Fuente: El Pensamiento Navarro, 10 de Marzo de 1971, página 6.
LOS MÁRTIRES, ¿CULPABLES?
Por J. Oribe
Al instituir Su Majestad el Rey Carlos VII la fiesta de los Mártires de la Tradición, quiso que de una manera especial se recordara aquel día, no tan sólo a los que por su heroísmo, y los puestos que ocupaban, habían pasado sus nombres a la historia, sino también a tantos y tantos que, con los mismos o más méritos que aquéllos, y habiendo muerto con el mismo grito en los labios y el corazón de “viva la Religión, viva España, viva el Rey”, sus nombres habían quedado en el olvido de los hombres.
Para aquéllos que hoy nos hablan de “ponernos al día”, pero que no se atreven, aún, a dejar el nombre de carlistas, confesando su verdadera filiación socialista, el conmemorar esta fiesta les tiene que parecer, si son lógicos, una cosa “superada”.
En este mundo materializado, que nos ha tocado vivir, para justificar nuestras claudicaciones, se ha llegado a sugerir que los Mártires que dieron sus vidas, cumpliendo así con el precepto divino de que hay que servir antes a Dios que a los hombres, fueron tan culpables, por su intolerancia e intransigencia, como los martirizadores por su crueldad. ¿Qué no se dirá de aquéllos que, si en primer lugar morían por Dios, también lo hacían por su Patria y por su Rey?
Pero no nos dejemos engañar. Yo no sé si en los designios de Dios estará el pedirnos que derramemos la sangre por su Nombre, pero lo que sí nos exige es el martirio incruento del desprecio, del odio, el aislamiento y la persecución, a la que el mundo nos someterá si tratamos, en nuestros puestos, de ser de verdad sus discípulos.
“El pueblo español no ha nacido ayer, viene de antigua estirpe, y, como todas las razas nobles, necesita mirar atrás recibiendo inspiraciones y ejemplos de los que le formaron” (Carlos VII).
Nuestros antepasados morían por Dios, porque sabían que desterrado Él de la sociedad, ésta caería en el más espantoso materialismo.
Morían por su Patria, que eran sus libertades concretas, porque sabían que la libertad de la Revolución es la mayor de las tiranías.
Morían por su Rey, porque sabían lo que era la Legitimidad, y, por lo tanto, lo que ella significa y lo que a ella se le exige: ser los primeros servidores de Dios y de la Patria.
Sabían que el morir en Cristo, es nacer a una vida feliz y eterna.
Sabían que, si bien tenían que luchar y morir por tan santos ideales, no por ello podían odiar a sus enemigos, sino que tenían que amarlos.
Porque sabían todo esto, y lo sabían bien, se daban estas escenas, que son para nosotros una meditación y una lección:
* * *
Las sombras de la muerte se cernían sobre el genio de Somorrostro.
Y habla Ollo:
– Señor: ¡No volveré a ver más ese sol que se oculta, pero salí para morir, y es natural que muera! Sólo una pena me llevo de este mundo: no haber conocido a mi blanca Reina Margarita.
* * *
Es el caudillo del Centro, Miguel Lozano, quien, camino del suplicio, toma un lápiz y escribe a su Rey:
– Señor, si mi sangre vale algo, y Su Majestad quiere pagármela, pídole me permita fijarle precio: que no se derrame por ella ni una sola gota de la de mis enemigos. Muero satisfecho y recompensado con la seguridad de que mi Rey recogerá la postrera súplica de este fiel soldado.
* * *
Estamos ahora en el hospital de Durango:
– Señor –clama el moribundo Vizcaíno–. Déjeme besar la mano, postrera ilusión.
El Rey se arrodilla al pie de la cama del soldado y deposita en su frente un beso dilatado; en esta actitud, doblemente augusta, el voluntario nace para la Gloria.
–Recemos –murmura el Señor de Vizcaya a los no menos emocionados y silenciosos testigos–, pero no lloremos. Las lágrimas son pecado cuando festejan en el Cielo la subida de un mártir…
»Padre nuestro que estás en los Cielos…».
* * *
Y como éstos, tantos y tantos murieron, con espíritu tranquilo, fijas sus mentes en Dios, inundados sus corazones en el amor a los Fueros, y rendidas sus voluntades a la Majestad Real Legítima.
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