolución de colaborar en el secretariado de F. E. T., acabado de crear, con protestación de lealtad –“lealtad firmísima al Movimiento y a su Caudillo”– y se separaba de la disciplina del Regente.

    Si después, por discrepancias, decidió otra conducta, e incluso llegó a sumar su firma a la de otras personalidades carlistas en escrito de agosto del 43, dirigido al Generalísimo [3], proponiéndole, una vez más, la constitución de la Regencia que la Comunión propugna, ni esa discrepancia ha llegado a tanto como dejar el cargo de Vicepresidente de la Diputación de Navarra, que por nombramiento del Gobierno tiene, ni a realizar acto alguno de reintegración a la disciplina de nuestra Comunión.

    Yo no puedo negar a nadie su condición de carlista. Señal de verdad del Carlismo es que, contrariamente a lo que acontece en los otros partidos, en la Comunión, ninguno que de su disciplina se separa, renuncia nuestros ideales.

    No me toca, por tanto, juzgar sobre el acierto con que usted haya tomado parte en esas conferencias de Lisboa para la redacción de unas bases de cierto sentido tradicionalista. Ni menos entra en mi propósito en esta carta dar mi opinión sobre las mismas, como no es de este lugar mostrar la extrañeza que produce que, según la declaración de D. Juan a Franco, todos los principios de dichas bases hayan de someterse a la voluntad de la Nación libremente expresada, menos el de sus prerrogativas o derechos soberanos.

    Lo que sí me corresponde, en estricto deber de defensa de la Comunión, y para satisfacción de nuestras masas, justamente resentidas y molestas, es declarar la insolidaridad de la Comunión con las gestiones de usted, y advertir que éstas no han tenido ni remoto fin de servicio de la Comunión.

    En efecto, afanoso usted por juntar a D. Juan los mayores concursos, ha procurado revestirlos del máximo formalismo tradicionalista, cautivador para la opinión sana, y de gran fuerza persuasiva para el Jefe del Estado, a fin de que dé paso a D. Juan. En ese afán ha pretendido usted del Príncipe Don Javier, en dos escritos improcedentes –uno de ellos, además, irrespetuoso–, que declare la sucesión de la dinastía legítima en favor de D. Juan por el solo título de la indicación genealógica o de sangre [4].

    O sea, usted pone a contribución de D. Juan todo su esfuerzo, trata de impedir que prospere el claro designio nacional, defensor de nuestras libertades patrias, de la esencia misma de nuestra nacionalidad y del espíritu de la Monarquía, que la Comunión levanta en alto para que la Nación, debidamente organizada, tome la parte que tiene derecho en la aceptación del Rey, en el restablecimiento del pacto bilateral sobre la soberanía, y en la constitución de las instituciones monárquicas limitativas del poder real y conductores, en el regular gobierno monárquico, de los imperativos de la soberanía social.

    No otra cosa que esa contribución al servicio de D. Juan es la calificación de “Caudillo en el destierro” que usted le atribuye, desconociendo que no otro que ése es el carácter que, por designación de nuestro último Rey, tiene, con la obediencia, confianza y gratitud de los carlistas, nuestro amadísimo Príncipe Regente Don Javier de Borbón Parma.

    Queden, por tanto, bien claramente diferenciadas las cosas, significaciones y caracteres de sus actuaciones y de las nuestras.

    No he de terminar sin rogarle que, en lo sucesivo, procure por todos los medios a su alcance hacer las convenientes distinciones para evitar la repetición de estos equívocos.

    Suyo, como siempre, afectísimo amigo, q. e. s. m.,


    Firmado: Manuel Fal Conde.



    [1] La carta de contestación de Don Juan data, precisamente, de esa misma fecha de 26 de Abril de 1946. En ella, Don Juan rechaza la propuesta política que la Comunión le señaló en la carta de 8 de Diciembre de 1945.

    [2] Luis Arellano Dihinx, Juan Ángel Ortigosa y Antonio Iturmendi Bañales.

    [3] Véase aquí el texto de este documento de la Comunión.

    [4] Fal Conde se refiere a las dos cartas que varias personalidades legitimistas navarras enviaron a Don Javier: una de Septiembre de 1945, y la segunda de Enero de 1946 (esta última se reproduce anteriormente como Documento número 9).

  10. #10
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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 13

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 57 – 62.



    Carta del Conde de Rodezno a Fal Conde, de 3 de Mayo de 1946


    Pamplona, 3 de mayo de 1946.

    Excmo. Sr. D. Manuel Fal Conde.

    Sevilla.


    Querido amigo:

    Acuso recibo a la suya del 26 del pasado, que con anterioridad conocía por copias del original presurosamente lanzadas a la publicidad.

    Comenzaré por atender el ruego que al final me formula referente a sus deseos, que son los míos, de diferenciar claramente el significado de nuestras respectivas actuaciones. Con dejarlas consignadas en esta carta, que también será pública, quedarán para lo sucesivo despejados los equívocos, si es que los hay, y no por mi culpa.

    A su juicio, mi viaje a Portugal y conversaciones con el Príncipe D. Juan han producido una confusión grande por no haber aclarado suficientemente la distinción entre mi opinión personal y la de la Comunión, reflejada en su carta al mencionado Príncipe.

    Ya dije usted, en momento oportuno y previo a aquellas conversaciones, que yo a ninguna parte llevo más que mi subjetiva apreciación, con el valor que cada cual quiera concederle, y con el que le presten las de los amigos y correligionarios con ella coincidentes.

    Lo que no puedo es conceder a usted el monopolio de la definición infalible, convirtiendo su opinión personal en la de la “Comunión Jerarquizada”, cuando tan acusadamente se me ofrece la discrepancia entre su concepción sobre el futuro político español y la que mantienen las personalidades y sectores más representativos de la Comunión, que integran también la Jerarquía.

    Propugna usted, con contumacia a prueba de todas las oportunidades del momento actual, nacional e internacional, la Regencia que usted llama legítima, nacional y tradicional, vinculada a la persona del Príncipe Javier de Borbón Parma. Creo yo que tal designio no enlaza por ningún concepto con el de nuestra legitimidad, es totalmente desconocido nacionalmente, y no tiene raigambre alguna en nuestro tradicional desenvolvimiento.

    El Príncipe no recibió de nuestro último Rey Don Alfonso Carlos facultad que a tanto alcanzase y que éste no podía otorgar, y él bien lo sabía; su cometido fue el de dar solución, sin más tardanza que la necesaria, a la cuestión sucesoria, ateniéndose a la Ley y a la obligada administración de los principios.

    Los diez años transcurridos, y los acucies de las circunstancias, exigen ya sobradamente el cumplimiento, a juicio de cuantos creemos que la Comunión tiene algo más que hacer que sestear en hipotéticas e inactuales elucubraciones.

    Y no me diga usted que yo el año 1943 abogué, en documento dirigido al Generalísimo, por la implantación de la Regencia, porque me obliga a volver sobre lo que a la sazón callé por prudencia y por mi tendencia temperamental, tan propicia a no singularizarme. Yo, en aquella fecha, me vi acuciado por sus representantes de usted, no obstante lo que usted llama mi voluntaria separación de la Comunión, a firmar un documento que llevaba adjunto otro, que se me mostró incompleto, a falta de unos párrafos finales. Se me dieron seguridades de que en lo que faltaba, nada se hablaría de la Regencia, que, a mi juicio, haría pueril toda la exposición. Y, no obstante esas seguridades, se cometió el abuso de confianza de añadir, hurtándolo a mi conocimiento, lo que a mí se me había silenciado de propósito. Tan es así, que al señor General Vigón, a quien se entregó el documento para su tramitación al Generalísimo, hube de dirigirme, dejando constancia de mi discrepancia en el mencionado punto. No es culpa mía la de haber tenido que renovar hoy tan enojoso recuerdo.

    Pero escasa trascendencia tendría esta apreciación sobre la concepción de la Regencia, si fuera exclusivamente de quien, como yo, se siente siempre tan inclinado a lo unipersonal. La tiene mayor porque coincide con ella, sin que yo lo haya propugnado, el desengaño creado por el estéril designio.

