DOCUMENTO 8

Fuente: Boina Roja, Número 100, Diciembre 1965 – Enero 1966, páginas 4 – 6.


DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA

CARTA DE DON MANUEL FAL CONDE A DON JUAN DE BORBÓN BATTENBERG


Con el único propósito de seguir sirviendo a la verdad y a la Patria, continuaremos publicando algunos documentos históricos, que tanta aceptación han tenido entre nuestros queridos amigos y lectores. Le toca hoy el turno a la carta que, con fecha de 8 de diciembre de 1945, dirigió don Manuel Fal Conde, entonces Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista, a S. A. R. don Juan de Borbón. Aunque se hizo una edición privada de la misma, circuló muy poco, hace ya veinte años, y es prácticamente desconocida del público.

Su simple lectura demuestra, una vez más, para cualquier espíritu imparcial y sin prejuicios, el patriotismo del Carlismo y de sus autoridades, que siempre, en su historia secular, han puesto el interés nacional y la defensa de los Principios por encima de toda consideración personal o conveniencia partidista. Con abundancia de textos los más autorizados, históricos y políticos, queda bien patente ese fundamental carácter carlista. Si la noble, acertada y patriótica gestión no dio el resultado apetecido, no fue ciertamente por culpa de la gloriosa Comunión Tradicionalista.




Señor:

En situación tan extremadamente crítica para España como la actual, juzgo un deber, por las razones que en este escrito iré desarrollando, dirigirme a V. A. mediante un documento que, lejos de constituir un intento de negociación de orden secreto, ha de tener en momento oportuno toda la publicidad que entraña un requerimiento inspirado en un elevado deseo de servir a España y de representar las preferencias y superiores conveniencias del bien común.

Las delicadísimas circunstancias del mundo, sus repercusiones sobre España y el profundo malestar e incertidumbre que atormentan al pueblo español, hacen inexcusable y perentorio un cambio de régimen político, de tal suerte que, sirviendo de cauce de salida a la situación presente, asegure, en lo humanamente previsible, una situación de estabilidad que en vano hace muchos lustros vienen deseando los españoles.

Unánimemente se reconoce por todos los que de buena fe buscan una verdadera solución, que ésta no puede ser otra que la Monarquía. Pero este reconocimiento se polariza a su vez en dos orientaciones. La una, representada por un gran sector de opinión más o menos difusa, pero a la vez un poco simplista, que personalizando en V. A. unos derechos a la Corona que se fundan en indicaciones de sangre y en condiciones de máxima facilidad, pretenden el asentamiento inmediato de V. A. sobre el trono de España, confiando en que después será posible organizar las Instituciones sustentadoras del régimen monárquico. Y otra orientación que, arrancando de la proclamación del régimen monárquico, aspira a que la Regencia prepare previamente esas Instituciones, y, con el concurso de las representaciones auténticas de la Nación, llegue a la designación y proclamación del Rey. Tal es la orientación que representa la Comunión Tradicionalista y que comparten no pocas personas prudentes y representativas de fuera de ella.

Ahora bien, la existencia de estas dos orientaciones evidentemente disocia y resta fuerza en el interior y en el exterior al movimiento monárquico, y de ahí mi intento de llevar a V. A. al convencimiento de que sólo la segunda es, no sólo la más perfecta en teoría, sino la más ventajosa en la práctica. Si V. A. llega a apreciarlo y si en su virtud se coloca al lado de ella, es evidente que la dualidad desaparecería y que sola ella contaría con el concurso de todas las voluntades. A tal fin va encaminado el presente escrito.


I.– LA ORIENTACIÓN TRADICIONALISTA ES LA AJUSTADA A LOS RECTOS PRINCIPIOS POLÍTICOS Y A LOS ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE ESPAÑA

Se funda en primer término en la preferencia que tiene el bien común de la Sociedad política sobre el derecho de la Corona.

Es el fin de la Sociedad conseguir el bien de los ciudadanos, en cuanto excede de las posibilidades de cada uno, o sea el bien común, y a su consecución se ordenan todos los derechos y atributos de esa misma sociedad. Y si es derecho de la sociedad el constituir una autoridad que la rija y gobierne es evidente que tal derecho, tal constitución de la autoridad, se encamina y dirige, por encima de todos los fines secundarios, a lograr ese bien común, razón suprema de la sociedad y por tanto de la autoridad. Aquellos derechos de la sociedad son los que constituyen la soberanía social; y los de la autoridad, su derivada, la soberanía política. Ahora bien, si en la concreción de esa autoridad, mediante el pacto entre la sociedad y una Dinastía, aquella autoridad se confiere a un Rey, es evidente que la razón determinante de este pacto no es otra que el bien común; y que en cualesquiera casos dudosos o difíciles de interpretación de ese pacto ha de prevalecer el bien común.

