Fuente: Archivo Familia Borbón Parma, Archivo Histórico Nacional
A LOS CARLISTAS
Ningún español medianamente observador ignora que la línea política del Régimen ha ido haciendo cada vez más difícil y remota la posibilidad de restauración de la Monarquía Carlista, con todos los valores tradicionales que ella sólo puede representar, y por la que tantos requetés se levantaron el 19 de Julio.
La indefinida prolongación del Caudillaje, con la peligrosa interinidad que para la vida política de la Nación encierra, y la pretendida “institucionalización” del llamado “Nuevo Estado”, daban ya bastante que sospechar respecto a las intenciones que, en orden a tal restauración, abrigaban quienes ocuparon el Poder a raíz del Alzamiento e hicieron suyos los frutos de la victoria. Además, una serie de detalles concretos iban desmintiendo las continuas declaraciones oficiales en pro de una Monarquía Tradicional, y ponen de relieve cada vez más que no va por ese camino el pensamiento del Régimen: las entrevistas de Franco con Don Juan; la educación de auténtico Príncipe heredero dispensada a Juan-Carlos, bajo el patrocinio y dirección del Generalísimo; toda la propaganda que la controlada prensa española, incluso los diarios del “Movimiento”, antes tan antimonárquicos, han venido haciendo de la vida particular y pública (estudios, carácter, etc.) de este Príncipe; las declaraciones periodísticas hechas alguna vez por Franco en contra de la Dinastía Carlista; y la misma filiación liberal y alfonsina del Generalísimo, evidenciada ya desde un principio por el hecho de que en su boda lo apadrinara el llamado Alfonso XIII, han ido cercenando las legítimas esperanzas que los carlistas y todos los buenos españoles se habían forjado con el triunfo del Alzamiento.
Y ahora, el hecho significativo de que para la boda del Príncipe Juan-Carlos se haya solicitado y obtenido el consentimiento del General Franco, confirma lo que antes podía parecer todavía dudoso a los ojos de algunos, y demuestra hasta la saciedad el pleno acuerdo entre éste y Don Juan en preparar la sucesión del Régimen restaurando la Monarquía en la persona de un Príncipe de la rama liberal. Hoy es ya evidente que el Régimen quiere imponer a la Nación un descendiente del llamado Alfonso XIII. La prensa extranjera así lo comenta, y estima que la boda de Juan-Carlos representa un jalón más en el acercamiento entre el Gobierno de Madrid y la “Corona” de España. La única duda está en si el definitivamente elegido por el Régimen será el mismo Don Juan, como continuador directo de la Monarquía liberal, según parece querer éste; o será su hijo Juan-Carlos, o, con menos probabilidad, otro Príncipe de su familia, como iniciador de una dinastía aparentemente nueva, cuyos derechos, en vez de derivar de la milenaria Monarquía española, se basarán en la artificialidad, sin arraigo nacional ni popular, y sin tradición histórica alguna en España, del “Movimiento” y de la “Revolución Nacional-Sindicalista”, como parece ser el deseo del General Franco.
Pero ni siquiera tal maniobra ha de poder engañar a ningún carlista: en uno y otro caso, tal Monarquía, de llegar a instaurarse, no dejaría de ser abiertamente liberal. Por si no lo demostrara bastante la política seguida hasta ahora, lo hace suponer, además, un conjunto de hechos [de] inequívoca interpretación: la filiación ideológica de quienes forman el llamado “Consejo Privado” de Don Juan, dirigido políticamente por Gil Robles; los antecedentes de la rama alfonsina, de cuya trayectoria no podrá ni querrá apartarse, por sangre ni espíritu familiar, ninguno de sus descendientes; las declaraciones políticas hechas públicamente, en más de una ocasión, por Don Juan y por el mismo Juan-Carlos; el haber escogido una Princesa no católica como futura posible Reina de la católica España; el interés con que la caduca nobleza palaciega y la burguesía capitalista procuran arrimarse a la nueva situación que parece avecinarse, procurando asistir en masa a la ceremonia de esta boda; y, sobre todo, la simpatía con que los Estados liberales del mundo occidental, especialmente Inglaterra, ven la proyectada restauración monárquica liberal.