    Es achaque antiguo en usted atribuirme la exclusiva en actuaciones en las que no voy solo. Así, singulariza usted en mí los dos escritos que hace meses se dirigieron al Príncipe Don Javier, que usted califica de irrespetuosos, y que, en realidad, no son más que expresivos de una honrada convicción; pero silencia usted que en ellos me preceden trece firmas y me siguen treinta y siete, que, en lo que a Navarra afecta, corresponden a quienes han representado a la Comunión como Diputados a Cortes, Senadores, Diputados Forales, miembros de diversas Juntas Regionales –algunas designadas por usted–, de la pasada Junta de Guerra, Alcaldes de Pamplona, Jefes de Merindad, y personalidades representativas de nuestra acción política.

    Silencia usted, igualmente, que los nombres más significados del carlismo vascongado, aragonés y riojano, se han adherido a esta posición unánime de Navarra.

    Y silencia usted, asimismo, la insolidaridad que con su carta a D. Juan mantienen algunos de sus más destacados colaboradores, terreno en el que una elemental discreción me impide insistir.

    Pues si esa posición por usted mantenida, concita con tan rara unanimidad la repulsa en unos, la desgana en otros, y alcanza hasta a los que con mayor fe le han seguido, ¿por qué singulariza en mí la expresión de una discrepancia que a tantos y tan señalados afecta? Y, ¿cómo pretende usted disimular en los demás lo que inútilmente quiere achacarme a mí solo? Esto es inocente; pero ni qué decir tiene que lo acepto y asumo por entero.

    Además, si hace poco más de un mes tuve, a requerimiento suyo, una cordial entrevista con usted, y en ella le conté mis conversaciones con D. Juan, mis impresiones sobre él, todo lo allí actuado, y comentamos la actualidad del momento político, sin que usted me recusase nada, ya que se limitó a rogarme que interpusiese mi influencia para que las regiones restantes no secundasen a Navarra en sus exposiciones al Príncipe Javier, lo que –dicho entre paréntesis– no hemos propugnado ni yo ni ninguno de los firmantes, ¿qué explicación dar a esta tardía reacción?

    Se remonta usted a los tiempos, ya un poco alejados, en que yo tuve cargos públicos políticos. Cuando yo y otros distinguidos correligionarios formamos en el primer Secretariado, a raíz de la unificación, no fue, como usted dice, separándonos voluntariamente de la Comunión, sino comunicando al Príncipe las razones de nuestra determinación, y obteniendo su asentimiento expresa y verbalmente manifestado en París a los que con este objeto le visitaron. Persona tan respetable como don Joaquín Baleztena, que no acostumbra a tergiversar las cosas, puede, además, dar testimonio de cómo a él le hizo el Príncipe las mismas manifestaciones de aprobación cuando solicitó en su nombre, y en el de otros amigos, su autorización para formar en el primer Consejo Nacional.

    Después, yo fui Ministro del primer Gobierno Nacional presidido por Franco. Ello era en plena guerra, cuando los Requetés morían por España, cuando al otro lado de las trincheras estaban los rojos. Creí yo que no bastaba con ver morir a los Requetés, que era preciso defender desde el Gobierno sus doctrinas. Eso, y usted lo sabe, era servir a España y a la Religión; y a la prolija legislación que lleva mi firma me atengo, sin que de nada tenga que desdecirme.

    Y sabe usted también que fui al Gobierno después de consultar y de obtener el asenso unánime y entusiasta de las organizaciones carlistas de Navarra, representadas por sus Juntas Regional, de Guerra y de Merindades; asenso que, sin ofensa para usted, me bastaba.

    Y sabe usted, asimismo, que no hubo hombre político que se distinguiese de la Falange, no ya en sus concepciones, sino hasta en sus modos, tónicas y estilo, tanto como yo. No supieron o no pudieron ofrecer tan advertible contraste aquellos tradicionalistas de usted que, con su beneplácito expreso, ocupaban a la sazón diversas Delegaciones nacionales en los servicios de F. E. T. y de las J. O. N. S., en Direcciones bancarias de nombramiento y dependencia del Gobierno, y en Direcciones generales, algunas en mi propio Ministerio.

    ¿A quién, por tanto, sorprender a estas alturas con tan caprichosas interpretaciones?

    Interesa poco, pero ya que, con efecto sólo posible entre incautos, me imputa usted acusadas concomitancias, recordaré a usted –también lo sabe usted– que, sin perder la serenidad, ni incapacitarme para el diálogo con nadie, llevo renunciados muchos cargos públicos. A lo que no he renunciado, en efecto, es a la Vicepresidencia de la Diputación Foral, que usted cree tengo por nombramiento del Gobierno.

    ¿Qué pensarán los carlistas navarros y los que no lo son al conocer que quien se titula Jefe del Carlismo, tan íntimamente unido a las peculiaridades de Navarra, extrema su ignorancia de ellas hasta el punto de creer que los Diputados forales lo somos por nombramiento gubernativo, como los “Gestores” que contempla en Sevilla o en Murcia?

    Finalmente, diré a usted que yo no he hecho pacto en Estoril, ni con Gil Robles y Sainz Rodríguez, ni con nadie. Yo, y los que me acompañaron, visitamos a D. Juan de Borbón, Príncipe en quien, como usted me ha confesado en diferentes ocasiones, concurren las mayores probabilidades de reinar, si es que en España ha de haber Monarquía; y propugnamos ante él nuestros principios y convicciones, conforme a notas de las que en su Secretaría quedó constancia, y que fueron antes consultadas y aprobadas por las personalidades más destacadas de la Comunión. Lo demás, las comunicaciones que el Príncipe haya enviado al Generalísimo, son suyas y no nuestras, si bien sea natural que las veamos con satisfacción, por recoger inspiraciones de evidente doctrina tradicionalista.

    ¿Y esto le parece a usted mal?

    Pues yo le digo que las posiciones negativas, contemplativas, están muy bien para cuando un régimen adverso, pero bien asentado, nos hace posible la vida. Yo he practicado esa postura política, y muy a gusto, muchos años antes de que usted advirtiese la existencia del carlismo. Pero cuando se está, como actualmente estamos en España, en periodo constituyente, es demencia o inconsciencia vivir al margen de todo criterio de posibilidad.

    Sea usted humano, y no confunda a los nuestros con arbitrarias disquisiciones. Desde 1936 han pasado muchas cosas para la Comunión Tradicionalista. Ha desaparecido nuestra dinastía, y eso no se sustituye con una quimera caprichosa. La Comunión necesita saber quién es su Rey, porque ésa es su pieza integral y consustancial con su existencia. Y si este problema fundamental no se le resuelve, y estas ansias quedan insatisfechas, piense en la responsabilidad que supone el intento de mantener nuestras fuerzas en incapacidad para toda proyección nacional, y de convertir la Comunión más sustantiva y activamente Monárquica en simple coro de teorizantes, de monárquicos sin Rey, al servicio de minúsculos rencores.

    Y piense también que nada tan incompatible con la esencia de nuestra nacionalidad, con el espíritu de la Monarquía que la Comunión ha sostenido siempre, y con los imperativos de la soberanía social que usted invoca al final de su carta, que esa extraña concepción de considerar a España cera virgen, propicia al moldeo de arbitrismos políticos.

    Lo que precisa para ser consecuente, es proseguir la senda segura por donde fue siempre la Comunión, con su Rey en vanguardia, y siendo él la garantía de efectividad para la salvación de la Patria.

    Sólo así se es monárquico; y, si aun así se fracasase, o las realidades logradas no alcanzasen los objetivos del empeño, quedaría siempre la satisfacción de no haber hurtado esfuerzos al noble designio, desde luego muy superior a la resentida complacencia con que, desde la inacción, pueda contemplarse el malogro del propósito.

    Créame suyo afectísimo amigo, q. e. s. m.,


    Firmado: El Conde de Rodezno

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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 14

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 63 – 77.


    Carta de Fal Conde al Conde de Rodezno, de 4 de Junio de 1946


    Exmo. Sr. Conde de Rodezno.

    Pamplona.


    Querido amigo:

    Mi carta anterior no pretendía abrir una polémica. En representación de la Comunión Tradicionalista, y en su defensa, sólo me propuse advertirle, con la necesaria publicidad, que no ha tenido usted, ni podido arrogarse, representación alguna de la Comunión en sus negociaciones con D. Juan de Borbón, ni ha debido consentir que las Agencias le atribuyan ese carácter.