Que nos hallamos ante uno de esos casos es evidente. De una parte, nos encontramos con la necesidad de volver a los términos verdaderos de ese pacto, del que se desviaron primeramente los Reyes absolutos, y que conculcaron los Reyes liberales, tanto al apartarse de las Instituciones históricas y al unir su causa al sistema que, al destruir la constitución orgánica de la sociedad, bastardeó y sustituyó su genuina representación por el régimen de partidos, como al incumplir la Ley Sucesoria, arrebatando la Corona a la rama dinástica carlista.

Con ello se creó un doble problema de legitimidad, dinástico y de principios, que dio lugar a las guerras civiles del pasado siglo. Adscrita a los principios históricos y netamente españoles la Dinastía Carlista, y abrazada a los principios del «Derecho nuevo», hijo de la Revolución, la liberal, el problema resultó de principios, siquiera, por razón de medio principalmente, el pleito se calificara como dinástico. Así el pacto histórico, al instaurarse de nuevo la Monarquía, ha de reanudarse restaurando ambas legitimidades. Pero, siendo superior y preferente a todo otro fin el bien común, es evidente que éste habrá de prevalecer sobre cualquier otro derecho y ha de ser, por tanto, la norma que habrá de presidir en el actual momento la reanudación de aquel pacto.

De aquí se deduce que si los Reyes Carlistas, los Reyes legítimos por derecho de sucesión, no hubieran estado unidos a la Causa de los principios y éstos hubieran sido respetados por la rama liberal, por el transcurso del tiempo el propio bien común hubiera determinado que la legitimidad de origen cediese ante la legitimidad de ejercicio, y que por tanto sacrificasen aquéllos sus derechos dinásticos al bien común.

Así lo reconoció Carlos VII, cuando decía: «Nosotros, hijos de Reyes, reconocíamos que no era el pueblo para el Rey, sino el Rey para el pueblo». (Carta-Manifiesto al Infante Don Alfonso, fechada en París en 30 de junio de 1869); y cuando en carta al General Cabrera de 20 de octubre del mismo año le escribía: «Y no temo a mi pueblo; yo soy suyo porque suyo es mi corazón, suya la Monarquía que he heredado y suya la causa que simbolizo»; y cuando afirmaba: «Si se tratase meramente de un derecho personal, si el abandono de ese derecho pudiera contribuir al bien del pueblo español, no sería para mí penoso sacrificio, sino bendecida fortuna; y si fuera sacrificio yo lo haría pensando en mi España». (Protesta ante la proclamación de Amadeo, fechada en La Tour en 6 de diciembre de 1870); y por último, cuando en carta a Don Cándido Nocedal fechada en Ginebra en 4 de noviembre de 1871, le decía: «Pero mi España querida es antes que yo; yo no quiero un Trono asentado sobre el cadáver de mi patria».

Pues, volviendo ahora al caso presente: si aquel Rey, con un clarísimo derecho sucesorio, hablaba de esta manera, ¿no será obligado que V. A. posponga la alegación y ejercicio de derechos a los que tiene la Nación de que se constituyan las Instituciones monárquicas, y a que intervenga ella misma, con representación auténtica y no bastardeada por los partidos, en la designación y proclamación de Rey?

Observe V. A. que en la orientación que representa la Comunión Tradicionalista se arranca de una proclamación de la Monarquía tradicional templada y representativa, hecha por la propia Regencia, poniendo aquélla fuera y por encima de toda discusión, como fruto de las enseñanzas históricas hasta el hundimiento de la última y tristemente dolorosa experiencia republicana, y como derecho inalienable de las sucesivas generaciones de nuestro pueblo, que no puede ser discutido ni negado por una de ellas.

Y observe además que las Instituciones de esta Monarquía que constituyen limitaciones del Poder Real, corresponden de Derecho a la Nación y que no pueden por tanto ser establecidas por un Rey. Y verá que de esta suerte el Régimen Monárquico quedará firmemente implantado e instaurado por la Regencia [1].