¿Pueden los carlistas consentir, y ni siquiera tolerar, tal situación? ¿Pueden aprobar que al Trono de España suba un representante de la dinastía y de la ideología contra las que el Carlismo, en el siglo pasado, se levantó en tres guerras, y en el actual promovió y constituyó la principal fuerza del Alzamiento Nacional? ¿Pueden ver con indiferencia que Carlos V siga siendo oficialmente el “ex-Infante Don Carlos”, considerado, por las leyes y la falseada historia, traidor a su Patria; que sus descendientes sigan proscritos, pesando sobre ellos la nota de infamia; y que, mientras los reyes liberales reposan con todos los honores en El Escorial, junto a las tumbas gloriosísimas de Carlos el Emperador y de Felipe II, los restos de nuestros Reyes, únicos legítimos, en pago de su sacrificio y amor a España, continúan olvidados en el extranjero, sin un puñado de tierra española que los cubra? ¿Qué valen, frente a todos estos hechos, las hipócritas declaraciones oficiales en pro de una España y de una Monarquía tradicionales? ¿Podrán los carlistas soportar que la Corona de Recaredo y San Fernando, que por todos los títulos de origen y de ejercicio pertenece legítimamente a la Dinastía Carlista, ciña las sienes de un monarca liberal? ¿Puede sufrir ningún español honrado que, un descendiente de quien el 14 de Abril perdió todos sus derechos al abandonar España a la canalla republicana, los recobre ahora, exponiendo de nuevo a la Nación a traición semejante? ¿Qué hubieran pensado, dicho y hecho los requetés, que el 19 de Julio lo dejaron y lo dieron todo, si hubieran sospechado que podía llegar a ocurrir todo esto?
¿Qué turbios manejos han hecho posible caer en tal situación? Nuestra conciencia de católicos y nuestro patriotismo carlista, exigen seriamente nuestra meditación.
DESVIRTUACIÓN DEL ESPÍRITU DEL ALZAMIENTO NACIONAL
Ni los carlistas ni ningún español honrado hubieran podido creer que el inmenso sacrificio de nuestra guerra iba a servir sólo para volvernos a los tiempos de Don Alfonso, llamado XIII; porque, durante el Alzamiento, España entera esperaba y veía, como única solución lógica y legítima, la restauración monárquica. Pero una sola monarquía era entonces posible: la Carlista, por el prestigio del Tradicionalismo, que con los requetés había sido el factor decisivo de la victoria, contrapuesto al desprestigio de la dinastía isabelina, que con su liberalismo había ido cediendo paulatinamente a la Revolución, hasta cobarde y precipitadamente abandonar España, con la excusa de no querer verter sangre, en manos de una República cuyo anti-españolismo sólo con ríos de sangre pudo ser derrotado.
Tal era el prestigio del Tradicionalismo y tan segura la instauración de la Monarquía Carlista al término del Alzamiento Nacional, que incluso autores como Pemán, antes monárquico liberal y hoy Presidente del Consejo Privado de Don Juan, dedicaron sus versos a ensalzar al Carlismo.