    Al igual que otros disidentes del Carlismo –de más frecuente aparición en épocas de persecuciones– no se resigna usted a verse colocado ante la opinión como excluido de la Comunión jerárquica que, a prueba de heroicas lealtades, viene existiendo por delicada Providencia Divina.

    Y así, no es extraño que, en su carta de contestación, procurando excusar una clara confesión de su apartamiento de nuestra disciplina, se refugie, como otros en sus circunstancias hicieron, en imputar errores a la jerarquía, dogmatizar las personales opiniones, y presentarlas avaladas por otros pareceres tan disidentes como el suyo.

    Esté seguro que no descenderé al terreno de la discusión con usted, porque no puedo salir del cometido único que debo cumplir, según ya dije en mi carta anterior, y ahora me propongo subrayar.

    En abril de 1937, en el periodo de la unificación política para constituir desde el Poder un partido oficial de estilo totalitario, prestó usted una destacada colaboración, cuyo exponente más público fue la reunión celebrada en Pamplona el 16 de dicho mes. Convocada por la Junta de Guerra de Navarra expresamente para dar cuenta de los propósitos del Generalísimo, comunicados a usted junto con otros, sobre la formación del tal partido único y orientaciones de la política del porvenir, sirvió, en efecto, para que usted informara a las ilustres personalidades carlistas congregadas de la conversación que con S. E. el Jefe del Estado había celebrado dos días antes, de las razones en que se proponía apoyar la medida política proyectada, y del contenido programático que usted creía iba a tener el partido oficial.

    Su discurso, transcrito en el acta de la Junta, se caracterizó por estas notas: Primera, imperativo indeclinable del Jefe del Estado, contra el que no cabía resistencia; segunda, contenido programático perfectamente admisible para los carlistas; y tercera, indefectible extinción de la Comunión, aunque tal medida de gobierno no se adoptara.

    Que se trataba de un acto de autoridad del Jefe del Estado; que no habían sido ustedes llamados para consulta, ni que había posible réplica; que las razones que inspiraban la medida de gobierno eran de imprescindible necesidad patriótica, constituyen los párrafos más sobresalientes de su discurso. Ni ahora, cuando el fracaso del partido oficial juzga la torpe visión de aquel momento, habrá quien niegue a ese su discurso una fuerte seducción de sus oyentes.

    Así pues, cuando algunos de los reunidos abogaron por que se dirigieran representaciones a S. E. el Jefe del Estado para salvaguardar nuestros principios, usted repitió que habían sido llamados exclusivamente “para notificarles el Decreto que proyecta (el Generalísimo) sobre el partido único, y que, a su juicio, no procede el nombramiento de Comisión alguna que visite al Jefe del Estado”.

    En segundo lugar, informó a los reunidos de que esa medida de gobierno que indefectiblemente iba a dictarse, y en tan graves razones patrióticas fundada, había de respetar nuestras esencias, pues que, según sus informes, el preámbulo del Decreto había de contener declaraciones de confesionalidad católica del Estado, “organización de la Patria con reconocimiento de las libertades regionales”, y otras bienhechoras medidas, hasta parar en la afirmación monárquica, “dejando el cauce abierto para la restauración en nuestra Patria de la Monarquía Tradicional”.

    Y, por último, su discurso, en contraste con su optimismo en la versión del proyecto oficial, proyectó sobre los reunidos la más desalentadora visión sobre la desaparición necesaria y extinción forzosa de la Comunión Tradicionalista.

    Por modo que, en disculpa de la desaparición de la Comunión que iba a decretarse al nacer el partido único, explicó a los asambleístas “que, pensando serenamente las cosas, las mismas realidades actuales de la vida española traen consigo ese mismo resultado”. Y procuró demostrarlo fundándose en que la Comunión Tradicionalista, en sus 103 años de lucha, había representado la protesta de la España tradicional contra un régimen liberal, contra una dinastía usurpadora e ilegítima, la lealtad a una dinastía legítima, y la actuación como un partido político. Por lo que, a su entender, desaparecidos el régimen liberal y la dinastía usurpadora, y extinguida la dinastía legítima, acababa nuestra razón de ser como partido.

    “Ante esta nueva realidad –agregó– de la vida española, que es realidad también de la humanidad, ¿qué va a hacer la Comunión Tradicionalista?”. Y usted mismo se contestaba acto seguido con la siguiente frase: “Nos quedan unos principios, los de nuestro santo lema, que hemos de procurar infiltrar en la sociedad española”.

    Resultado de esa orientación, efecto de tan pesimista augurio sobre el porvenir de nuestra Comunión, fue el acuerdo de los reunidos, en pro de la propuesta de usted, de enviar una comisión al Príncipe Regente “para decirle, con los máximos respetos debidos a la jerarquía, que el deseo de Navarra es que, cuando aparezca el Decreto de S. E. el Generalísimo sobre formación del partido único, la Comunión Tradicionalista tenga ya preparada una resolución adecuada para darla a conocer a la opinión española”.

    Cuatro días después de esa Asamblea, publicaba el “Boletín Oficial del Estado” el Decreto de 19 de abril de ese año sobre unificación política y creación del partido oficial. Ni en su preámbulo, ni en su parte dispositiva, se advierte rastro alguno de las bienhechoras medidas que los asambleístas de Pamplona habían oído de labios de usted.

    En el preámbulo se lee: “Como en otros países de régimen totalitario, la fuerza tradicional viene ahora en España a integrarse en la fuerza nueva”. Y más adelante: “su norma programática está constituida por los veintiséis puntos de Falange Española”.

    La parte dispositiva del Decreto creó el partido oficial llamado de F.E.T. y de las J.O.N.S., como intermediario entre la sociedad y el Estado; disolvió todas las organizaciones políticas, con la consiguiente incautación de sus bienes; y volvió a calificar de totalitario el nuevo Estado, como misión política encomendada al partido oficial.

    Pero el desengaño que, en los mal informados asambleístas de Pamplona, produjo este Decreto, no evitó que usted aceptara el cargo de miembro del Secretariado Nacional del naciente partido, y dirigiera al Príncipe Regente las cartas de puño y letra, fecha 24 de abril. Una, suscrita por usted con los otros señores designados para iguales cargos, en la que comunicaban a S. A. los nombramientos y las aceptaciones de los cargos; justificaban y alababan la medida política de la unificación; declaraban grave deber patriótico la colaboración política, comparándola, con manifiesto error, a la colaboración, obediencia y generoso servicio militar de nuestros requetés. Denotaban una plena adhesión a los términos en que habían de manifestarse los comisionados de Pamplona que llevaron al Príncipe esas cartas, y que, en escrito que le dirigieron –que no es del momento comentar por extenso–, propugnaban cerca de S. A., con vehemencia casi coactiva, que se sumara, en declaración pública, a la unificación política ya decretada [1].

    De esas cartas de usted, quiero hacer simplemente dos citas:

    En la carta personal de usted, se despedía del Príncipe con esta frase: “Personalmente crea, Señor, que sólo deseo ocasión de demostrarle mi afectiva adhesión. V. A. puede tener la seguridad de mi devoción, y de la justa estima que hago de sus servicios a la Causa”.

    En la carta colectiva decía usted, razonando el deber de colaboración política: “El crédito ilimitado es postulado indeclinable de patriotismo y honradez. Seremos, pues, leales, con lealtad firmísima, tan leales, como nuestros voluntarios, al espíritu del Movimiento y a su Caudillo”.

    Me dice usted en su carta del 3 de mayo que esta aceptación del cargo de F.E.T. no fue voluntaria separación de la Comunión, porque obtuvo del Príncipe su “asentimiento, expresa y verbalmente manifestado en París a los que con este objeto le visitaron”.

    Niego rotundamente tal aseveración.

    Buena prueba es la carta de S. A. a Don Luis Arellano Dihinx, fecha 18 de julio de ese mismo año, y que literalmente dice así:

    Lisboa, 18 de Julio 1937.

    Sr. D. Luis Arellano Dihinx,


    Querido Arellano:

    Para evitar toda ocasión de tergiversaciones en estos momentos de confusión, quiero que conste por escrito mi resolución a la solicitud verbal que ayer me formulaste, a nombre de los Conde de Rodezno y la Florida y tuvo propio, sobre que autorice o apruebe vuestra aceptación o permanencia en los cargos del Secretariado político de la F. E. T.