Pero aún hay más. Y es que nuestra historia y legislación tradicional exigen de consuno la necesaria intervención de las Cortes en las renuncias y sucesión de la Corona. Y no hay que olvidar que los derechos alegados por V. A. se fundan en renuncias anteriores de vuestros hermanos.

No es indiferente a la Nación, sino que al contrario le toca muy de cerca, como que se refiere al ejercicio de la soberanía, el que sea uno u otro el titular de la realeza. O dicho en otros términos, el cumplimiento de la Ley de Sucesión no es solamente un derecho del sucesor, sino un derecho de la Nación. Y así, si hay dudas en la sucesión, o si el Rey designa sucesor que no es el que corresponde con arreglo a derecho, o bien si el Rey en ejercicio renuncia a la Corona, o el llamado a suceder renuncia a su derecho, en todos esos casos la Nación lo tiene a intervenir con su representación; porque, sobre poder no ser conveniente al bien común una determinada interpretación, o una designación de sucesor, o la cesación en su cargo del Rey, o la sustitución de un heredero por otro, es fundamental que lo que las Cortes y el Rey establecieron en una Ley de Sucesión no sea alterado ni por interpretaciones, ni designaciones arbitrarias, ni por renuncias de unos en otros, como si se tratase de un patrimonio familiar del que libremente se dispone por sus titulares.

Así lo confirma nuestra historia. Cuando en la Corona de Aragón muere Don Martín el Humano y en su testamento dispone que se designe como sucesor a aquél en quien concurran las dos condiciones del mejor derecho y el mayor bien de la comunidad, son las Cortes las que intervienen, y los Parlamentos de Aragón, Cataluña y Valencia nombran sus compromisarios para resolver la cuestión; y éstos, atendiendo más aún al bien común que al rigorismo del derecho de sucesión, designan a Don Fernando de Antequera y no al Conde de Urgel, después de oír las alegaciones de los Procuradores o mandatarios de todos los pretendientes [2].

En Castilla las Cortes de Valladolid de 1217 se reúnen para aprobar la renuncia de Doña Berenguela en Fernando III el Santo. Y es todavía en pleno siglo XVIII cuando ocurre el caso aleccionador planteado por la renuncia o abdicación de Felipe V en su hijo Don Luis y por la muerte de este último. Consulta Felipe V al Consejo de Castilla y a una Junta de Teólogos sobre el voto que había hecho de apartarse de los negocios del Estado; y el Consejo le dice que «si no vuelve a entrar en el manejo del Reino con el preciso carácter de Rey, faltará al recíproco contrato que celebró con los Reinos, sin cuyo asenso y voluntad comunicada en Cortes no pudo ni podrá hacer acto que destruya semejante solemnidad, haciendo contravención al derecho adquirido por los vasallos».

Las Cortes de Castilla y de León establecieron siempre que en los «fechos grandes e arduos», serían reunidas Cortes; y así se hace constar en las de Madrid de 1419 y en las de Ocaña de 1469. ¿Y quién se atreverá a sostener que todas estas cuestiones a que nos venimos refiriendo no son negocios graves y arduos, que tocan tan a la entraña de la Nación como que se refieren a la Ley fundamental de sucesión?

Así escribió Colmeiro en su Introducción a las «Cortes de los antiguos Reinos de León y Castilla»: «La nobleza y el clero elegían a los Reyes, y cuando la Monarquía se hizo hereditaria por la costumbre, regularon el orden de suceder en la Corona. Si las hembras podían ceñirla a falta de varón; si para asegurar los derechos del hijo después de los días del padre se introdujo la práctica de jurar al Infante heredero; si por ser Rey de menor edad era necesario nombrarle tutor; si el testamento de los Reyes había de tener validez; si ocurría algún caso de sucesión dudosa; si estallaban discordias civiles a propósito de la tutoría; si se trataba de hacer la guerra a los moros o pretendía la Monarquía dar mayor fuerza y vigor a las leyes, interponían su autoridad la nobleza y el clero juntos en Cortes».

Aún hay más: tradicionalmente las Cortes juraban al heredero de la Corona; y siempre juraban los Reyes la guarda de los Fueros y privilegios de los Reinos antes de que éstos prestaran el juramento de fidelidad; todo lo cual se hacía siempre ante las Cortes reunidas.

Es decir: que si V. A. tratase de hacer valer los derechos que alega, y se anticipara a entrar por sí mismo en el manejo del Reino, sin que unas Cortes le proclamasen, y sin jurar ante ellas las leyes fundamentales, tal acto, aunque fueran indiscutibles sus derechos, sería atentatorio al derecho de la Nación y contrario a las leyes y antecedentes históricos de la Monarquía Tradicional.

