Revista FUERZA NUEVA, nº 494, 26-Jun-1976
Partidos políticos
Fue profético, clarividente, Blas Piñar cuando, ya en vida de Franco, se opuso en el Consejo Nacional a la idea de las asociaciones políticas, eufemismo que encubría esa enfermedad fatal que son los partidos políticos. Al Generalísimo también le repugnaban las asociaciones políticas. Su ideario está lleno de condenación de las banderías o facciones que dividen a los hombres y los enfrentan.
Pero no es sólo la convicción de un Caudillo. Incluso demócratas y liberales han advertido el peligro del partidismo o de la partitocracia; mucho más, después de vivir la experiencia de esas monarquías o repúblicas que fenecieron, precisamente, por culpa de los partidos. Acaba de decirlo Madariaga: los partidos políticos acabaron con la segunda República Española. Los partidos políticos habían acabado con la multisecular Monarquía antes. Los partidos políticos concluirán con la nueva Monarquía.
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De hecho, en la memorable y triste votación de las Cortes en su último pleno, donde solamente 91 hombres reaccionaron como Dios manda, no se votó una Ley de Asociaciones Políticas, sino una Ley de Disolución del Régimen del 18 de Julio (incluida la Monarquía actual). En eso consistía la Reforma: en acabar con cuanto supuso la victoria del 1 de abril de 1939, en que los españoles todos, de uno y otro bando, coincidieron en desterrar para siempre –según el pensamiento joseantoniano, tácitamente aceptado por el pueblo sin distinción- los partidos, la división en izquierdas y derechas. Porque todo el mundo, por amarga y cruenta experiencia de tres años de lucha y, lo que es peor, de crimen, había comprobado que la culpa de la muerte de un millón de españoles no era de unos y de otros, patronos y obreros, clero o seglares, derechas o izquierdas, sino de los partidos, del sistema, un sistema político que arrancaba del siglo XIX y que se había nutrido de la Revolución francesa, la de los famosos Derechos Humanos, derechos de odiar, corromper y matar, que eso es lo que disfrazan tales palabras.
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Ahora, por culpa de 338 procuradores camaleónicos, España vuelve a los turbios y sangrientos años de 1930 a 1936 y aun antes. Retroceso mortal. Volvemos, en realidad, a 1917, cuando Ortega escribía: “El plebeyismo triunfante en todo el mundo tiraniza en España… La democracia en religión o en el arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad… La época en que la democracia era un sentimiento saludable y de impulso ascendente pasó. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los corazones”.
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¿No hay remedio ya? Paradójicamente –España es país de paradojas-, se ha aplicado una ley que no es aplicable sin su complementaria (la del Código Penal reformado). Lo cual establece un compás de espera. Y, en este interregno, puede impedirse aun la tragedia. Ahí está el recurso de contrafuero que van a presentar los “noventa y uno de la fama” y que puede atajar el mal la máxima autoridad de la nación: el Rey.
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El Director
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