    No puedo dar tal aprobación, ni a la remota y no autorizada aceptación, ni a la permanencia en los cargos, que es natural consecuencia de aquélla.

    Ciertamente no me fue pedida dicha autorización a su tiempo por vosotros. Podían haberlo hecho sin responsabilidad alguna, como tantos otros carlistas han hecho después, aun ya dictadas las disposiciones que lo prohibían y sancionaban, y con mayor deber estabais obligados, porque dichos cargos habían de romper la solución de continuidad entre la jerarquía del partido y mi autoridad.

    Vuestra labor anterior a la unificación; los ataques a mi Junta Nacional, que, dimisionaria, no podía lealmente hacer otra cosa que esperar mi resolución [2]; la iniciativa y fomento de aquella condenable reunión de Comisarios de Burgos [3], hacían contraindicada esa aprobación de vuestros nombres para dichos cargos, y especialmente la del Conde de Rodezno.

    Mucho menos ahora, después de haberse promovido por vosotros, o por quienes os han seguido, que la Comunión sufra una dolorosa división que, gracias a Dios, está terminada por el saludable desengaño de los que, seducidos, os siguieron, y ya han recuperado el claro concepto de servicio, el más leal y abnegado a la causa de España, que preside S. E. el Generalísimo, dentro de la conservación más pura y la afirmación más concluyente de los ideales carlistas, que no son patrimonio de ningún hombre, a cuya reacción no poco ha contribuido la misma indefensión práctica en que habéis tenido, dentro de vuestros cargos, esos mismos intereses de la Comunión Tradicionalista.

    No puedo admitir la menor responsabilidad en las dimisiones que hayan presentado ante el Generalísimo. Quienes aceptaron sin permiso, no pueden fundar en la falta del mismo tales dimisiones de cargos, que no dependen de mi autoridad, como que no son de la Comunión, ni pueden ser regidos por otra que la de S. E. que los constituyó; y en vuestra conciencia, que Dios Nuestro Señor ilumine, podréis juzgar cuál es la lealtad que al Generalísimo se debe en la F.E.T., y las obligaciones que conmigo tenían por la condición de carlistas.

    Pidiendo a Dios que os asista con sus gracias, quedo tuyo afectísimo

    Francisco Javier de Borbón.

    Con igual falta a la verdad que en lo anterior, invoca usted en su carta del 3 de mayo que también fue autorizado para aceptar el cargo de Consejero Nacional de F.E.T. de las J.O.N.S. Júzguese tal aserto, y véase cuán autorizadamente quedó declarado que usted se había apartado de la Comunión jerárquica, leyendo la declaración del Príncipe Don Javier, hecha por él en una numerosísima reunión de personalidades carlistas celebrada en San Sebastián a los tres días del juramento solemnísimo de los postulados de Falange en el Monasterio de Las Huelgas:

    El juramento prestado por algunos carlistas en el acto de constitución del Consejo Nacional de la F.E.T. y de las J.O.N.S., sin haber solicitado licencia a la Jerarquía de la Comunión Tradicionalista, y sujetándose en el mismo a la observancia de principios, reglamento y disciplina que, en parte muy importante, no son cohonestables con los principios y disciplina de un carlista, como quiera que no reclamaron oportunamente aquellas modificaciones, o rectificación de orientación, necesarias en buena doctrina tradicionalista, han colocado a los mismos fuera de la Comunión [4], que si bien fue disuelta en su estructura orgánica de partido por el Decreto de unificación, ni perdió, ni podía perder, su suprema Jerarquía monárquico-legitimista, ni destruir la fuerte comunidad natural de ideales de los buenos españoles, más acusada cada día mientras más característica de falangista se ha ido haciendo la unificación; matiz tan acentuado que, al llegar al presente momento de la constitución del Consejo, puede asegurarse que, ni en el ideario, ni en los signos externos, se ha guardado la menor consideración a nuestras concepciones.

    Durante el periodo de unificación, todavía no consumada, no obstante el largo transcurso de meses, vienen conservándose diferenciaciones entre las dos procedencias de los partidos integradores, como en los uniformes, himnos, signos, distintivos y, más que en nada, en las Milicias del frente; como en la perduración de las masas y conjuntos tradicionalistas, que acreditan la subsistencia de nuestro ser colectivo, que, si no ha podido ser borrado, no ha sido por falta de docilidad de nuestra parte en el cumplimiento de lo mandado, de leal colaboración de nuestros hombres a los nuevos cargos, y de sufridísimo silencio por nuestra parte.

    Esa permanencia, y la conservación del signo de procedencia de cada persona que es llamada a los cargos, hacen lícito, en el orden legal español, que cada uno vele por la mayor aportación que le es posible del ideario de la organización de dicha procedencia. Y cuando esto afecta a nuestro caso, sustentadores como somos de principios irrenunciables e imprescriptibles, no podían por menos nuestros leales que velar y laborar por la observancia más completa que pudieran de esas fundamentales doctrinas en la política del Estado.

    Mucho más que en el común de los casos pesaba este deber sobre aquellos tradicionalistas que fueron llamados a cargos supremos de la política, porque eran estos cargos los que, según la lealtad o deslealtad con que procedieran, habían de conservar o romper la continuidad jerárquica con el principio monárquico, que es vital en el Tradicionalismo. ¿Y qué decir del hecho de aceptación de esos cargos supremos, sin las debidas licencias, si dicha aceptación había de hacerse con la gravedad y solemnidad de un juramento, y nada menos que para ligar la voluntad, con tan sagrado compromiso, a orientaciones políticas entre cuyos postulados está determinada la sucesión en el supremo poder público en forma de herencia por designación “testamentaria”, sin que sea la de la Monarquía con ley fundamental de sucesión dinástica?

    La voluntariedad del acto realizado deja fuera de la Comunión a quienes lo han ejecutado, tocándome a mí, en estas circunstancias, únicamente declararlo así; sin perjuicio de que puedan rehabilitarse, ante mi Jefe Delegado, aquéllos cuyo comportamiento y lealtad anteriores a dicho momento les haga acreedores, si, a juicio de mi Jefe Delegado, subsanan debidamente la falta.

    Dado en San Sebastián, a 5 de Diciembre de 1937,

    Francisco Javier de Borbón Parma. Príncipe Regente de la Comunión Tradicionalista Carlista.

    Usted mismo hizo constar en la Asamblea de Pamplona, abundando en sus razones por las que no debía pedirse al Generalísimo cosa alguna en punto a orientaciones del partido único, que la misma “no tenía la representación oficial de la Comunión Tradicionalista”. Y efectivamente, eso era una gran verdad, según claramente quedó patente por la condenación y desaprobación que de ella, al igual que de otra lamentable y dolorosísima reunión, celebrada en Burgos, hizo el Príncipe Regente, entre otros, en el documento dirigido a Don Joaquín Baleztena, del que luego se hará mención. “Los resultados de aquel conciliábulo –dice– fueron tan funestos como los de todo lo que es clandestino: el desamparo de la Comunión, y una incorporación a la unificación sin la debida defensa de sus legítimos intereses” [5].

    Pero la Asamblea de la Comunión celebrada en Portugal durante mi destierro, el 13 de febrero de 1937, en el Palacio de Insúa, bajo la presidencia de S. A. R. el Príncipe Regente, sí que tenía carácter oficial y representación de la Comunión Tradicionalista. De su acta, firmada por S. A. y por todos los concurrentes, usted entre ellos, voy a recordarle unos puntos que desaprueban las orientaciones que, poco después, había de exponer en Pamplona, contraviniendo así lo acordado y suscrito en tan memorable Asamblea oficial:

    Queda concretado el pensamiento de la Asamblea, sin discrepancias, en la necesidad de afirmar nuestra personalidad ante el poder público, con todo nuestro contenido y con el recuerdo de que así hemos venido a la campaña”.

    Y, por fin, quedó sentada, de una manera terminante, la necesidad de la Regencia previa a la restauración de la Monarquía en la persona del Rey en quien concurrieran las dos legitimidades, coincidiendo todos los presentes en que debíamos sostener y propugnar la solución de la Regencia “no sólo dentro de la Comunión, sino cerca de los Poderes Públicos”.

    A la luz de estos hechos solemnes, y autorizados acuerdos, precedentes a su aceptación de los cargos de Falange y a sus manifestaciones en la Asamblea de Pamplona; y a la luz de elocuentes realidades que, hasta el momento presente, acreditan la supervivencia de la Comunión, ¿habrá quien disculpe el proceder de usted?