Pero entonces, como en tantas otras veces desde que penetró en las clases dirigentes el espíritu enciclopedista y afrancesado, en forma de despotismo ilustrado hasta la Guerra de la Independencia, y en forma de liberalismo a partir de ella, estas clases dirigentes se divorcian del verdadero espíritu nacional, que no es otro que el tradicional del sano pueblo español: como en Felipe V, que, contra la estructura foral de nuestra nación, implanta el centralismo más absoluto [1]; como en las Cortes de Cádiz, en que, mientras el pueblo luchaba contra las tropas de Napoleón que pretendían imponer a España la ideología antirreligiosa de la Revolución Francesa, los diputados hacían una Constitución sobre la base de los laicos “derechos del hombre”; como en la sucesión de Fernando VII, en que, mientras las nueve décimas partes de la nación eran partidarias de Carlos V, según reconocen los mismos historiadores liberales, la “camarilla” fernandista, apoyada en la minoría liberal, conseguía entronizar a Isabel II; como en la primera Guerra Carlista, que sólo la traición de Maroto pudo decidir en favor de los liberales; como en la tercera de nuestras guerras, en que, mientras el pueblo y buena parte de la aristocracia ponía sus ojos en Carlos VII como único posible Restaurador de la unidad religiosa y del espíritu nacional, negados por la Constitución de 1869, un solo regimiento de Sagunto y algunos políticos, ayudados por un General, en Madrid proclamaban al llamado Alfonso XII; como el 14 de Abril, en que, por la derrota monárquica prácticamente en sólo tres capitales, los “intelectuales al servicio de la República” exigieron y alcanzaron la proclamación de ésta.
Igual ha ocurrido con el Alzamiento Nacional, en que una minoría, hábilmente manejada por fuerzas ocultas, ha conseguido desprestigiarlo, a los ojos de las nuevas generaciones, sus motivos, espíritu y finalidad, y frustrar los resultados que cabía esperar de él.
SIGNIFICADO DEL ALZAMIENTO NACIONAL
El Alzamiento no fue sólo, como pretenden muchos intelectuales y políticos de hoy, un pronunciamiento militar, ni un intento para mantener, simplemente, el orden público de la República, alterado por los anarquistas y por el mismo Gobierno desde el Poder. Fue mucho más. Fue un Alzamiento del sano pueblo español, representado especialmente por el Carlismo (el número de requetés que desde el primer momento y durante todo el tiempo de la guerra se enrolaron en primera línea, y el papel de la Comunión Tradicionalista en su preparación, lo demuestran), y con el que se pretendía restaurar las esencias tradicionales de España, especialmente el catolicismo negado y perseguido por el laicismo de los gobiernos republicanos, y acabar con la República, salvando así a España de la revolución marxista que se avecinaba.
Fue, en definitiva, la lucha de España contra la anti-España, y más todavía, la lucha de la concepción cristiana de la sociedad, contra [la] concepción materialista y atea que domina al mundo. Por las ideologías en pugna, fue una Guerra mundial, reducida geográficamente al ámbito de nuestra Península. Basta leer la Carta Colectiva del Episcopado español, las Pastorales del Cardenal Gomá y otros Obispos, y las Encíclicas y Discursos de los Papas Pío XI y Pío XII, para convencerse de ello.
Cierto que importantes sectores militares, no pocos intelectuales, y algunas pequeñas fuerzas que colaboraron con el Alzamiento, tenían de él una visión más mezquina. En algunos puntos se inició con la bandera tricolor, el himno de Riego y el “Viva la República”, y no faltaba quienes querían la continuación del laicismo, del matrimonio civil y del divorcio. Pero la exigencia del Cardenal Primado en lo estrictamente religioso, y del Requeté en lo político-religioso, acabó imponiendo la bandera española, la Marcha Real y el “Viva Cristo Rey” y “Viva España”, y se derogó, algo tarde y en forma no del todo satisfactoria, la legislación republicana atentatoria de la familia. Lo cual demuestra, a pesar de ciertas injerencias, no sólo el significado nacional, popular y tradicional del Alzamiento, sino la influencia decisiva que el Carlismo tuvo en él.
Por lo tanto, habiendo triunfado el Alzamiento, parecía lógica la restauración de la verdadera España católica, monárquica y tradicional. No ha sido así hasta ahora, y el peligro de una posiblemente próxima proclamación de la dinastía alfonsina, significaría la definitiva frustración de aquel ideal, y la vuelta a un liberalismo antiespañol, como el que dio paso a la Segunda República e hizo necesaria, como último recurso de salvación, la guerra civil que durante tres años ensangrentó a España.
