Revista FUERZA NUEVA, nº 493, 19-Jun-1976
La subversión lingüística
Cada día vemos aparecer en nuestra patria libros, misales, revistas y estudios publicados en eúskaro, catalán, gallego, valenciano, mallorquín, y suponemos que, en el futuro, también en extremeño y chipalé o caló, además de emisiones televisadas, academias, etc. ¿Es ésta la base para la reconciliación de los españoles? Más bien nos parece el reflejo de una mentalidad regionalista anacrónica y desintegradora que intenta socavar nuestra convivencia nacional. Aunque el director de FUERZA NUEVA ya trata el tema en su sección, bien vale la pena insistir sobre el asunto.
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Existen escuelas donde ya no se enseña el español como lenguaje “primario”. Hecho inverosímil que los mismos niños lamentarán cuando prosigan sus estudios, y ya hombres se encuentren en el resto de España como en un país extranjero. Francia gastó, solamente en un año, diez mil millones de pesetas (1976) para promocionar el francés. Pero en España “todo es diferente”. Aquí se promueven las lenguas regionales y se olvida la lengua nacional, que ni siquiera nos atrevemos a llamar “español”, sino “castellano”. Los ingleses llaman a su idioma nacional, “inglés”; los franceses, “francés”; los rusos, “el ruso”, etc.
Hasta los señores obispos en su afán de estimular versiones lingüísticas han sentado un precedente perjudicial para la unidad de la fe y vida espiritual de muchos fieles que se sienten marginados en los actos litúrgicos dirigidos en lenguas regionales. Durante veinte siglos, la Iglesia española ha rezado en latín, lengua muerta. Pero ahora necesitamos el don de lenguas para entender a veces nuestras liturgias. Parece que en las mismas relaciones con Dios y con nuestros hermanos en la fe, llevamos grabados en el alma los signos de la división y separación.
Es verdad que en Bélgica coexisten dos idiomas nacionales y que en la Unión Soviética se hablan 163 lenguas y dialectos; 872 en India, y más de dos mil en todo el mundo. ¿Qué significa la variedad lingüística? Un signo de atraso cultural y científico, la herencia de pueblos primitivos aislados, faltos de comunicaciones que fijaban sus fronteras en una y otra orilla de los ríos, en una y otra vertiente de los montes…
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Cuando los hombres empezaron a civilizarse intercambiando los productos de su rudimentaria agricultura e industria, los límites de las tribus se ampliaron, se pactaron alianzas y emergía una lingua franca, abierta y flexible que lograba imponerse a las demás. Invasores y conquistadores contribuyeron también a la desaparición de muchas lenguas primitivas imponiendo la suya propia en los territorios conquistados. El griego y el latín, el árabe y el español, el inglés y el francés han dejado su huella imperecedera en la historia de la civilización humana.
Cuando los españoles llegaron a América, el idioma castellano, desarrollado en la provincia de Burgos, ya se hablaba en todo el centro y sur de la Península, no sólo como resultado de coyunturas históricas, sino también por su intrínseco dinamismo y perfección. Era el idioma llamado a forjar la unidad nacional, a crear la Hispanidad y una de las mejores literaturas del mundo.
El castellano ha mantenido su hegemonía en España a través de los siglos y en los vastos territorios americanos que fueron un día colonias españolas. Pero la actual (1976) democratización porque atraviesa España pretende democratizar hasta el idioma nacional. Se niegan las ventajas de la unidad lingüística; recobran importancia las lenguas regionales, amparadas por la acción del Estado, y se habla de “la coexistencia de varios idiomas específicos dentro del ámbito estatal español” lo mismo que si se tratara de la coexistencia de lenguas en el Commonwealth inglés, o en los inmensos territorios de Rusia, India o China.
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La historia y la experiencia actual nos demuestran que las discrepancias lingüísticas no son más que barreras que impiden el acercamiento de los pueblos y su amistosa convivencia; estancan el proceso evolutivo de las naciones, y se pueden convertir en muros vergonzosos que separan a los habitantes de una misma nación. Todos admiramos al moderno Japón por su alto nivel de educación cívica, su profundo patriotismo e incomparable desarrollo industrial. Pues bien, la grandeza ascendente de ese admirable pueblo coincide con la imposición de un idioma nacional: el japonés hablado en Tokio. Recientemente, China comunista ha impuesto como lengua nacional en todas sus inmensas provincias el mandarín que se hablaba en la corte de los emperadores manchúes. Hace años que el gobierno de Filipinas viene desarrollando un lenguaje nacional que sustituirá a los 83 dialectos regionales a base del Tagalog, que ya se hablaba en manila antes de la llegada de los españoles.
El mismo ejemplo nos dan los occidentales. Los ingleses aceptaron el ánglico hablado en Londres, el King´s English, como idioma nacional. Lo mismo sucedió en Francia con el francés hablado en París. En Alemania aparece ya en el siglo XV una lengua común, gremeinspache, que apoyaron las sociedades literarias dándola unidad y pureza. Por obvias razones de carácter político, social, histórico, religioso y cultural, todas las naciones civilizadas han elaborado un lenguaje único nacional, sacrificando estructuras antiguas o dialectos regionales como el gótico, el nórdico antiguo, el prusiano, el búlgaro, el antiguo eslavo, el antiguo griego y varias lenguas romances italianas. ¿Quién lamenta hoy la desaparición de estas lenguas?
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La lengua es solamente un instrumento compuesto de signos y expresiones para entendernos y transmitir a la posteridad la tradición cultural. Las lenguas nacen, se corrompen y mueren. Pero la cultura que los idiomas han creado no muere sino que puede sobrevivir en otros idiomas. No hagamos de la lengua un mito, ni una bandera de regionalismos desviacionistas. No es verdad que una educación bilingüe sea más profunda que una educación monocolor. La psicología nos enseña que el indivisible espíritu humano se plasma a la vez en pensamientos y palabras, y, por regla general, el que piensa en una lengua y se expresa en otra ni puede pensar bien, ni mucho menos expresarse con facilidad. Cualquier mejicano, chileno o argentino se expresa mejor en español que bastantes de nuestros compatriotas bilingües.
¿Qué pensarán estos nuestros hermanos de la América española de nuestra rabiosa promoción de lenguas regionales? Es posible que en las agencias de viaje de aquellos países se empiecen a distribuir mapas de España que lleven marcadas con lápiz rojo las regiones donde ya no se habla su lenguaje, “el castellano”. Y sería posible también que lo que ahora es Hispanidad, vuelva a ser cultura y lengua azteca, chibcha, tupí-guaraní, araucano, etc.
Pero no asustarse. Nuestras antiguas provincias ultramarinas demuestran tener más patriotismo y sentido de la realidad lingüística que algunas de nuestras regiones peninsulares. Brasil, la nación más rica, más grande y más moderna de Sudamérica, ja preferido adaptar al castellano las formas arcaicas del portugués. Y una de las primeras leyes aprobadas en Surinam, el nuevo Estado independiente, fue proclamar el castellano como lengua nacional, al tiempo que en España empezamos a reducirlo a lengua regional.
Alfredo PANIZO
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