Aun en el propio régimen liberal tampoco cabía hacer esto. Vuestra bisabuela Doña Isabel, en su abdicación dijo: «Respecto a mi hijo Don Alfonso, no haré dejación de las mencionadas reservas, interin se halle fuera de su patria y hasta que sea proclamado por un Gobierno y unas Cortes, que representen el voto legítimo de la Nación, etc.». E igualmente vuestro padre Don Alfonso al abandonar el Trono aseguró que no volvería sino llamado por el pueblo español.

Pues bien: si es necesario a la convocatoria y reunión de Cortes para resolver la cuestión de sucesión y para reanudar el pacto histórico interrumpido y conculcado, para examinar vuestros derechos y las renuncias de vuestros hermanos, y en definitiva para proclamar Rey y para que ante ellas se puedan jurar las leyes fundamentales y puedan ellas a su vez prestar el juramento de fidelidad, es preciso un órgano, ya monárquico, que, previa la proclamación del régimen monárquico, pueda restaurar orgánicamente la sociedad española, instaurar las instituciones monárquicas y reunir Cortes al estilo tradicional, que designen al Rey, reciban su juramento y se lo presten a su vez.

Ese órgano no es otro que la Regencia, previamente establecida por Don Alfonso Carlos y defendida por la Comunión Tradicionalista.

Puedo concluir, pues, afirmando que esta orientación es la única verdaderamente monárquica, ajustada a derecho y conforme con nuestras leyes y nuestra historia; y V. A. realizará un acto meritísimo y respetuoso con los derechos de la Nación si, posponiendo derechos y aplazando su alegación, apoyara la constitución de la Regencia para los fines dichos.


II.– LA ORIENTACIÓN TRADICIONALISTA ES TAMBIÉN LA MÁS VENTAJOSA, EN LA PRÁCTICA, PARA LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA

Anticipo que no es lo más ventajoso lo más fácil, si esa misma facilidad hace prever mayores dificultades y peligros para la consolidación y subsistencia del régimen monárquico. El argumento de que lo más fácil es que el Generalísimo dé paso a V. A. sin solución de continuidad, pierde su valor si este acto no permite resolver todas las cuestiones, si dificultades invencibles se presentan después de la transmisión de poderes, y si la base de sustentación del régimen que así se implantase resulta deleznable y quebradiza.

Aquello será más ventajoso que, venciendo las dificultades que a su implantación se opongan, asegure luego una estabilidad y una firmeza que ponga al régimen, y con ello a España, a cubierto de perturbaciones interiores y de ofensivas del exterior. Con sólo demostrar que las dificultades de implantación y pervivencia de la Regencia por el periodo de tiempo necesario son vencibles, quedará probada esta tesis, puesto que la estabilidad y firmeza quedaron ya demostradas en la primera parte, por ser fórmula más perfecta, verdaderamente monárquica, ajustada a Derecho, y acorde con nuestra legislación y tradición histórica.

Examinemos, pues, las dificultades que se alegan en contra de la Regencia.


DIFICULTADES PARA SU INSTAURACIÓN

Las que suelen alegarse por los impugnadores de la Regencia, se pueden vencer precisamente por el acto de V. A. al propugnar su establecimiento. Con este acto se logrará la unión de los Monárquicos en un designio común y por tanto la de los elementos militares monárquicos, el arrastre de esa masa neutra, posibilista y medrosa ante todo cambio, que necesita ver claro que no habrá disensiones en lo que haya de suceder al régimen actual, y en una palabra, la convergencia de la mayor suma posible de voluntades. Factores todos que pueden constituir la fuerza y el peso necesarios para ganar la confianza exterior que hoy no se otorga plenamente por la falta de aquella unión, y para influir decisivamente sobre el ánimo del Generalísimo Franco a fin de que de una vez dé paso al régimen monárquico tradicional, que él mismo ha anunciado.


DIFICULTADES ALEGADAS CONTRA EL FUNCIONAMIENTO DE LA REGENCIA

Se dice, en primer término, que la Regencia será un régimen interino, y que, al no existir el hecho consumado de la presencia física de un Rey en el Trono, provocará reacciones y dará margen a que se planteen y discutan todos los problemas, hasta el de régimen, y hasta el Alzamiento con todo su significado.