¿Cómo ha llegado a ser posible ese peligro de frustración del espíritu y finalidad del Alzamiento Nacional?
POLÍTICA SEGUIDA PARA FRUSTRAR LAS CONSECUENCIAS LÓGICAS DE LA VICTORIA
La clave que explica esta frustración de los resultados que cabía esperar del Alzamiento, está en que la República, declaradamente socialista después de las elecciones del 16 de Febrero de 1936, y más tarde abiertamente comunista, para contrarrestar a aquél, echó mano, desde el primer momento, de las turbas anarquistas, que sembraron el caos y el terror en la zona roja. Ello hizo que muchos liberales y demócratas de centro y centro-izquierda (monárquicos alfonsinos, Lliga Regionalista, cedistas, radicales, etc.) emigraran de la zona roja a la zona nacional, y, con los de su misma filiación que ya se hallaban en ella, se adhirieron al Alzamiento, que les significaba un mal menor y la posibilidad de salvar la vida que tenían en peligro por la amenaza marxista. Pero su adhesión fue sólo aparente, y conservaron sus ideologías anti-nacionales, esperando el momento propicio para hacerlas triunfar, intentando, mientras, ocupar puestos clave en la política, en la enseñanza y en la propaganda, para, poco a poco y de modo gradual e insensible, colocar a España, con la complicidad de quienes habían asaltado el Poder, en una situación de centro-izquierda encubierta, que puede estar en vísperas de arrancarse la careta y aparecer pública y oficialmente triunfante.
La táctica que se ha seguido para conseguirlo es muy compleja y de difícil análisis por el disimulo con que se ha llevado. Pero no hay duda que se basa en dos puntos fundamentales.
Como el Alzamiento debió su éxito al carácter religioso y de auténtico patriotismo tradicional, y a la decisiva actuación de la Comunión Carlista, era preciso, de una parte, ir minando el prestigio de la Iglesia y la religiosidad de la nación española, y debilitar el sentimiento patriótico del pueblo, especialmente de las juventudes universitarias, llamadas a ser pronto clase dirigente; y, sobre todo, intentar la destrucción de la fuerza política del Carlismo.
Pero, con la experiencia de los años de la República, en los que el ataque de frente y descarado a los principios tradicionales la hizo fracasar y provocó la reacción nacional del Alzamiento, se ha procedido con más cautela, encubriendo los hechos y las intenciones con aparatosas declaraciones oficiales de religiosidad, patriotismo y espíritu tradicional, para engañar así y tener confiada a la nación, con lo que podían seguir trabajando cada vez con mayor efectividad, por la falta de oposición decidida y organizada.
Son numerosos los hechos que ponen de manifiesto tan hábil maniobra.
Así, contra la Iglesia, se aprovecha la aparente confesionalidad del Estado como medio de prestigio político interior y exterior, así como la firma del Concordato (que no llegó hasta 14 años después de terminada la guerra, cosa incomprensible en un Estado que se llama católico); con lo que, a cambio de actos externos (ofrenda de Santiago; asistencia de Corporaciones públicas a actos de culto; ayuda económica, bien miserable por cierto, al Culto y Clero, etc.), se ha comprometido a la Iglesia ante el pueblo, que en muchos aspectos la hace cómplice de los desaciertos e injusticias del Régimen, y en otros la cree vendida a la política gubernamental. Cierto que las leyes parecen de espíritu católico; pero, o sólo lo parecen, como la ley de 24 de Abril de 1958, que, afirmando ajustar el Código Civil al Concordato, en realidad lo conculca instaurando en España el matrimonio civil facultativo; o no son aplicadas, como ocurre con las leyes represivas de la blasfemia o las del descanso dominical.