    Negándome usted en su carta de 3 de mayo “el monopolio de la definición infalible”, porque me acusa de convertir mi opinión personal en la de la “Comunión jerarquizada”, al propio tiempo que me injuria cae usted en una grave falsedad, y en la petulancia de sobreponer su opinión personal –tan desacreditada por la experiencia política de estos años– a la de la Comunión, manifestada por la autoridad del Príncipe y en documentos de los que, aquéllos que he encontrado a la mano, voy citando.

    ¿Qué juicio mereció al Príncipe Regente las opiniones y actos de usted en la Junta de Pamplona, y en la aceptación de cargos de Falange?

    Lo veremos brevemente, a la vista de un importante documento.

    En la carta del Príncipe a Don Joaquín Baleztena, antiguo Jefe Regional Carlista de Navarra, fija en él magníficamente, y con extensión que no hemos de reproducir, la doctrina sobre nuestra colaboración al Movimiento. No es igual, según ella, la colaboración militar, incondicional, que la que podíamos prestar a la orientación política, de la que discrepábamos. La subsistencia de la Comunión es un punto fundamental de ese documento, y los sagrados deberes de la Regencia son algo más de los que usted le reconoce.

    “[…]

    En la política, también hemos de prestar nuestra colaboración más eficaz. Hay la diferencia de que, a la guerra, lo damos todo; mientras que, a la política, no podemos dar aquellas energías que preferentemente se consagran a la acción bélica, en la que se sirve sin reserva mental alguna.

    […]

    Podremos discrepar, y deberemos acreditar, en derecho de petición, nuestra discrepancia, que es muestra de sinceridad, de lealtad y de eficacia en el servicio.

    Nos encontramos en un periodo de transición; atravesamos un duro proceso de resurgimiento, cuyo éxito debe estribarse en la restauración de la Monarquía Tradicional. Y requiere, para ser éxito, el concurso, ante el Mando, de la Comunión sustentadora de la Tradición histórica de Legitimidad Monárquica: cometido principalísimo de nuestra Comunión, y principal deber de la Regencia.

    Contraeríamos grave responsabilidad ante Dios renunciando a lo que es patrimonio de España: la Legitimidad de la Soberanía. […]

    En esa doble legitimidad, la de la sangre sirve al bien común, como que toda la Dinastía se consagró y sujetó a principios inmutables sin los cuales no puede haber sucesión dinástica.

    […] Y recuerden que no bastan conjeturas caprichosas ni espejismos ilusionistas en materia tan grave, en la que hay que enjuiciar más hondo sobre las condiciones de dignidad de quien, en juramento solemne, ha de comprometerse a guardar nuestros fueros, nuestras “leyes viejas” y nuestra unidad católica, al par que recoger toda la grandeza del motivo, el honor y la gloria de la presente gesta.

    No podemos ceder este sagrado ministerio. Nos abona la voluntad de nuestro último Rey; nos abona el juramento que ante su cadáver prestamos; nos abona la sangre de nuestros muertos. Y, por otra parte, no hay razón alguna para improvisar soluciones o fórmulas en esta materia […].

    Quien, después de tan heroicas gestas, crea que debe renunciarse lo que tan abundantemente se ha conquistado; quien en el instante mismo de recibir la herencia de un siglo de heroísmos, quien ante la victoria, cree que puede entregarla a políticos que tuvieron a la Legitimidad en el Pretorio; quien, puesta la mano en el arado, vuelva la cara atrás, no es carlista.

    ¿Creyó alguno que afirmar estas ideas significa rémora a la función del Mando? ¿Pero dónde halló el Mando corazones más nobles, ni sangre más pronta a darse por entero, que en la sublime Legión del Carlismo? ¿Entendió alguno que, para ganar la guerra, es necesario dejar atrás ese punto principalísimo de nuestros postulados, que, si son esenciales, es porque pertenecen al ser nacional? ¿Pues, qué victoria sería ésa?

    […]

    Véase aquí la más importante misión a cumplir por la Comunión Tradicionalista, en aquello en que es Comunión y no Partido, con perduración indefectible, bajo la suprema jerarquía, del principio legitimista.

    A la luz de estas ideas, verán cuán erróneamente han creído algunos que para nosotros está todo perdido, y no nos queda nada que hacer. En Junta celebrada en Insúa, bajo mi presidencia, se fijó en febrero nuestra política a seguir, y, bajo el signo de las mejores garantías de acierto, se marcó la distinción entre lo que nos es común como españoles y lo que nos es propio como carlistas”.

    Consecuente, inalterablemente consecuente, con las normas de permanencia de la Comunión Tradicionalista; en desacuerdo con las medidas de injusta disolución de la misma; y contrariamente a la colaboración con el partido oficial, nuestro Príncipe Regente, en todo momento, ha desaprobado cuanto se haya opuesto a las orientaciones oficiales de la Causa; y yo, si de algo puedo preciarme y sentir legítimo orgullo, es de haber observado fielmente las direcciones del Príncipe, combatiendo por todos los medios lícitos a mi alcance esas colaboraciones.

    Si algunos, muy contados, carlistas fueron autorizados por el Príncipe, o por mí, para aceptar determinados cargos, debo consignar que a usted ni remotamente le alcanzan esas autorizaciones, y que, por tanto, su historial político de estos años se caracteriza por estas dos inconfundibles notas: Falta absoluta de fe en la existencia, virtualidad y destino de la gloriosa Comunión Tradicionalista, a la que había dejado de pertenecer; y colaboración tan eficiente como en su mano estuvo al Estado y al partido oficial, que nos desconocía, nos perseguía y conculcaba las esencias primarias y básicas del carlismo.

    Tras esa incontestable afirmación, no quiero que le quede la disculpa de unas elecciones que, frente a un candidato del Gobernador, le confirieran a usted la Vicepresidencia de la Diputación. Si usted juzga que el sufragio de Alcaldes elegidos por el Gobierno es con arreglo a Fuero, es cosa que yo no comprendo.

    Con este historial estaba usted en “su derecho” de prestar acatamiento a D. Juan. Si para usted la Causa de la Legitimidad no es otra que la mera sucesión genealógica, sin sujeción a principios esencialísimos; si para usted el Carlismo no ha sido más que el negativismo estéril de una protesta; si usted por Monarquía Tradicional no entiende otra cosa que la rigurosidad en el seguimiento sucesorio de estirpes familiares, podía usted rendir pleitesía al Príncipe que tuviera por conveniente. Que así lo pensara lo demuestran las cartas dirigidas al Príncipe, y su colaboración a la causa de D. Juan.

    En sus cartas al Príncipe, junto con otras firmas de carlistas navarros, ¿qué perseguían que no fuera el reconocimiento de D. Juan por el Príncipe Regente? ¿Qué propósito ha animado la divulgación de esas cartas, y su propaganda por varias provincias, que no sea exteriorizar los violentos ataques que contra la Comunión Tradicionalista hacen? ¿Se concibe que un carlista pueda con honor solazarse en divulgar los juicios derrotistas que sobre nuestra existencia, nuestra eficacia, nuestra posibilidad, nuestro porvenir, allí se vierten?

    Y no se proponían más que procurar arrastrar al Príncipe –bien se conoce que no están percatados de la rectitud de su conciencia– a lo que constituye el suplico de su primer escrito: “En definitiva, suplicamos a V. A., a imperativo de patriótico impulso, que designe el Príncipe en quien concurre el derecho de sangre y las posibilidades de reinar”.

    ¡¡¡El derecho de sangre y las posibilidades de reinar!!!

    Y acaban el escrito con esta frase que sigue a la anterior: “Sólo así la Comunión, debidamente organizada, podrá tratar con él en estos momentos en que tan acuciadora se muestra la necesidad”.

    Considérese, por fin, que acusan al Príncipe de que “ha debido señalar la sucesión con arreglo a las leyes […] y una vez señalada, ha debido dejar a la Comunión, compuesta de españoles, en libertad de tratar, debidamente organizada, con el Príncipe de Derecho, todo lo referente a su acople a las legitimidades de administración y ejercicio”.

    La Comunión, sin el Regente, debidamente organizada, y dejada en libertad por su única autoridad nada menos que para perderla ante el que llaman Príncipe de Derecho, y para tratar del punto gravísimo y trascendentalmente nacional de la legitimidad en el ejercicio, llamándole acople.