Al discurrir así se olvida o desconoce: Primero. Que al instaurarse la Regencia, ha de proclamarse de modo solemne y definitivo la Monarquía tradicional, fiel al espíritu del Alzamiento, dejándola fuera y por encima de toda discusión, como decidida ya por el mejor plebiscito, el de la historia, y por la victoria con que terminó la guerra civil, guerra de justa defensa contra la República que por segunda vez llevó a España al caos y a la anarquía; Segundo. Que, por tanto, no se trata de un régimen interino sino que con la Regencia se habrá entrado ya en el régimen monárquico de modo definitivo; Tercero. Que si la institución de la Regencia ha de tener un término, no por eso ha de aparecer ni ser una situación de precario e inestable, sino que por el contrario, implantada con las asistencias ya dichas y con la misión de restaurar las instituciones sociales y políticas y de devolver a la sociedad sus libertades naturales y legítimas, ésta ha de encontrar la satisfacción de verse libre de la tutela y opresión del Partido oficial, y de poder actuar cada uno de sus miembros libremente dentro de su profesión y actividad; Cuarto. Que si lo que se teme son los intentos de vocinglería, confusión y perturbación de los rojos y de los exiliados, a esto habrá de hacer frente la firmeza del Poder en lo interior, y habrá de ser contrarrestado, para quitarle fuerza en el exterior, con la recta devolución de libertades y con el respeto que para los derechos de la Nación entraña el que se pospongan a ellos los derechos del Rey futuro; mientras que el hecho consumado de la presencia física de un Rey desde el primer momento (como pretenden los que hoy dificultan la Regencia) no sólo no evita aquellos intentos, sino que los provoca y exacerba en mayor grado por dar la sensación de que las aspiraciones del Rey se anteponen a los derechos de la Nación, sin ningún respeto para ella.

Se alega también que, al no designarse previamente la persona del Rey, y al no aceptarse a éste como tal, se pone en tela de juicio sus derechos y se le rebaja y deprime, restándole autoridad.

Nada más falso. Nunca podrá venir al Trono un Rey más enaltecido y con mayor autoridad que cuando la sociedad, después de montar libremente las instituciones que han de constituir su propia defensa y las contenciones y limitaciones orgánicas del Poder Real, y de ver restaurada su propia y legítima representación, llame al Rey libremente también y sin tener que sujetarse a compromisos ni actos anteriores, y con toda solemnidad lo reconozca y acate como a su legítimo Monarca. Y si hubiere discrepancias y discusiones previas sobre la persona, no quebrantarían la autoridad del régimen monárquico, cual desgraciadamente sucedería de modo fatal si viniendo el Rey sin la voluntad libremente expresada por las Cortes, las discrepancias se exteriorizaran después. Mucho más, pudiendo apoyarse en la falta de respeto a los derechos de la Nación, que aquella venida previa habría significado.


VENTAJAS DE LA REGENCIA EN EL ORDEN PRÁCTICO

PRIMERA.– El ser la Regencia, según hemos demostrado en la primera parte, la fórmula más perfecta, más puramente monárquica, más ajustada a derecho y más conforme con nuestras antiguas leyes y con los antecedentes históricos, dará en la práctica una seguridad y estabilidad al Régimen, de que carecería en otro caso.

SEGUNDA.– Por la anterior razón y por la que queda expuesta precedentemente al rebatir la última dificultad opuesta a la Regencia, es evidente que el Rey vendrá con la máxima autoridad, y lo es también que la obra de gobierno, a su advenimiento, tendrá una sólida base tanto en el respeto que habrá guardado el Rey a los derechos de la Nación, como en la labor desarrollada por la Regencia; y un desembarazo grande al no tener que preocuparse de lo institucional que ya se encontrará instaurado.

Pero en el caso de que fuese reconocida por V. A., este robustecimiento de su autoridad tendría un aspecto especialísimo. Aparece, en efecto, V. A. como un futuro Rey de clase, y esto por tres razones: porque la clase que principalmente apoya vuestras pretensiones es la aristocracia –de la sangre, de las finanzas, del ejército, etc.–; porque las clases populares así lo consideran; y porque por efecto de las dos afirmaciones anteriores es lógico pensar que V. A. corresponderá perfectamente al apoyo y lealtad de sus seguidores, ya que las lealtades son mutuas, y que así se crea por todos.