Contra la religiosidad del pueblo español, se fomenta la inmoralidad pública, especialmente con la publicidad que la Prensa da a hechos y costumbres frívolos o abiertamente inmorales, de personajes conocidos sobre todo en cuestiones de divorcio e irregularidades matrimoniales; con los espectáculos, cada vez más demoledores; con el desnudismo que, bajo excusa del turismo, se deja penetrar dentro de nuestras fronteras; y, sobre todo, con la encubierta tolerancia de la propaganda protestante.
Contra el patriotismo, especialmente de las juventudes, se atentó, primero, con la creación del tópico del Imperio, del que desgraciadamente tan lejos estábamos y seguimos estando, y que, si bien al principio consiguió entusiasmar a algunos sectores de la generación de la post-guerra, luego, al ver su falta de realidad, se han desengañado y hecho presa de toda clase de filosofías negativas y anti-españolas. Y más tarde, con la propaganda, sobre estas juventudes, de la filosofía política de la Generación del 98, hereje en muchos puntos, y en todos contraria al verdadero espíritu nacional; y con la tolerancia y apoyo a obras, revistas y publicaciones que falsean la realidad histórica del Alzamiento Nacional. Incluso se atentó, y sigue atentándose, contra la misma esencia de la nación, con la práctica del más absoluto centralismo, que absorbe, por el totalitarismo estatal, la personalidad de las Corporaciones histórico-naturales, tanto personales (Universidades, Gremios o Sindicatos, Estamentos, etc…, hoy meros instrumentos políticos del Estado), como territoriales (Regiones, Comarcas, Municipios, que, supeditados a la artificialidad de las Provincias y Cabezas de Partido, no son más que subdivisiones de la burocracia administrativa del Poder central): personalidad que el Carlismo ha defendido siempre con su lealtad a los Fueros y con la doctrina corporativista de todos sus pensadores y políticos. Es crimen de lesa Patria el trato que, ostentosamente primero, y con más disimulo después, han recibido las Regiones forales, y la forma como se ha reprimido las manifestaciones y sentimientos más legítimos de su ser natural, con lo que se ha logrado, de rechazo, provocar en muchos una reacción marcadamente separatista, al no acertar a distinguir entre la verdadera esencia de España y el antiespañol centralismo del Gobierno.
Finalmente, contra el Carlismo, se ha intentado y desarrollado una hábil acción destructora evidenciada, entre otros, por los siguientes hechos:
a) La designación de Jefe del Estado por una Junta de Generales convocada sólo para elegir Generalísimo con jurisdicción únicamente militar, y que tuvo en realidad un resultado político de mayor alcance; hecha tal designación a espaldas de las fuerzas políticas y civiles, casi exclusivamente carlistas, que sostenían el Alzamiento. Con ello se creó el mito Franco, que transforma el Alzamiento, de nacional y popular, en simple pronunciamiento militar de tipo dictatorial, con lo que se roba al Carlismo su prestigio a los ojos de la nación, haciendo creer que el mérito del Alzamiento es del Ejército, o incluso personal y exclusivo de su Caudillo, que se presenta así como único salvador de España. Y, además, al revestir con la forma totalitaria la Jefatura del Estado, se asegura la enemiga de las Potencias occidentales, que, con el bloqueo económico y diplomático, habían de provocar su caída u obligarla a pactar con el liberalismo, judaísmo y masonería internacionales: de aquellos bloqueos económico y diplomático, se ha pasado a ser los grandes amigos y aliados, o, mejor dicho, esclavos, de Norteamérica, que es el Estado liberal por excelencia.