    No necesita usted que le recuerde la verdadera doctrina sobre el particular, que deliberadamente oculta. Pero, para general recuerdo, debo consignar como final de esta carta las siguientes declaraciones:

    PRIMERA. La Regencia del Príncipe Don Javier fue instituida por nuestro llorado Rey Don Alfonso Carlos (q.s.G.h.) en el Decreto Real de 23 de enero de 1936, y complementada o reglamentada en la carta oficial al Príncipe de 10 marzo siguiente. Decláranse en dichos documentos reales los tres caracteres de la institución que, supletoriamente a la Realeza, dejó instituida el Rey:

    Regencia de la Comunión.– En los dos documentos regios declara el propósito de no dejar huérfana a la Comunión, y el Decreto, en su cuarta declaración, ordena a todos “la unidad más desinteresada y patriótica en la gloriosa e insobornable Comunión Católico-Monárquica-Legitimista, por difíciles que sean las circunstancias futuras, para mejor vencerlas y alcanzar la salud de la Patria por el único camino cierto, que es el triunfo de la Causa inmortal”.

    Regencia nacional.– En el indicado Documento, el nombramiento de Regente no se circunscribe sólo a la Comunión Tradicionalista, y así lo dice en su declaración 5.ª de la indicada carta: “He creído procedente la constitución de la Regencia, bien para que, con el concurso de todos los buenos españoles, restaurar la Monarquía Tradicional legítima, y, en su día, con las Cortes representativas y orgánicas, declarar quién sea el Príncipe en el que concurran las dos legitimidades”.

    Designación del sucesor.– Y, por último, la misión de Comisario Real, declarando quién sea el Príncipe de mejor derecho, está sujeta por los Regios documentos a la condición, muchas veces repetida, de la concurrencia de las dos legitimidades, la de origen y la de ejercicio, subordinando “según las leyes españolas, la sucesión genealógica a la fidelidad a los principios doctrinales en el ejercicio de la Soberanía”.

    SEGUNDA. La Comunión Tradicionalista tiene un ser propio e inconfundible, integrado, tanto por la lealtad al principio real, como por la fe en su doctrina. Su eficacia estriba en lo uno y en lo otro. Y como principio de unidad y de autoridad suprema de carácter monárquico, tiene a su cabeza a S. A. R. el Príncipe Regente. En circunstancias peores para la Comunión, de que llegara a quedar sin Rey, y sin Regente, el glorioso Carlos VII, en su Testamento político, previó la supervivencia de la Comunión y su deber de seguir unida y escalar el Poder para salvar a España.

    En las presentes circunstancias españolas, derrocadas por varias Revoluciones sus instituciones tradicionales y no quedando huellas de la Monarquía, en crisis las libertades públicas, es temerario el intento de restaurar la Monarquía meramente por la entronización de un Príncipe. Desoír la Nación en tal momento es atropello incalculable a la sociedad española, a su soberanía social, a sus santas libertades. Es liberalismo y regalismo, totalitarismo y cesarismo.

    Cuantos intenten restaurar la Monarquía, sin la previa política monárquica restauradora para restablecer las libertades públicas y afirmar las varias instituciones monárquicas en que la Nación se plasma, militan en las filas de un César, pero combaten al interés nacional. Eso no es patriotismo, eso es realismo.

    En la confusión de los tiempos, la Comunión Tradicionalista, única que supo desaprobar la orientación totalitaria del Estado Español, es la única que ha sabido enarbolar, debidamente organizada, esto es, con su Príncipe a la cabeza, la bandera de las libertades patrias.

    TERCERA. Esa gloriosa Comunión Tradicionalista, única continuadora de la que, durante un siglo, siguió a los Reyes legítimos de España, con sus lealtades y sacrificios, y con su unidad en la verdadera doctrina, es hoy, como siempre fue, la única verdadera solución de salvación nacional. Pero cuenta, como nunca alcanzó igual, con un verdadero predicamento dentro y fuera de España, debido principalmente a los apremios de la necesidad, al general desengaño hacia soluciones personalistas, y a su incontaminación en colaboraciones extrañas a su ser e ideario. En cuyo sentido, al crédito que se le concede de insobornable, se junta, dichosamente, el destacadísimo relieve, y descollantes méritos, que en Europa se reconocen a S. A. R. el Príncipe Don Javier, por sus acertados criterios, sus nobles actuaciones políticas y su abnegada voluntad.

    CUARTA. Militan contra esa gloriosa Comunión Tradicionalista, y se rebelan contra la autoridad de S. A. R. el Príncipe; se oponen al patriótico designio y a la legítima conveniencia nacional, cuantos operan contra sus direcciones, y cuantos sirven a las contrarias. Y agravan extremadamente esta conducta los que arrastran a otros a esas reprobables actuaciones.

    QUINTA. Merecen la pena de expulsión y la calificación de traición a la Causa cuantos, si pertenecen a la Comunión, caen en esas deslealtades.

    Suyo afectísimo q.e.s.m.,


    Firmado: Manuel Fal Conde.





    [1] Aquí Fal Conde sufre una equivocación cronológica. El escrito de los comisionados del conciliábulo de Pamplona dirigido a Don Javier data del 20 de Abril. A Don Javier sólo le visitaron dos miembros de esa Comisión, el día 21 de Abril, haciéndole entrega tanto del mencionado escrito como del acta del referido conciliábulo.

    Las cartas de puño y letra del Conde de Rodezno (una suscrita sólo por él, y la otra suscrita junto con los otros sujetos nombrados para el primer Secretariado del Partido Único de Franco) datan del 24 de Abril, y fueron entregadas a Don Javier por Agustín Tellería el día 28 de Abril.

    [2] La Junta Nacional en pleno había presentado a Don Javier su dimisión, en solidaridad con el ataque a que había sido sometido Fal Conde por Franco con ocasión de la erección de la Real Academia Militar de Requetés. Véase la nota 5 a la carta de D. Javier a Joaquín Baleztena, de 26 de Julio de 1937.

    [3] Conciliábulo celebrado en Burgos el 22 de Marzo de 1937, antecedente del de Pamplona del 16 de Abril. Véase la nota 3 a la carta de D. Javier a Joaquín Baleztena, de 26 de Julio de 1937.

    [4] Los legitimistas (si es que algunos de ellos todavía lo seguían siendo en aquel entonces) que fueron designados en el primer Consejo Nacional del Partido Único de Franco fueron: el Conde de Rodezno (Tomás Domínguez Arévalo), Esteban Bilbao Eguía, Julio Muñoz Aguilar, Joaquín Baleztena, María Rosa Urraca Pastor, José María Valiente Soriano, Manuel Fal Conde, José María Oriol Urquijo, José María Mazón, el Conde de la Florida (Tomás Dolz de Espejo), Luis Arellano Dihinx y Tiburcio Romualdo de Toledo y Robles.

    De todos ellos, Fal Conde rechazó la designación, y sólo estaban autorizados a aceptar el cargo Joaquín Baleztena y José María Valiente.

    [5] Véase aquí el texto completo de la carta de Don Javier a Joaquín Baleztena, de fecha 26 de Julio de 1937.

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    Re: El Conde de Rodezno: ejemplo de derrotista y entreguista a los revolucionarios

    DOCUMENTO 15

    Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 78 – 86.



    Carta del Conde de Rodezno a Fal Conde, de 24 de Junio de 1946


    24 de junio de 1946.

    Excmo. Sr. D. Manuel Fal Conde.

    Sevilla.


    Querido amigo:

    Sin afán polémico, pero obligado por los términos en que viene formulada, contesto a su carta fechada en 4 del corriente.

    Dedica usted catorce hojas de muy nutrida lectura a pretender demostrar que desde 1937 yo no he tenido otra actuación política que la consagrada al servicio del partido oficial de F.E.T. y de las J.O.N.S., al que me adscribí en aquella fecha con juramentos solemnes e indelebles.

    ¡Para qué le voy a rebatir! Precisamente en España entera se ha forjado una leyenda, que incluso reputo exagerada, de mi aversión al partido único, en grado tal que no ha logrado polarizar otro carlista. Ni usted mismo, por supuesto.

