El Papa Francisco y los obispos argentinos frente a la embestida comunista – Por Cosme Beccar Varela
“Odiar” quiere decir rechazar vehementemente algo con todas las fibras del alma en sus dos potencias espirituales, la inteligencia y la voluntad.
“Amé la justicia y odié la iniquidad, por eso muero en el destierro”. Estas fueron las últimas palabras de un gran santo y una gran Papa, San Gregorio VII, muerto el 25 de Mayo de 1085.
“Odiar la iniquidad”, es decir, odiar la injusticia. He ahí la virtud que les falta a los habitantes de este país que antes era la Argentina. No conozco excepciones a la falta de este odio indispensable, si hemos de ser católicos y patriotas.
“Odiar” quiere decir rechazar vehementemente algo con todas las fibras del alma en sus dos potencias espirituales, la inteligencia y la voluntad. Sin transacciones, sin pedir ni dar cuartel, sin ilusiones de encontrar una vía media entre la iniquidad y la Justicia, usando todas las fuerzas de que uno disponga, hasta vencer o morir.
“¡Dios lo quiere!” era el clamor de los cruzados que lucharon para rescatar el Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo de manos de los infieles. Dios quiere, no hay duda de que lo quiere, que se ame la Justicia y se odie la iniquidad. Vendrán los sofistas modernistas a decir que esa clase de lemas son contrarios a la meliflua doctrina del “amor” y que quienes tengan esos sentimientos, no son seguidores de Cristo, “porque Cristo es amor”. Falso.
Primero, el amor se define por el ser amado. Si alguien ama al demonio, su amor lo define como demoníaco. Si alguien ama la herejía, es hereje. Si alguien ama la propiedad ajena hasta apoderarse de ella, es ladrón.
En este caso, la famosa exclamación de San Gregorio VII es una proclama de amor, de amor a la Justicia a la cual corresponde el odio a la iniquidad. Nadie puede decir que ama a alguien si permite que ese alguien sea maltratado, vejado, perseguido y muerto. El que diga eso, miente. No hay amor sin odio o intenso rechazo (que es lo mismo, pues eso es lo que “odio” significa) a lo que se opone al ser amado.
Segundo, nuestros enemigos nos prueban eso todos los días. Ellos aman la tiranía que conduce al comunismo, el agnosticismo ateo, la inmoralidad. Y consecuentemente, odian todo lo que nosotros sostenemos, que es lo opuesto “per diametrum”. Nos odian personalmente con toda su alma, con un odio asesino y no ahorrarán fuerzas hasta destruirnos.
Vean si no lo que está pasando con los secuestrados políticos, asesinados lentamente en mazmorras inmundas. No lo hacen por un arrebato de mal humor o por una mera disidencia política. Es un odio activo y continuado durante más de 10 años, con una voluntad inexorable de matar.
Quienes amamos la esencia católica y tradicional de lo que fue la Argentina y hoy es una argentina degradada y en vías de caer en un Estado comunista, sólo podemos responder con un odio católico -no demoníaco, como el de la tiranía que lo provoca- es decir, con una voluntad decidida y activa de acabar con ésta por medio de una acción constitucional lúcida, activa y restauradora, sin pactar, sin ceder, sin dejarnos engañar por los varios trucos con los que adormece y somete al país. Y todo eso por amor a Dios y a la Justicia.
Quienes deberían ser la punta de lanza de este odio católico, a ejemplo del gran San Gregorio VII, son los Obispos. La tiranía, ayudada por la imbecilidad perversa en que ha caído la masa del pueblo, se ha encargado de eliminar todo liderazgo civil y hemos quedado reducidos a la más desarticulada y triste de las condiciones. Los únicos “lideres” a los que se permite aparecer son los falsos opositores, todos peronistas, izquierdistas o “centristas” inmorales y conniventes.
Si los Obispos se mantienen en el silencio escandaloso en que están, todo está perdido. Bastaría con que algunos de ellos hicieran uso de la Cátedra que la Iglesia les ha confiado y publicaran Pastorales ardorosas, tantas cuantas sea necesarias, mostrando “amor a la Justicia y odio a la iniquidad” y convocando a la resistencia, para que hubiera un resurgimiento nacional. Creo que en medio de nuestra decadencia todavía hay católicos en cantidad suficiente como para acabar con la tiranía.
Así lo hizo San Gregorio VII que excomulgó y depuso al Emperador felón Enrique IV, en una situación política mucho menos grave que la que ahora sufrimos.
En cambio, aquí y ahora sólo vemos inacción, o protestas como la de ayer en la que la que los Obispos se limitaron a defender “los valores que inspiran los procedimientos democráticos”, “la plena división de los poderes” y “que el sistema democrático halle en el necesario patrimonio de valores humanos y espirituales una guía para su acción política” (“Clarín”, 1/7/20134, pag. 3), frases que hubieran podido ser la materia de una declaración de cualquier logia masónica, sin ningún inconveniente.
Es evidente que el Episcopado está decidido a no interferir en el siniestro proceso de instalación del comunismo en la argentina. Dios les pedirá cuentas estrechas por esa traición.
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¿Qué decir de la recepción por el Papa Francisco del usurpador de la presidencia de Venezuela, Maduro, como Jefe de Estado, a sabiendas de que se encaramó al poder por medio del fraude más escandaloso convalidado por autoridades electorales de su hechura y consentido implícitamente por la inacción cobarde de su “opositor”, el izquierdista Capriles? ¿Cómo interpretar esa convalidación de un comunista en el poder de una nación católica como Venezuela, que se debate heroicamente, sin verdaderos líderes, contra una conjura que incluye al gobierno de los EEUU en manos de Obama, pro-marxista, abortista y entusiasta del homonomio y a varios países de Iberoamérica, además de Rusia y China? ¿Puede concebirse que un Papa entregue a una nación católica de 30.000.000 de habitantes en manos del comunismo?
Todo el mundo sabe que Venezuela está ocupada por el régimen comunista de La Habana y que el fraude electrónico teledirigido desde la isla caribeña, la traición del ejército infiltrado por oficiales cubanos y la violación más descarada de las leyes, es lo que permite a Maduro estar en el poder. Sólo un esfuerzo heroico y con riesgo de muerte por parte de los patriotas venezolanos puede impedir que ese noble país hermano sea encadenado por el comunismo y que caiga aún más en la miseria y en el dominio de la delincuencia asesina que ya se ha cobrado miles de víctimas. ¿No lo sabe el Papa Francisco? Y si lo sabe, ¿ignora que la recepción del usurpador contribuye decisivamente a convalidar su fraudulenta toma del poder y la caída de Venezuela en el comunismo?
Es imposible negar que el Papa sabe todo eso y aún así, hizo lo que hizo. ¿Cómo se compatibiliza esa incomprensible actitud con sus sonrisas, sus besos a los niños y su “opción por los pobres”? ¿Los pobres de Venezuela no son dignos de su conmiseración?
Bajo la inspiración de San Gregorio VII, Papa glorioso y valiente, y en uso de la libertad de los hijos de Dios que me conceden la Fe, la Moral y el Derecho Canónico, me veo obligado a suplicar al Sumo Pontífice que deshaga cuánto antes el error -para llamarlo de alguna manera- que acaba de cometer y que mediante una condena explícita y enérgica del régimen venezolano, libere al pueblo hermano del horrible destino que le espera bajo la tiranía comunista.
En cuanto a los Obispos argentinos, con la misma ansiedad y derecho les suplico que se pronuncien mediante su enorme poder pastoral para desarticular los planes de esta tiranía que nos va llevando al mismo destino.
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