b) La Unificación, decretada precisamente cuando, indeciso todavía el resultado de la Guerra, el Requeté tenía a sus hombres en primera línea y no podía oponerse a tamaña arbitrariedad sin abandonar el frente y dar con ello la victoria a la República marxista; y cuya verdadera finalidad fue, de una parte, falsear el sentido católico y tradicionalmente nacional del Alzamiento, sustituyéndolo por la artificialidad del “Movimiento”, basado en formas políticas totalitarias copiadas del extranjero y ya caducadas en Europa, y ajenas al verdadero espíritu nacional; e inspirado, en su base ideológica falangista, por las filosofías antiespañolas de Unamuno y Ortega, a quienes sigue ensalzando y propagando el izquierdismo del “Movimiento”. Y, de otra parte, colocar fuera de la legalidad a la Comunión Tradicionalista, cuya fuerza intentó destruir y consiguió debilitar, confinando y persiguiendo a sus entonces legítimos Jefes, que no pudieron así dirigir y orientar eficazmente la reacción del pueblo carlista contra el hecho consumado de la Unificación. ¿Qué títulos podía aducir un advenedizo General, que nunca había sido carlista, para asumir la Jefatura del Carlismo y mixtificarlo con otras ideologías que nada tienen de tradicionales?
c) La debilitación del sentimiento monárquico del pueblo, demorando indefinidamente la restauración, y aprovechando el transcurso del tiempo, primero, para infundir en las juventudes de la artificial FET y de las JONS un rabioso sentimiento antimonárquico que sirviera de apoyo a Franco para prolongar la interinidad de su Dictadura, a lo que coadyuvó la circunstancia de la Guerra Mundial, con la que se hizo creer a la nación que no era oportuna la restauración monárquica, cuando, por el contrario, las potencias tradicionalmente enemigas de España menos hubieran podido oponerse a ella, absorbidas como estaban por la guerra y ante el temor de que una acción contra España nos inclinara a apoyar al frente contrario; y, luego, ahogado ya en parte el sentimiento monárquico tradicional del pueblo español, orquestar una astuta propaganda en torno a la monarquía liberal, mediante libros, editoriales, artículos y reportajes periodísticos, conferencias, e incluso con obras teatrales y películas cinematográficas.
d) El fomento de la desunión dentro de la Comunión Tradicionalista, al comprender el Régimen que con la sola persecución no podía acabar con ella. Para conseguirlo, ha intentado y logrado en buena parte:
1º.– Desorientar a muchos con las falsas propagandas de espíritu español y de Monarquía Tradicional, ahora más que nunca desmentidas por los hechos; propagandas que culminan con la falaz proclamación de los Principios Fundamentales del Movimiento y la creación de los “Círculos Vázquez de Mella”, impulsados y financiados por el Régimen anticarlista;
2º.– Atraer al Régimen con dádivas, cargos y honores a antiguos Jefes carlistas, con lo que se priva a la Comunión de algunos hombres significativos y se desorienta o desengaña a quienes los habían seguido y respetado. Desde el anterior destierro de Fal Conde, entonces todavía leal, al actual nombramiento de Zamanillo como Consejero Nacional de F.E.T. y de las JONS, media un abismo;
3º.– Influir en algunas personas, no siempre de probada raigambre carlista, pero que durante la República y el Alzamiento adquirieron algún nombre dentro de la Comunión, para que crearan y acaudillaran facciones separadas de nuestra disciplina, que, ante la pasividad y significativa falta de energía del Príncipe Javier, quien, en lugar de arrostrar todas las responsabilidades de la Regencia, mantiene una sospechosa y transigente conducta que le incapacita para tal misión, han permitido al Ministro Iturmendi y a otros, arrastrar al franquismo de hoy, que es el juanismo de mañana, a algunos que parecían carlistas.
NUESTRA POSTURA
La Providencia, que de los males saca bienes y conduce la Historia por caminos ocultos y muchas veces incomprensibles a la limitada razón humana, podría valerse de la posible restauración de la Monarquía liberal para abrir los ojos a cuantos han sido engañados por los manejos del Régimen, y volver a la disciplina de la Comunión a quienes pudieron llegar a creer que Franco traería a España la verdadera Monarquía Tradicional.