    De lo que pasó en la Asamblea de Pamplona de abril de 1937; de mi actuación de mes y medio en el primer Secretariado; de mi protesta, expresa y personal al Caudillo, en unión de otros correligionarios, en cuanto a los términos en que salió el Decreto de Unificación –mientras, por cierto, felicitaba al Generalísimo, sin reserva alguna, la Junta Nacional que usted presidía–; de las autorizaciones del Príncipe Don Javier, expresa y categóricamente otorgadas a las respetables personas que se las pidieron; y no digamos de mi actuación en los Ministerios de Justicia y Educación Nacional, son muchos y bien acreditados los testimonios que puedo ofrecer.

    Contra los de usted, y los textos del Príncipe que usted dictaba, opongo yo los de los señores Baleztena, Arellano, Ortigosa, Berasáin y Ulibarri, que no acostumbran, como ya le tengo dicho, a faltar a la verdad. Que las autorizaciones que usted daba para colaborar en aquella fecha no me alcanzaban a mí, ¡naturalmente! Jamás puse los imperativos de mi conciencia al capricho de sus decisiones. Pero esto no tiene, a estas alturas, la mayor importancia.

    Menor la tiene que persista usted en la misma equivocación respecto a la constitución de la Diputación Foral de Navarra, sin duda por no contar con persona que pueda informarle de las cosas aquí sabidas.

    La Diputación actual se eligió en 1940. La eligió el Consejo Foral, organismo compuesto por representantes de los Municipios y de las fuerzas orgánicas de la región. El Consejo Foral elector fue, a su vez, elegido en 1935, es decir, por los Ayuntamientos de 1931, en lo que a lo municipal afecta. Sepa de una vez que mal pudieron tener intervención ni los Ayuntamientos gubernativos, ni el Gobierno; y no se preocupe más de eso.

    Pero, repito: monta poco todo esto; y cesaremos, si a usted le parece, en acusaciones y discrepancias personales, que a pocos pueden interesar, y a ninguno entretener.

    Lo que sí me permitiré será formular, para usted y para los que me lean, algunas consideraciones acerca de la situación de la Comunión ante el crítico momento presente. Es lo único interesante para cuantos sienten el carlismo, se hallen definidos por usted como afectos o ajenos a su jerarquía.

    La Comunión Tradicionalista, y su órgano de acción político que fue el Carlismo, ha tenido, a lo largo de su secular existencia, dos fases muy caracterizadas, correspondientes a imperativos de las circunstancias.

    Cuando el Poder de hecho gobernaba sin estridencias, haciendo fácil la vida de los españoles –tal es el caso de las situaciones moderadas del periodo isabelino; de los veinte primeros años de la restauración alfonsina; de los siete de la Dictadura de Primo de Rivera–, el carlismo se reducía a sus huestes históricas, mermadas por las inclemencias de la oposición, y, a las que hoy llamaríamos afines –usted entre ellos–, no advertían su existencia.

    Cuando, por el contrario, surgían conmociones revolucionarias –tal es el caso del 68; de las persecuciones religiosas de comienzos de este siglo; y, sobre todo, de la explosión incomparable de 1936–, el carlismo, con su verdad política, concreción fidelísima del pensamiento español, polarizaba a muchos –usted entre ellos– que antes jamás fijaron su atención en él.

    Pero en unas y otras ocasiones, el carlismo mantuvo y pudo ofrecer su solución monárquica, doblemente legítima, porque encarnaba la legitimidad sucesoria, vinculada a la proclamación de los principios tradicionales, intangiblemente sostenidos, en inclaudicable definición.

    Usted me lo recuerda, como expuesto por mí en la Asamblea de 1937, y he de repetir ahora. El Carlismo fue siempre la protesta antirromántica del pueblo contra la revolución liberal, y actúa como oposición irreductible a una dinastía que consideraba ilegítima, con arreglo a derechos sucesorios, y que vinculaba las doctrinas de la revolución. Al mismo tiempo, mantenía fidelidad constante a una dinastía que consideraba legítima, víctima de una usurpación, y fielmente adscrita a las doctrinas tradicionales.

    Y así, cien años. Y así hubiésemos continuado cien años más.

    Vamos a poner dos hipótesis.

    Imaginemos que no hubiera ocurrido nada en 1931, que Alfonso XIII, o cualquiera de sus hijos, continuase en el Trono, gobernando con los partidos y métodos liberales, y que no se hubiese extinguido nuestra dinastía. Pues los carlistas seríamos menos, porque faltarían de nuestro lado muchos de los que vinieron –usted entre ellos– con ocasión del destronamiento de Alfonso XIII; pero seguiríamos, claro está, nuestra trayectoria irrenunciable.

    Supongamos que, desaparecida la dinastía liberal, la Providencia hubiera conservado la descendencia de la nuestra. Pues no cabe duda de que, para nosotros, sería la solución nacional, y que la brindaríamos hoy con éxito a todos los españoles de buena fe.

    Supongamos, finalmente, que, continuando el régimen monárquico liberal, se hubiera extinguido la dinastía legítima y tradicional. Pues los carlistas hubiésemos considerado terminada la cuestión dinástica, porque eso existe o no existe, pero no se puede mantener con artificio, y, fieles a nuestras doctrinas, las propugnaríamos con la eficacia que pudiésemos. Éste hubiera sido el caso de acogerse a la “dinastía de mis admirables carlistas”, de que hablaba Carlos VII.

    Pero las cosas son como son, y no como quisiésemos que fuesen, y ninguna de estas tres hipótesis corresponde a la realidad presente.

    La realidad presente es que no existe la dinastía liberal, porque un viento revolucionario se la llevó; y que no existe la dinastía tradicional, porque así lo dispuso la Providencia, contra cuyos designios es inútil alzarse. Esto es, que no hay usurpadores ni usurpados.

    Y esto, para todo carlista consciente de su historia, significa que, al cabo de cien años de lógico e inalterable desenvolvimiento, ha surgido una situación nueva para la Comunión, que es pueril desconocer, y que hay que afrontar con valor y fidelidad.

    Mas, de la quiebra a que venimos haciendo referencia, dos cosas perviven con carácter fundamental: el principio sucesorio y la verdad política. En conjugar ambos factores estriba la posible solución para la crisis de la Comunión.

    ¿Y qué solución mantiene para este problema fundamental, que tanto inquieta a los carlistas? ¿La Regencia efectiva en el área nacional, es decir, el mando supremo para Don Javier Borbón Parma, para la restauración de las instituciones tradicionales, incluso la designación de Rey, mediante examen de alegatos de derecho?

    ¿Y quién le va a conferir el Poder? ¿El Generalísimo Franco, en pacífico traspaso? ¿El Ejército, con pronunciamiento tumultuario? ¿El país, por libre expresión de su voluntad?

    Y si de lo nacional pasamos a la contemplación de lo internacional, hoy tan inquietante con respecto a España, ¿habrá que razonar la imposibilidad de esa solución?

    Digo esto, y me formulo estas preguntas, porque creo que esto de la Regencia nacional, extralimitación evidente de la función del Regente, no se habrá convertido en dogma de la Comunión, ni habrá sustituido a la legitimidad dinástica: será táctica política, será oportunidad política, y, siendo así, habrá que examinarla con criterio de posibilidad.

    Claro que usted se quedará tan tranquilo diciendo que discurrir así es no tener fe en los destinos de la Comunión. Precisamente por tenerla, es por lo que yo, y la inmensa mayoría de los hombres representativos de ella, sentimos hondamente la inquietud de su actual situación, que tapona y obstruye toda eficacia.

    No. Hay que hablar claro, y de meridiana claridad es que la Comunión Tradicionalista no jugará papel en lo porvenir si no acierta a mover sus fuerzas dentro de una solución nacional y posible, con la justa y noble pretensión de que sus principios priven y presidan en el futuro político español.

    Acepto que mi opinión sea de poca autoridad para usted… Pero, ¿es que no significa nada la de las muchas personalidades que le vienen expresando idénticas inquietudes? Con repasarlas, debiera usted comprender cuán obligado se halla a atenderlas con la consideración debida.

    Gusta mucho usted de hablar de jerarquía, aun cuando la palabra no tenga mucha raigambre en nuestro léxico acostumbrado. Pero no será mucho lamentar que, en momentos de tanta preocupación, la de usted no se asesore de las notorias jerarquías con que la Comunión cuenta, que son las que hemos llamado siempre sus elementos representativos: aquéllos que, por su historia, por los cargos desempeñados, por su prestigio, tienen derecho a que su voz se oiga, y su opinión se compute. Negarse a oír, encastillarse, en jerarquía única, con un reducido número de allegados, eso sí que es cesarismo.

