La lengua de Castilla es el instrumento de la política universal de Carlos V. Para humillar a Francisco I abandona el francés nativo y hace que el español (ya no castellano) se imponga ante unos atónitos magnates de la Iglesia y embajadores de la Cristiandad. Más que lengua universal: lengua de desasimientos terrenos para hablar con Dios.
La anécdota mil veces aducida se produjo el 17 de abril de 1536: ante el Papa, la corte pontificia y los embajadores, el Emperador pasa su largo pliego de cargos a Francisco I y justifica la generosidad de su política cristiana. Al final de la oración, hablada y no leída, el desafío. El obispo de Mâcon, uno de los embajadores de Francia, dice no haber entendido aquel parlamento en español y Carlos replica las archisabidas palabras: "Señor obispo, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la qual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana". Brantôme especula sobre otras lenguas que el Emperador hubiera podido emplear. La explicación es fácil: en aquella lengua se cohonestaba el espíritu caballeresco, la unidad de la cristiandad y la grandeza política. Francia le era hostil, por más que el francés fuera su lengua nativa y siempre lo empleó. El italiano hubiera significado una claudicación ante el Papa y desde hacía siete años ostentaba su independencia hablando español ante los pontífices. Otras lenguas, sobre innecesarias en aquel momento, le eran insuficientemente conocidas.
El Emperador ha dicho lengua española: instrumento de comunicación universal, proyectado fuera de las fronteras de España y válido para quienes se identifican con algo más que "un pequeño rincón".
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