Porque ahora ya nadie puede creer conveniente a nuestra Santa Causa la colaboración o el acercamiento al Régimen, ni aun en espera de tiempos mejores: Franco ha demostrado definitivamente querer burlar al Carlismo que ganó la Guerra. Sería pueril, a estas alturas, pensar que, colaborando con el Régimen, éste va a conceder al Carlismo lo que ya desde antes de la Victoria le ha venido negando. Sería innoble, además de inútil, mendigar por favor aquello que se le debe en justicia y puede exigir por derecho propio sin esperar condiciones de nadie. Sería incomprensible ceguera política, después de todo lo contrario, creer que, por situar a algún personajillo más o menos carlista al frente de un Ministerio, Gobierno Civil o Concejalía municipal, el Régimen ha de abandonar la línea política antitradicional que inequívoca y progresivamente ha seguido desde su instauración. Tales nombramientos han sido siempre una maniobra más para disgregar la disciplina de la Comunión y desorientar la buena fe del pueblo carlista, teniéndolo inactivo y confiado hasta que los hechos consumados hagan demasiada tardía la reacción del desengaño: así lo demuestra el que, a cambio de estos pocos nombramientos, y, como contrapartida de ellos, se hacen muchos más a favor de liberales alfonsinos, radicales y demócratas, con lo que el paso que aparentemente pudiera ganar el Carlismo, lo retrocede en realidad ante los más numerosos que adelantan sus enemigos de siempre. Lo único a que puede conducir tal colaboración, además de encubrir no pocas veces apetencias materiales o ambiciones de mando, es desprestigiar al Carlismo a los ojos de la Nación, no faltando ya quienes lo juzgan responsable y cómplice de las pésimas política y administración gubernamentales.
Cabría pensar todavía si, en caso de restauración de la Monarquía liberal, y como mal menor, a fin de que fuera lo menos perniciosa posible, podría convenir a los intereses de la Religión y de la Patria colaborar con ella. Pero, ¿cuándo ha sido posible la colaboración del Tradicionalismo y el Liberalismo, sin que el primero pierda su esencia? Si casi durante siglo y medio ha sustituido al Carlismo, es porque nunca se avino a componendas.
No significa esto que los carlistas debemos inhibirnos de la política nacional: es deber, del que Dios nos pedirá estrecha cuenta, intentar con todas nuestras fuerzas influir en ella para que España nunca deje de ser España. Ahora, oponiéndonos a la restauración liberal; y, si ésta llegara, luchando contra ella como hicieron Carlos V y Carlos VII.
Pero para ello, en lugar de buscar puestos de Gobierno, que obligan a constantes transacciones para conservarlos, y desde los que tampoco se puede actuar en carlista, es necesario actuar con lo que Vázquez de Mella denominaba “gobernar desde fuera”, es decir, desde la oposición, formando un bloque compacto e intransigente, con fuerza suficiente para influir desde la calle en la opinión nacional, e impedir así al Gobierno la realización de aquello que la opinión pública, orientada por el Carlismo, hubiera de reprobar. Así, gobernando desde fuera, impidió el Carlismo que España entrara en la Primera Guerra Mundial al lado de Francia e Inglaterra; así, desde fuera, ha podido impedir hasta la restauración liberal querida por el Régimen ya desde el término del Alzamiento.