    No obraron así, en momentos como los actuales, nuestros Caudillos en el destierro. Permítame unas ligeras evocaciones gratas para todo carlista.

    Cuando D. Juan de Borbón y Braganza desertó, por claudicación en los principios, de la Jefatura de la Causa, quedando ésta en orfandad, no se resolvió la cuestión por ninguna decisión unilateral. Se convocó el Gran Consejo de Londres, de 20 de junio de 1868, y la primera cuestión que se planteó en relación a Don Carlos fue la siguiente: ¿Cómo justificar y declarar su derecho a la sucesión de la Corona? Y Don Bienvenido Comín, el gran jurisconsulto aragonés, con gran bagaje de argumentos históricos y jurídicos, propugnó el derecho de Carlos VII, que fue reconocido y aclamado por todos.

    Tiempo después, cuando las veleidades de Cabrera decidieron a Don Carlos a asumir personalmente la dirección de la Causa, convocó en consulta la famosa Junta de Vevey (julio de 1870). “Quiero –decía el Rey– que la convocación de esta Junta sea testimonio de que el Rey, cuando se trata de asuntos graves, oye antes, para resolver acertadamente, el dictamen de personas ilustradas”.

    En tiempos posteriores, que yo he vivido, Don Jaime acudió siempre al Consejo de la Comunión en momentos críticos, aun cuando incomparables con los que ahora vivimos. Inolvidable es, para los que asistimos, el recuerdo de las Juntas de Lourdes y San Juan de Luz [1].

    Pues ahora, al cabo de diez años de la muerte de nuestro último Rey, ocurrida al comienzo de acontecimientos como la guerra de liberación, que marca un hito incomparable en nuestra historia contemporánea; ocho años después de su terminación; superada una contienda mundial, que ha puesto en quiebra en todos los pueblos los fundamentos que parecían más inconmovibles; y con la interrogante en España de un periodo constituyente, ¿no deben ser oídas las opiniones de los hombres preclaros de la Comunión, de los que durante tantos años se consagraron a mantenerla, precisamente para que, en momento como éste, pudiera rendir eficacia salvadora? ¿Se puede tomar en serio esa oriental indiferencia con que se declara fuera de la Comunión a tantos y tan valiosos elementos de ella?

    En resumen: también yo debo consignar, para general recuerdo, las siguientes declaraciones:

    PRIMERA.– Don Alfonso Carlos, siguiendo en esto la inclaudicable conducta de Chambord y de Jaime III, ante impremeditados requerimientos de sus adeptos, declaró reiteradamente que no podía designar sucesor, porque no podía faltar a la Ley de que recibía su derecho.

    Taxativamente declaró:

    Parte de un grupo de tradicionalistas exige que yo nombre a mi sucesor. En cuanto esto declaro: que no tengo el menor derecho a ello. Deberá sucederme aquél a quien corresponda la legitimidad, según la Ley Sálica, y acepte nuestros principios fundamentales”.

    (Autógrafo a los Tradicionalistas de España, de 16 de julio de 1932).


    Entiendo que, según la Ley de Felipe V, deberá sucederme el varón más próximo de la familia de Borbón. Según esto, será la rama de D. Francisco de Paula.

    Mientras esta rama ocupaba el Trono, era natural que no pudiera sucederme; pero, habiendo la descendencia de D. Francisco de Paula perdido el Trono, vuelve a adquirir el derecho.

    A pesar de esto, ni yo, ni el partido, se lo reconoceríamos mientras no jurase los fundamentales principios tradicionalistas”.

    (Carta a Don Lorenzo Sáenz, condenando la actitud de “El Cruzado Español”, de 12 de marzo de 1933, publicada en toda la prensa tradicionalista).

    Ésta, y sólo ésta, es la verdadera doctrina. La Ley es la Ley, y obliga al respeto; la doctrina es la salvación de España, y obliga al mantenimiento íntegro.

    Yerran, pues, cuantos, contraviniendo la clara y patriótica doctrina tan taxativamente expuesta por nuestro último Rey, sin que públicamente se desdijese, se oponen a que la Comunión logre la salvadora conjunción de ambas legitimidades, mediante gestiones que debieran constituir su patriótico cometido actual. Por donde incurren, además, en traición a los intereses nacionales.

    SEGUNDA.– Si Don Alfonso Carlos, como el Conde de Chambord, como Don Jaime, no podía nombrar sucesor fuera de la Ley, mucho menos hubiera concebido su derecho a designar un Regente para el ejercicio de la soberanía nacional. Aun dentro de un concepto patrimonial, que nos es ajeno, de la Monarquía, cabe la designación sucesoria por testamento; pero una Regencia, o está prevista en la Ley, o responde a oportunidades que resuelven, sobre la marcha de los sucesos, los que llevan la dirección del país.

    Por ello, Don Alfonso Carlos, en la cláusula segunda del documento institucional, publicado en el “Boletín Oficial de Orientación Tradicionalista” de 6 de abril de 1936, fija los caracteres y el alcance de la Regencia, encomendándole: “Regir en el interregno los destinos de nuestra Santa Causa, y proveer, sin más tardanza que la necesaria, la sucesión legítima de mi dinastía, ambos cometidos conforme a las Leyes, usos históricos y principios de legitimidad que ha sustentado durante un siglo la Comunión Tradicionalista”.

    Esto es, regir la Comunión y proveer la sucesión, ambos cometidos conforme a los usos históricos sustentados durante un siglo por la Comunión. Es decir, designar al Príncipe que, por conjuntar el derecho y la aceptación de los principios, debiera convertirse en sucesor de nuestros anteriores Caudillos. Todo ello, dentro del área de la Comunión. ¿Cómo iba a dar otro alcance quien sentía sobre sí el peso de su representación?

    Incurren, por tanto, en confusionismo –el peor de los males en política– quienes pretenden extravasar esta función a órbita a la que jamás podrá tener acceso.

    TERCERA.– La Comunión, desarticulada, desprovista de su pieza esencial, que es el Rey; más aún, ni con la flexibilidad suficiente para influir con sus doctrinas en las soluciones monárquicas posibles, porque se lo veda la torpe visión de la obtención del Poder mediante una Regencia nacional de arbitraria concepción, se consume en el desengaño, de que tantos testimonios viene dando.

    Responsabilidad evidente de quienes mantienen esta situación.

    CUARTA.– La situación de España, tanto en orden a factores interiores como a la apreciación de la inicua campaña desencadenada en el extranjero, exige a todos una cuidadosa medida de su responsabilidad. En grado máximo a la Comunión Tradicionalista, que, por el peso específico de su historia, de su doctrina y de su aportación incomparable a la Cruzada de liberación, debe aspirar, exigir, si preciso fuera, una intervención en el futuro político, que lleve, hasta donde posible sea, la influencia de su acción bienhechora.

    Y esto no se conseguirá jamás malogrando esfuerzos en hipotéticas e inactuales elucubraciones, sino guardando una fidelidad en los principios compatible con las realizaciones nacionales.

    Sólo así podrá quedarnos la tranquilidad del cumplimiento del deber patriótico, del que desertan quienes, en momentos como los actuales, confunden la clara trayectoria de este imperativo.

    Suyo affmo. amigo q.e.s.m.,

    Firmado: El Conde de Rodezno.




    [1]
    La Junta jaimista de Lourdes tuvo lugar en Enero de 1921.

    Respecto a lo que el Conde de Rodezno llama “Junta de San Juan de Luz”, desconozco a qué podría referirse, como no sea el conciliábulo que tuvo lugar en la finca “La Ferme” (propiedad de la vizcondesa de La Gironde) a principios del verano de 1931 entre un Comité alfonsino (creado después de implantarse la II República, e instalado en dicha localidad francesa), y algunos sedicentes jaimistas pro-alfonsinos, con vistas a tratar de llegar a un pacto político entre los alfonsinos y la Comunión, que supuestamente terminaría firmándose por Don Jaime y Don Alfonso, siendo conocido con el nombre de “Pacto de Territet”. Para más información sobre este asunto, véase este hilo.

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