Pues bien, nada mermaría tanto su propia autoridad como el que, existiendo ya una previa designación o peor aún ocupado ya el Trono, se discutieran las prerrogativas y derechos de la Nación frente al Poder Real y la instauración de las instituciones limitativas del mismo; porque llevada a cabo la discusión con la coacción de la persona, parecería que todas aquellas prerrogativas y derechos se le arrancaban a la autoridad Real; tanto más cuanto que en los actuales tiempos en vez de ser la nobleza la que recaba concesiones a expensas de la Corona, cual sucedía en los tiempos medievales, es el pueblo en su más amplio sentido el que reclama para sí aquellos derechos y facultades.

TERCERA.– La Regencia no tendría la oposición de los más consecuentes monárquicos, las masas carlistas, como sucedería inevitablemente si V. A. por sí, mediante una negociación con el Generalísimo, o por cualquier otro medio, llegara al Trono de España, ya que no es posible ni pensar que pudieran contrariarse los motivos sentimentales por los que aquéllas se mueven. De la misma manera, la Comunión Tradicionalista no podría colaborar en este último caso ni en la labor institucional, ni en el Gobierno; pues debiéndose a un designio de orden nacional, no podría sin traicionar a éste reconocer a V. A. ni puede tampoco dejar de guardar fidelidad a sus masas. En cambio, con la Regencia habrá de ser la artífice de la restauración social y política, ya que nadie podrá representar mejor las conveniencias y necesidades de la sociedad española que la organización que lleva más de cien años defendiendo la verdadera esencia nacional, sin contaminarse en el Gobierno con los que la falsearon y contrariaron; y que a ese estudio viene dedicándose con amor y entusiasmo a lo largo de este lapso de tiempo.

CUARTA.– Para el exterior, la Regencia, con su misión constructiva representaría una garantía, merecedora de toda confianza, de que en España quedará firmemente asentado un régimen inspirado en aquella recta y sana democracia a que se refirió S. S. el Papa Pío XII en su Mensaje de Navidad de 1944, que no es otra que la que caracterizó la Monarquía española en la Edad Media, régimen que dista mucho de desembocar en la dirección totalitaria, o en un resultado de desorden y anarquía.


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Después de cuanto llevo dicho y de cuanto creo haber demostrado, juzgo del más elevado patriotismo dirigir a V. A. una respetuosa invitación para que en aras de vuestro indudable amor a España y puesto que en vuestra mano está el que se logre la unión de todos los monárquicos en una sola orientación, posponga sus aspiraciones y la alegación de cualquier derecho, a los derechos preferentes de la Nación, y apoye decididamente la solución política de la Regencia.

Contra lo que injustamente se nos ha imputado, nos interesa la unión de los monárquicos, precisamente por el designio nacional que servimos; y esa unión sólo es posible en la orientación expuesta, que antepone los derechos de la Nación a todo otro derecho o aspiración. Y la invitación se la dirijo a V. A. y no a sus seguidores, porque el sentimiento de lealtad de éstos les impide una iniciativa que sólo V. A. puede tomar.

Quiera Dios asistir a V. A. para apreciar la necesidad del acto a que invito a V. A., y mover su ánimo para llevarlo a cabo con un mérito y sacrificio que España no podrá olvidar [3].

Serenísimo Señor.

Sevilla, 8 de diciembre de 1945.

(Firmado): Manuel Fal Conde


A S. A. R. Don Juan de Borbón y Battenberg.


Esta carta fue entregada en Lisboa en los primeros días de febrero al Príncipe Don Juan de Borbón por el Infante Don Carlos.




[1] Este párrafo es, desde el punto de vista de la historia socio-política española, inexacto. Los Reinos españoles eran regidos normalmente por Reyes y no por Regentes, y ello no constituía, per se, impedimento alguno para una progresiva formación y desarrollo de las limitaciones sociales al poder regio. Véase al respecto, por ejemplo, este texto de Rafael Gambra.

[2] Esta supuesta contraposición entre el respeto al derecho, por un lado, y la consecución del bien común, por otro, no se corresponde con la visión jurídica y socio-política tradicional. Por el contrario, se entendía que la consecución del bien común tiene lugar, precisamente, mediante el respeto al derecho, en la inteligencia de que precisamente por este respeto al derecho es por lo que se presume, razonablemente, que habrá de venir, como consecuencia lógica y natural, la realización del bien común.

Para una correcta interpretación del Compromiso de Caspe como búsqueda, primariamente, del derecho, véase aquí un resumen de ese acontecimiento histórico.

[3] Para una crítica leal contra la interpretación de la Regencia como institución de restauración monárquica, en lugar de como simple institución de continuidad monárquica, véase este hilo.