Cierto que hoy, la penosa falta de un Abanderado indiscutible e indiscutido por nosotros mismos, y que la Providencia nos deparará sin duda cuando, por el fiel servicio a nuestra misión histórica, nos hagamos dignos de él, hace más difícil que en otras épocas la gallarda postura de renuncia y sacrificio personal que, pese a toda clase de perjuicios materiales y duras persecuciones, propugnamos como única dignamente carlista. Pero precisamente por faltarnos, de momento, la fuerza moral de un Rey consciente de sus responsabilidades y por todos reconocido, es más imperioso que nunca el deber de mantenernos, sin desvío ni desfallecimiento alguno, leales a nuestra Santa Causa sin mixtificación alguna. Carlos VII, en su Testamento Político, que obliga a la conciencia carlista de cuentos pretendan serlo, afirmó:
“¡Volveré!, os dije en Valcarlos… Si España es sanable, a ella volveré, aunque haya muerto. Volveré con mis principios, únicos que pueden devolverle su grandeza; volveré con mi bandera, que no rendiré jamás, y que he tenido el honor y la dicha de conservaros sin una sola mancha, negándome a toda componenda, para que vosotros podáis tremolarla muy alta… Gobernar no es transigir, como vergonzosamente creían y practicaban los adversarios políticos que me habían hecho frente con las apariencias materiales del triunfo. Gobernar es resistir, a la manera que la cabeza resiste las pasiones en el hombre bien equilibrado. Sin mi resistencia y la vuestra, ¿qué dique hubieran podido oponer al torrente revolucionario los falsos hombres de gobierno que, en mis tiempos, se han sucedido en España? Lo que del naufragio se ha salvado, lo salvamos nosotros, que no ellos; lo salvamos contra su voluntad, y a costa de nuestras energías… Si, apuradas todas las amarguras, la dinastía legítima que os ha servido de faro providencial, estuviera llamada a extinguirse, la dinastía vuestra, la dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguirá jamás. Vosotros podéis salvar a la Patria, como la salvasteis, con el Rey a la cabeza, de las hordas mahometanas, y, huérfanos de Monarca, de las huestes napoleónicas… Nuestra Monarquía es superior a las personas. El Rey no muere. Aunque dejéis de verme a vuestra cabeza, seguiréis, como en mi tiempo, al Rey legítimo, tradicional y español, y defendiendo los principios fundamentales de nuestro programa”.
A nosotros, los carlistas de hoy, herederos de su Ideal, nos ha tocado vivir el momento histórico, más transcendental que el mismo Alzamiento, en que [se] precisa cumplir, con todo sacrificio, pero también con todo honor, la orden profética del gran Rey: no podemos, sin traición, eludir su mandato ni desertar de la línea que, con su ejemplo de santa intransigencia, nos marcaron nuestros Reyes y nuestros Mártires.
Así, manteniendo esta postura de santa intransigencia y no colaboración con el Régimen franquista, ni con una posible Monarquía liberal, se conseguirá mantener incontaminado el Carlismo, que en contacto y colaboración con la ideología liberal quedaría desvirtuado y perdería su eficacia. De no ser así, se habría perdido en España, y quizá en el mundo, la única fuerza política de la que puede salir la regeneración del concepto cristiano de la Sociedad y de la Política.
Y como el Sagrado Corazón de Jesús ha prometido reinar en el mundo, y en España con más veneración que en otras partes, el Carlismo no puede morir. Ésta es nuestra fuerza y nuestra esperanza.
Festividad de los Mártires de la Tradición, 1962.
LA COMUNIÓN CARLISTA
[1] Se notan en esta crítica desproporcionada a Felipe V los orígenes ideológicos de un grupo político como el sivattista, conservador de los prejuicios histórico-políticos peculiares del ultramontanismo integrista catalán, inoculados originariamente por el neocatolicismo isabelino-alfonsino (principalmente en las figuras de Vicente de la Fuente y de su repetidor Marcelino Menéndez y Pelayo).
Para una verdadera valoración comparativa entre el Rey legítimo Felipe V y el aspirante a usurpador el Archiduque Carlos, a fin de dilucidar quién representaba “el verdadero espíritu nacional”, véanse las clarificadoras páginas del Capítulo IV del libro de Fernando Polo, ¿Quién es el Rey?.
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Última edición por Martin Ant; 11/06/2020 a las 17:26
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